La eficacia del confinamiento

Tras cincuenta días de uno de los confinamientos de la población más drásticos del mundo, si no el que más, resulta preocupante que sigamos en cifras de alrededor de cuatrocientos muertos diarios por el virus de Wuhan. Naturalmente, somos libres de pensar que sin el confinamiento, los muertos serían muchos más. Pero, ¿esto es así?

Los números, aparentemente, abonan esta idea. El Estado de Alarma se decretó el 14 de marzo, pero como es lógico, sus efectos sobre la mortalidad no fueron inmediatos, pues el deceso de un enfermo de Covid-19 se produce días o incluso semanas después del contagio. La disminución de la mortalidad empieza a notarse a partir del 3 de abril, pues el día antes se alcanza el máximo absoluto de 961 muertos contabilizados en un día, y desde entonces la tendencia ha sido claramente decreciente, como muestra la gráfica de Worldometer. (Todos los datos aquí utilizados proceden de esta fuente, o son elaborados por mí a partir de ella.)

Ahora bien, hay que tener en cuenta que, incluso sin tomar medidas de salud pública contra el virus, el coeficiente de crecimiento de la mortalidad tenderá a disminuir, a partir de un momento dado. Esto es debido a que el virus necesita infectar a personas que sigan haciendo vida normal para contagiar a otras, y estas van escaseando, en un territorio determinado, a medida que más infectados se encuentran demasiado mal para salir de casa, son hospitalizados o mueren. También porque cada vez más personas probablemente se inmunizan, al menos por unos meses. El destino del virus en términos reproductivos, tarde o temprano, es morir de éxito.

Los datos corroboran esta teoría. Del 14 al 15 de marzo, el total de muertos por el coronavirus pasó de 196 a 294. Es decir, creció un 50 % en un día. De mantener este ritmo, en cuestión de semanas habrían muerto millones de personas, al tiempo que el sistema sanitario se habría colapsado por completo. No sucedió esto, sino que del 1 al 2 de abril, justo antes de que se alcanzara el máximo de fallecidos en un día, la tasa de crecimiento había sido del 10 %. Por tanto, podemos decir que en ese período, antes de que el confinamiento pudiera tener efecto en el número de muertes, el porcentaje de crecimiento de la mortalidad disminuyó por sí solo 2,5 puntos diarios, de media.

A partir del 2 de abril,  sin embargo, y hasta hoy, el descenso medio de la mortalidad ha sido mucho menos acusado. Del 24 al 25 de abril el número total de muertos pasó oficialmente de 22.524 a 22.902, es decir, creció un 1,7 %. Esto, desde el 10 % que había crecido del 1 al 2 de abril, y aunque permite albergar cierta esperanza, supone una disminución diaria del coeficiente multiplicador de 0,36 puntos, mucho más discreta que la del período anterior,  en el que suponemos que aún no pudo tener efecto el confinamiento en la mortalidad.

¿Se hubiera producido esa suavización de la curva de mortalidad incluso sin confinamiento? Es muy difícil saberlo. Los datos nos pueden dar una pista, aunque no una respuesta apodíctica. Desde el 13 de febrero en que se produjo la primera muerte por Covid-19 en España (aunque no se supo hasta principios de marzo) hasta el 14 de marzo en que el gobierno impuso el Estado de Alarma, la mortalidad creció un 19 % diario, de media. Si contamos hasta el 2 de abril (día con mayor número de muertes), el crecimiento fue de un 21 % diario. Esto es lo que creció diariamente la mortalidad desde el primer fallecido hasta los 10.348 de ese día. Desde entonces, en cambio, el crecimiento diario medio ha sido del 3,5 %.

Es difícil no concluir que el confinamiento ha sido útil. Si se hubiera mantenido no digo ya un 20 % de crecimiento diario de la mortalidad, sino el ya apuntado 10 % que creció del 1 al 2 de abril, hoy habría unos 70.000 muertos más.

Pero esto no deja de ser una mera especulación. Lo innegable son las más de 20.000 vidas que se han perdido realmente, y que gran parte de ellas podrían haberse salvado, actuando apenas unos días antes, cuando la curva de la mortalidad era catastrófica. La epidemia tiene un inicio explosivo, y por eso los países que le han hecho frente con más éxito son los que atajaron los contagios desde los primeros casos: controlando las fronteras y aeropuertos, realizando tests masivos, imponiendo cuarentenas a los contagiados o sospechosos de estarlo y prohibiendo eventos multitudinarios, sin necesidad de paralizar casi por completo la actividad económica, como se ha hecho en España.

Si se fracasa en los inicios, aunque el aumento de la mortalidad consiga reducirse, luego cuesta mucho bajar de un número espantoso de muertos diarios, semana tras semana. Y entonces es cuando el confinamiento drástico se hace inevitable, con sus terribles secuelas económicas.

Salvar a Sánchez

La prioridad no puede ser otra que salvar vidas humanas. Pero para algunos se diría que este empeño rivaliza con (por caridad no diré que se supedita a) salvar políticamente a Pedro Sánchez. No es ajeno a ello, hay que reconocerlo, que el Gobierno está siendo verdaderamente generoso con sus apologistas mediáticos, regándolos con la bendita lluvia de la publicidad institucional y otras aportaciones.

En el momento en que nos hallamos, salvar a Sánchez requiere paliar en lo posible la crudeza de las cifras. No es tarea fácil, porque 20.000 muertos oficiales es un número muy difícil de digerir. No digamos ya cuando conozcamos el verdadero. Aunque hay indicios semioficiales, como los Informes MoMo del Instituto de Salud Carlos III. El del 16 de abril registra un exceso de mortalidad (es decir, un incremento del número total de fallecidos por todas las causas, en un periodo dado, por encima de lo estadísticamente normal) del 69,3 %. Esto, expresado en términos que hasta los de letras entenderán perfectamente, significa que en el último mes, 4 de cada 10 fallecidos en España (69/169) lo son con toda probabilidad por culpa del virus de Wuhan o del colapso sanitario provocado por éste.

Sin embargo, en una sociedad constantemente bombardeada por datos, hemos desarrollado una cierta insensibilidad o más bien embotamiento, sobre todo si los números no se asocian con imágenes demasiado emotivas. Por lo pronto, hay que ahorrar en lo posible la visión de féretros alineados o de efectivos de la UME acarreando cadáveres desde los hospitales a las morgues. Como mucho, se mostrará un cadáver saliendo de una residencia privada, porque todo lo que sea culpabilizar a los malvados empresarios redunda en favor del Gobierno más izquierdista desde 1936. Y luego ya si eso hablaremos de la responsabilidad de una administración que ha fallado estrepitosamente en suministrar equipos de protección suficientes a los profesionales sanitarios y asistenciales.

Lo que también ayuda mucho a Sánchez es que la epidemia esté causando estragos en los Estados Unidos. No importa que su población sea siete veces mayor que la de España, no importa que su tasa de mortalidad pandémica sea de 118 por millón de habitantes, frente a los 441 de España, y los 184 de la UE-27, cuando escribo esto. Diremos que los contagiados en los EE.UU. superan a los de España, Italia, Francia y Alemania juntas (cosa previsible: también las supera en población) y así nuestras audiencias podrán llevarse la consoladora impresión de que tenemos mucha suerte de estar gobernados por Sánchez y no por Trump. Por supuesto, todo ello lo reforzaremos mostrando imágenes de calles de Nueva York desiertas, de ataúdes y de fosas comunes, mientras que en España, por la tele, no veremos más que aplausos a los pacientes dados de alta. Pobres americanos, qué mal lo están pasando.

Además de los muertos, están las temibles consecuencias económicas del confinamiento. Para eso, también Sánchez tiene un plan salvador (salvador de sí mismo, no lo olvidemos: luego ya si eso España) que requerirá de todo el esfuerzo didáctico de los medios. Porque esas consecuencias van a afectar a muchos más españoles que la crisis del 2008. Ayer escuché a un gran filósofo, que en sus ratos libres se dedica a presentar programas de telebasura, exclamar “vaya mierda de sociedad si no podemos permitirnos estar dos meses parados”. Sin duda, algo así piensan muchos autónomos, qué mierda de vida que no pueden permitirse dos meses (¡qué dos meses, ni dos semanas muchos de ellos!) de vacaciones. A decir verdad, creo que un país funcionaría mucho mejor, y le cuadrarían mucho más las cuentas, si no se permitiera a sí mismo en su conjunto más de lo que pueden permitirse sus autónomos, que son quienes tienen contacto más estrecho con la dura realidad de la productividad y de la delgada línea que separa el debe del haber.

Pero no nos desviemos del tema. Hablábamos del plan de Sánchez, cuyo nombre, siquiera provisional, es Pacto de Reconstrucción. Aquí nuestro protagonista tiene depositadas grandes esperanzas. En esencia, se trata de asociar al Partido Popular con las medidas impopulares que eventualmente se tomen. Si Pablo Casado acepta, él será el culpable de esas medidas; y si no acepta, también. Jugada redonda: si sale cara gano yo, si sale cruz, pierdes tú.

No es la primera vez que el PSOE utiliza la estrategia de un pacto con el PP. ¿Se acuerdan del Pacto Antiterrorista que Zapatero ofreció a Aznar? Yo casi que tampoco, pero no importa. Lo que sí recuerdo es que tres años después se produjo el 11-M. Recuerdo que el PP perdió las elecciones tras sufrir tres días de movilizaciones contra él, en lugar de contra los terroristas. Recuerdo que la Ley de los Partidos Políticos de Aznar, decisiva para derrotar todo el entramado político de ETA, acabó siendo papel mojado, debido a las consabidas presiones sobre el poder judicial, marca de la casa socialista. Y recuerdo –bueno, esto no hace falta recordarlo porque es plenamente actual– que el brazo político de ETA sigue desde entonces en nuestros ayuntamientos, diputaciones, parlamentos autonómicos y en el Congreso de los Diputados.

Si Casado no cae de nuevo en esa vieja trampa de firmar un pacto con el PSOE, no por ello lo tendrá fácil. Le dirán de todo menos guapo, sobre todo lo que más teme, que se ha entregado a la ultraderecha. Además de la izquierda, todo el centrismo mediático, todos los tertulianos de Cope con alguna rara excepción, le aconsejarán encarecidamente al líder del PP que firme su sentencia de muerte política, y que se ponga él mismo la soga al cuello. Y le ayudarán con su ración diaria de improperios a Vox. Mira qué paliza le estamos dando a Santiago Abascal. ¿No querrás ser tú el siguiente, verdad?

Sánchez aún puede salvarse incluso si la oposición no firma un pacto que le ate las manos para poder criticar su nefasta gestión, así como sus intentos de aprovechar la epidemia para instaurar un régimen de inspiración venezolana. Con toda la maquinaria mediática a su servicio, no cabe descartarlo. Pero aún quedaría Vox, al que solo se podrá neutralizar terminando definitivamente con la democracia.

El bulo fundacional

En su intento de neutralizar las críticas por su nefasta gestión de la epidemia, el gobierno arremete contra los que llama bulos. Ayer, Jueves Santo, Santiago Abascal le replicó a Pedro Sánchez que él llegó al poder gracias a un bulo: que no pactaría con Podemos.

La acusación, además de ser exacta, nos ilustra sobre la naturaleza esencial de la machacona cancioncilla oficial y oficiosa sobre los bulos. Son quienes utilizan la mentira, la manipulación y la sedación informativa de manera sistemática quienes más hablan de fake news, de bots y de conspiranoias de la ultra-ultraderecha para atacar a un cándido y desvalido gobierno progresista.

Pero aquí quiero contemplar este asunto de los bulos (en el sentido que utilizan dicha expresión las terminales de la izquierda) desde un punto de vista mucho más elevado, apuntando al que podríamos llamar bulo fundacional. Y este no es otro que el bulo de la ciencia, más conocido como el cientificismo. Alguno se preguntará qué tiene esto que ver. Pues le diré que ahí está la clave de todo.

Nadie mínimamente instruido puede desdeñar la ciencia, sus grandes logros tanto intelectuales como tecnológicos. Pero sí es por desgracia muy común entre las personas instruidas una concepción errónea de la actividad científica, que la convierte en un sucedáneo de la religión, y por ende en la depositaria de la única verdad.

La ciencia nos ha permitido descubrir grandes verdades, qué duda cabe. Hoy sabemos que nuestro planeta es una partícula insignificante perdida en un universo inconcebiblemente grande. Sabemos que los seres humanos, junto con los demás seres vivos, hemos surgido sobre la superficie de este planeta por un proceso evolutivo de miles de millones de años, probablemente a partir de un microorganismo ancestral. Sabemos igualmente que existe una estrecha correlación entre nuestros procesos mentales y la neuroquímica cerebral.

También conocemos bastante bien cómo funciona el sistema inmunitario, y hemos podido desarrollar vacunas y antibióticos que han conseguido aumentar la esperanza de vida humana como nunca en la historia. Esto no nos ha librado de la pandemia del Covid-19, pero existen esperanzas razonables de que se pueda obtener una vacuna o un fármaco que nos permita superar esta crisis planetaria.

Ahora bien, deslumbrados por tan espectaculares logros, muchos han caído en una idolatría de la ciencia que, en primer lugar, les lleva a extraer de ella conclusiones mucho más atrevidas de lo que permite su metodología, y en segundo lugar, alimenta unas expectativas desmesuradas sobre su capacidad para establecer una especie de paraíso terrenal. Se trata, como señala el filósofo de la ciencia Francisco José Soler, en su obra Mitología materialista de la ciencia (2013), “de una representación deformada de la ciencia, en la que se intenta hacer pasar por resultados científicos lo que no son más que interpretaciones particulares de los mismos”.

De la ciencia no se deduce, ni mucho menos, que todo es materia u otra sustancia o estructura carente de intencionalidad; no se deduce que no existen Dios ni el alma, ni que la conducta humana sea puramente determinista, y que por tanto el libre albedrío se reduzca a una ilusión. La ciencia tampoco nos puede ayudar lo más mínimo a distinguir entre el bien y el mal, ni por tanto es una guía infalible para alcanzar ningún paraíso, donde el mal haya sido completamente erradicado. La ciencia, sin duda, puede ayudarnos a hacer el bien, en la medida en que nos ayuda a prever mejor las consecuencias de nuestros actos. Pero no nos dice por qué unas consecuencias serían buenas o malas en sentido absoluto, es decir, independientemente de nuestros deseos o fines subjetivos.

La idolatría de la ciencia–digámoslo con claridad– es la madre o la hermana del progresismo. Esta ideología sostiene, de manera más o menos consciente o elaborada, que el ser humano, gracias al avance del conocimiento y a su extensión mediante la educación, podrá liberarse un día de todas las ataduras políticas, religiosas, económicas e incluso naturales que se interponen en el camino de la felicidad universal definitiva.

Ahora se comprenderá mejor lo que el progresismo entiende por bulos. Para él, existe una verdad indiscutible (la ciencia, el progreso) y todo lo que la cuestione o sea difícil de integrar en ella debe ser considerado bulo, cuento, engaño, superstición. Para el cientificista acabado, es decir, al mismo tiempo progresista, tan bulo es que el gobierno ha ocultado información sobre la epidemia y ha dificultado con sus torpes medidas el acceso a equipos de protección individual, tan bulo es que la ley de violencia de género favorece las denuncias falsas o que los inmigrantes cometen proporcionalmente más delitos que los nativos, tan bulo es todo eso como las creencias cristianas que tanto desprecia. Para el cientificista progresista, todo esto son embustes pueriles (cuando no malintencionados)  que ya han sido refutados de una vez para siempre en las instancias competentes, y en los que sólo pueden creer personas con déficits formativos o intelectuales.

Últimamente se ha puesto de moda entre los progres llamar “terraplanistas” a los que no pensamos como ellos, a los que no tragamos con el adoctrinamiento masivo producido por los medios de comunicación. Esta caricaturización no es casual. Realmente creen los progres que lo que ellos consideran verdades científicas y progresistas son indiscutibles, como si todas fueran del mismo rango que la verdad de que la Tierra es un esferoide. A fin de colocarse en un plano de superioridad intelectual, sitúan la legítima crítica al gobierno o a la izquierda en el mismo nivel que todas las majaderías o fantasías que pululan en internet (terraplanistas, terapias alternativas, visitantes extraterrestres, elucubraciones antisemitas, etc.), exceptuando, como se puede imaginar, los innumerables bulos de tendencia izquierdista.

Nada es más ridículo que el ignorante que da lecciones, cual maestro Ciruela. Y eso son el cientificista y el progresista, incluso los que son capaces de citar a Bunge o a Zizek, y hasta de haberlos leído. Son ignorantes porque, hayan estudiado mucho o poco, no entienden lo que es el conocimiento científico, y han basado en esa incomprensión radical la noción quimérica del progreso ilimitado del hombre. Por eso rechazan a la ligera como bulos, o tras un análisis superficial, todas esas noticias o rumores incómodos que les obligarían a replantearse sus queridos prejuicios cientificistas y progresistas.

Obsesionado con Vox

Hay mucha gente obsesionada con Vox. Uno de ellos es Xavier Fernández, redactor jefe del Diari de Tarragona. Prácticamente no hay día que en su columna no dedique unas palabras despreciativas o insultantes a la formación liderada por Santiago Abascal, vengan o no vengan a cuento. Normalmente no leo estas invectivas, pues rara vez aportan otra cosa que su prescindible opinión, se trate de Vox o de cualquier otro tema. Pero con la del 6 de abril (“Las siglas de Vox”) he hecho una excepción, que me ha servido para comprobar lo poco que da de sí el autor.

Paso de comentar su ingeniosísimo hallazgo (debe estar muy orgulloso) de convertir el nombre de Vox en acrónimo de “Vileza, Odio y Xenofobia”. Los insultos gratuitos no merecen réplica. Fuera de esta sensacional aportación literaria, buena parte del texto se dedica a atribuir al partido de sus odios una serie de mensajes anónimos de pésimo gusto contra la presentadora televisiva Cristina Pedroche, al dar a conocer el fallecimiento de su abuela en Twitter. Dice Fernández: “¿Cómo podemos intuir que son de Vox? El lenguaje les delata. Son dignos discípulos de Abascal…” ¿Para qué queremos pruebas cuando está claro que el acusado es culpable? Y este señor, como buen progre, nos da cada día lecciones de derechos humanos, asegurando que los políticos separatistas que cumplen penas de prisión han sido injustamente condenados. Como para fiarnos de su criterio.

El periodista prosigue con una manipulación ya algo caducada, según la cual Santiago Abascal habría mentido al afirmar que el 70 % de los imputados por delitos sexuales son extranjeros. Habrá que repetirlo una vez más. El presidente de Vox no dijo eso refiriéndose a todos los delitos sexuales, sino a las violaciones en grupo, basándose en un informe del que también se hizo eco un artículo de El Mundo titulado “Anatomía de las 101 manadas”. En dicho informe se concluía que sólo un 31 % de los autores identificados o detenidos desde 2016 eran españoles. Puede que Abascal se aventurara en exceso al clasificar como extranjeros al 69 % restante (pues no todos pudieron ser identificados) pero quienes mienten de lleno son los que tergiversan sus palabras haciéndole decir lo que no dijo. En cualquier caso, la cuestión de fondo es si existe una relación estadística significativa entre inmigración ilegal y delincuencia, y esto solo puede responderse empíricamente, con datos desapasionados, no adoptando conclusiones previas en virtud de su ideología, como hacen quienes tachan a Vox de xenófobo.

Otro elemento que aporta Xavier Fernández ya me da un poco de pereza. Se refiere a uno de tantos vídeos virales que se divulgan sin la suficiente comprobación previa de su veracidad. En este caso, se trata de la denuncia de un transportista de material sanitario de que el gobierno español no es buen pagador, o algo así. No sé a qué vídeo se refiere, ni me he molestado en buscarlo, porque si tuviéramos que comprobar todo lo que circula por redes sociales, no tendríamos tiempo para otra cosa. Según X. Fernández, ese camionero en realidad sólo llevaba folios, y entre los muchos que cayeron en el supuesto engaño estaría el subinspector de la Policía Nacional Alfredo Perdiguero, que se presentó en una lista autonómica de Vox. Este tipo de error tan común en redes sociales y en WhatsApp (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra) lo anota también mezquinamente Fernández en su lista de agravios contra Vox.

Como militante de Vox, sinceramente me gustaría leer argumentos algo más serios y elaborados en su contra. Como escribió una vez el filósofo rumano Emil Cioran: “Jamás me consolaré de la mediocridad de mis enemigos”.

La traición de los expertos

Desgraciadamente, todavía es muy prematuro cualquier balance de la epidemia del Covid-19. Pero sí podemos avanzar una conclusión fuera de toda discusión: esto no era una gripe como la de todos los años, a pesar de lo que aseguraban arrogantemente muchos expertos, riéndose de los irracionales temores de la gente y hasta previniéndonos contra el pánico como algo peor que el propio virus. Y no me refiero a los charlatanes del mundo de la farándula, literatos ni periodistas (perdón, el “mundo de la cultura”) que hoy ejercen como pensadores de todo a cien. Algunos médicos y científicos prestigiosos se equivocaron de pleno, restándole importancia a lo que podía llegarnos de China. ¿Cómo no se iban a equivocar gacetilleros y comediantes? El problema no es equivocarse, algo ineludiblemente ligado a la condición humana, sino que después del error pretendan seguir dándonos lecciones, limitándose a borrar algunos tweets desafortunados, o confiando en la proverbial mala memoria del público. Y algo aún peor… Pero déjenme antes abordar el error mismo.

Newtral, esa especie de inquisición privada que supuestamente se dedica a combatir los bulos, afirmaba el 1 de febrero: “La gripe mata más que el coronavirus del COVID-19 hasta la fecha.” Aparentemente, la precavida coletilla final salvaría al titular. Pero con los datos que tenemos dos meses después, o sea “hasta la fecha”, se puede afirmar categóricamente que España es el segundo país del mundo, muy cerca del primero (Italia), en tasa de mortalidad por Covid-19. Y sin embargo no oirán decírselo a ningún periodista, salvo honrosas excepciones. Curioso.

Como ha señalado Miguel Hernán, catedrático de Epidemiología de la Universidad de Harvard, el bulo hoy sería seguir sosteniendo que la gripe estacional causa más muertes que el SARS-CoV-2. Según el dato más reciente del INE, en 2018 murieron por gripe en España 1.852 personas. Sin embargo, los periodistas no se cansan de copiar y pegar cifras basadas en estimaciones muy superiores, sin dignarse indicarnos exactamente de qué estudios, informes o boletines estadísticos han salido. Una de estas estimaciones de origen nebuloso (aunque no descabellada, a decir verdad) es la de 6.300 muertos provocados por la última campaña de gripe, de octubre de 2018 a mayo de 2019, lo que arroja una media de 787 fallecidos al mes. Basta compararlos con las casi diez mil muertes que ha causado el Covid-19 en marzo para hacerse una idea de la verdadera dimensión de esta pandemia. Y de la temeraria irresponsabilidad de quienes, teniendo algún tipo de autoridad académica o política, la relativizaron.

Decía antes que el problema no es el error, sino la falta de humildad en reconocerlo, y algo aún peor, que enuncio ahora: la expertocracia. Vivimos en un sistema basado en una simbiosis de carácter perverso entre el experto y el político. El político dicta de modo más o menos desvergonzado los contenidos de los medios, y estos, para tapar o decorar su servilismo, han encumbrado al experto, normalmente un docente universitario elegido por su tendencia progresista, cuando no por su partidismo descarado. Por tendencia progresista me refiero a esa ideología, en sentido amplio, que justifica el intervencionismo estatal como medio indispensable para garantizar un impreciso bien común o la protección de supuestos colectivos oprimidos. Todo lo que ponga en cuestión la bondad o idoneidad del Leviatán será tachado en el mejor de los casos de “neoliberal”, y con frecuencia, a pesar de su total incongruencia, de fascista.

Se adivina fácilmente la debilidad esencial de esta expertocracia. Un sistema basado en unos dudosos sabios que, consciente o inconscientemente, se limitan a profetizar al gusto del poder (¡exactamente lo contrario de lo que eran los profetas bíblicos!), se encuentra al albur de los errores graves que inevitablemente acabarán cometiendo, y cometen con frecuencia, porque son humanos, no dioses.

Eso sí, no debemos olvidar que la clave del sistema es el político. Es este quien, indirectamente, a través del periodista, crea la figura del experto mediático, sea en plantilla o eventual. No se puede esconder detrás de él, debe asumir su responsabilidad. El experto no hubiera dicho nada que incomodara al poder; no es la fuente de su actuación, sino una de sus máscaras. Es la elaboración intelectual de sus consignas, de sus intereses.

Ahora, periodistas y expertos al unísono, al servicio del gobierno más progresista de nuestra historia (si alguien cree que es un elogio, me conoce poco), están muy ocupados en salvar a Sánchez, sedando a la población con términos como el “pico” de los contagios, el número de altas hospitalarias (lógicamente, tienen que ser muchas, dado el elevado número de hospitalizaciones), las cifras absolutas de la epidemia en el extranjero (omitiendo las comparaciones que más nos dejan en evidencia) o la habitual charlatanería de autoayuda, aderezada con el sentimentalismo hiperglucémico de la “España de los balcones”. Seguirán aleccionándonos, tratarán de hacernos olvidar que son falibles, e incluso nos venderán que el error lo cometieron otros, los Trump, Bolsonaro y Boris Johnson en los papeles de malos de la película; que ellos en cambio ya nos advirtieron de lo que sucedería. No nos dejemos engañar. Practiquemos un saludable escepticismo preventivo contra los supuestos expertos, por mucha bata blanca que vistan, distinguiéndolos de los pocos que hablan con una voz verdaderamente propia y valiente. Es momento muy oportuno para leer a Nassim Taleb y, por supuesto, aunque este sea oportuno leerlo siempre, a Montaigne.