El reverso del «No es No»

Periódicamente, un suceso se convierte en arma de agitación en manos de los medios de comunicación. En un país de 47 millones de habitantes, inevitablemente habrá cientos o miles de asesinatos, violaciones, robos y muchos otros delitos al año. El progresismo institucionalizado elige uno cualquiera de ellos cada semana o quincena para promover nuevas “conquistas” marcadas en su Agenda del Progreso Imparable. Es decir, para hacer cada día un poco más incómoda la menor disidencia o resistencia a su proyecto totalitario.

La semana pasada tocaba la polémica del fallo judicial sobre el conocido como caso de “la manada”, un grupo de degenerados que abusaron sexualmente –según los jueces– de una joven. Una mayoría (que acaso no es más que una minoría mediáticamente ruidosa, como suele suceder) ha cuestionado con grandes aspavientos el criterio de los magistrados, los cuales no han hallado fundamentos para una condena por el delito de violación, más grave que el abuso sexual. Uno de ellos incluso ha cuestionado la existencia del segundo, en su voto particular.

El argumento mágico que se esgrime sin que apenas importen los hechos viene dado por la fórmula “No es No”. Basta que una mujer diga no para entender que no desea mantener una relación sexual. Incluso basta que la mujer diga que dijo no. Un no retroactivo. Alguien incluso ha ido más lejos, sosteniendo que ni siquiera es necesario que se pronuncie la partícula negativa a tiempo o a destiempo. Es suficiente con que no haya un explícito.

Aparentemente, se trata de una noble actitud protectora de la libertad femenina. Pero sólo aparentemente. En otros tiempos en lugar de libertad se hubiera hablado de honestidad o decencia. Era inconcebible que un caballero que se tuviera por tal forzara a una doncella, al contrario; su deber era protegerla contra los bellacos que trataran de mancillar su honor. Ahora hemos “progresado”: ya no hay doncellas. Y cuando alguien te da tratamiento de caballero lo más seguro es que sea un policía de tráfico justo antes de anunciarte que se te va a caer el pelo por haber cruzado una línea continua.

Sin duda lo que se ha producido es una subversión completa del sentido. El “No es No” no tiene nada que ver con las regulaciones tradicionales del comportamiento amoroso, sino con su total abrogación: con el arrasamiento de los códigos de la galantería cortés y sobre todo de la monogamia, que es la institución que más ha hecho por proteger a las mujeres y a la infancia desde la prehistoria, y que hoy se denigra como “patriarcado”.

El exacto reverso del “No es No” es el , pero no el Sí quiero del sacramento del matrimonio, unido al compromiso de la fidelidad hasta la muerte, en la salud y en la enfermedad, a la formación de una familia… El actual, que divulgan desde hace décadas Hollywood y la ominosa televisión, y que según cuentan ya puede incluso formalizarse mediante una aplicación, reduce el consentimiento sexual a un trámite para satisfacer una mera necesidad fisiológica.

En el luminoso futuro con el que fantasean los progresistas, la violencia sexual y los celos se habrán erradicado por el infalible método de haber erradicado antes el amor, inseparable de su ritualización, que es lo que diferencia la civilización de la barbarie. Todo ello pasa indefectiblemente, claro está, por ridiculizar infatigablemente la enseñanza de la Iglesia, o mejor aún, por conseguir desde dentro que renuncie a ella y pida perdón por no haberse plegado antes al catecismo progresista.

Nunca conseguirán definitivamente sus torpes objetivos, pero por el camino los progresistas multiplicarán los daños, incluyendo la proliferación de “manadas” y de todas las perversiones imaginables, extraviarán a millones de víctimas y acrecentarán su ya desmedido poder culpando de sus propios estropicios a quienes denunciamos su siniestro juego. Es lo mejor que saben hacer.

El cura progre

La Iglesia, al abrir de par en par sus puertas, quiso facilitarle la entrada a los de afuera, sin pensar que más bien les facilitaba la salida a los de adentro.

Nicolás Gómez Dávila

Un día, un cura ya mayor fue enviado a una nueva parroquia de un barrio trabajador. Desde el principio trató de demostrar a los feligreses que, pese a su edad, era un sacerdote de ideas avanzadas, cercano a los pobres y con mente abierta.

En su primera homilía dominical habló a favor de los refugiados, de las dificultades de los jóvenes para encontrar empleo y aludió vagamente a la hipocresía de condenar el aborto y no, al mismo tiempo, la pena de muerte. Al final de la misa, algunos feligreses se acercaron a darle la bienvenida, y aprovecharon incluso para felicitarle por el sermón.

Al domingo siguiente, observó que la asistencia había disminuido. El cura pensó que se trataría de “deserciones” de los más tradicionalistas y conservadores, descontentos con su homilía de la semana pasada, a diferencia de los que no dejaron de acudir. Así que en atención a estos últimos, siguió en la misma línea “avanzada”. Esta vez se mostró favorable a que los divorciados vueltos a casar pudieran comulgar, y tuvo palabras de comprensión con los “otros modelos de familia”. No percibió la menor incomodidad por sus palabras; al contrario, algunos feligreses, a la salida de la iglesia, le saludaban sonrientes.

El domingo siguiente, el templo estaba medio vacío. En bancos enteros de las primeras filas no había nadie. El cura por primera vez se sintió inquieto y esta vez pensó que quizás los que se habían marchado lo juzgaban aún excesivamente conservador. Así que pronunció su sermón endureciendo el borrador inicial con una redacción más explícita de la que tenía prevista, aunque sin modificar sus ideas. Llegó a decir que los sacramentos no tenían realidad sustancial, sino que eran meros simbolismos, prácticamente prescindibles. Se mostró sin ambages contrario al celibato sacerdotal y por último terminó apoyando que la Iglesia donara todas sus riquezas y se desprendiera de “ritualismos vacíos”, para volver a la pureza primitiva del Evangelio. Un feligrés, entusiasmado, inició unos aplausos, que empezaron a ser seguidos por otros, y que el propio sacerdote, azorado, hubo de cortar.

El domingo siguiente, sólo había en misa un matrimonio de ancianos. A la salida, y sin ocultar su desconcierto, el cura abordó a los dos únicos asistentes. Tras agradecerles que hubieran acudido a la eucaristía, les preguntó directamente si conocían las causas del descenso de asistencia.

–Tal vez –quiso sonsacarles el sacerdote, un tanto herido– los fieles se sienten más atraídos por otra parroquia cercana, con un cura joven que seguramente es muy abierto y moderno…

-Oh, no, en absoluto, mosén –respondió la anciana–, la gente habla muy bien de usted. Lo que pasa es que algunos curas dan a entender que no hace falta ir a misa ni creer en el catecismo, que basta con ser buenos. Y claro, hay tantas cosas que hacer los domingos…–La anciana dijo esto con una inocente sonrisa, sin que nada indicara que estaba aludiendo a su interlocutor, salvo quizás un cierto brillo en su mirada.

–Entonces… ¿por qué ustedes siguen viniendo a misa? –preguntó el cura ya francamente intrigado.

–Bueno –dijo la anciana casi con tono de disculpa–, es que mi marido y yo estamos algo sordos, y durante los sermones nos quitamos los audífonos. Quizás por eso seguimos siendo católicos –dijo la anciana con la misma sonrisa, aunque quizás un brillo algo más penetrante en sus ojos.