Aparentemente, nada hay más opuesto al progresismo que el islam, una religión surgida en los inicios de la Edad Media que no establece diferencias entre el plano político y el religioso.
Mes: marzo 2017
Seudociencia y seudocristianismo
Jean-François Revel arrancaba el que quizás sea su libro más memorable, El conocimiento inútil, con una sentencia lapidaria, que hizo fortuna: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira.” No era sólo un recurso estilístico para atrapar la atención del lector desde la primera línea, sino una afirmación intencionadamente literal.
La mentira de la que habla Revel no se limita a simples bulos, sino que es de carácter sistemático y organizado. Más concretamente, suele aparecer como seudociencia. Es decir, como una teoría que pretende pasar por científica pese a que se resiste a la contrastación experimental[1]. Como ejemplos, suelen enumerarse prácticas paramédicas como la homeopatía, la magnetoterapia y un largo etcétera. Pero sin duda alguna, la seudociencia más dañina que ha habido en la historia ha sido el marxismo, autodenominado “socialismo científico”. Cien millones de muertos, pese a lo cual todavía hay comunistas que se sienten orgullosos.
Hoy el marxismo pervive con fuerza en la forma del llamado “marxismo cultural”, elaborado por diversos pensadores entre los años veinte y sesenta. Esta forma de marxismo no ha renunciado en absoluto a las concepciones económicas socialistas (aunque las ponga en sordina cuando le conviene), sino que las ha extrapolado sutilmente a ámbitos como la sexualidad, donde la lucha de clases se convierte en lucha de sexos, con el “heteropatriarcado” realizando la misma función mítico-política que el “capitalismo”.
La llamada “perspectiva de género”, convertida en doctrina oficial por medio de leyes y convenios de todo rango, es la seudociencia más influyente en la actualidad, la que más dinero de los contribuyentes absorbe y la que más agrede las libertades individuales: el derecho a la vida de los no nacidos (primeras víctimas del “derecho a la salud sexual y reproductiva”), el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones (con la introducción de los colectivos LGTB en las escuelas), la libertad de expresión (seriamente amenazada por la difusa tipificación de los “delitos de odio”) y la libertad religiosa, vaciada de contenido si las libertades anteriores no pueden ser ejercidas.
El “género” se define como una construcción cultural impuesta, sin base biológica. Como prueba de que tal cosa existe, y con una falaz argumentación típica de las seudociencias, se aducen los mismos hechos que la teoría pretende explicar. Por ejemplo, si se observa una preponderancia de uno de los dos sexos en determinadas profesiones o estudios universitarios (más ingenieros que ingenieras, más enfermeras que enfermeros, etc.), los comisarios de género se aprestan a señalar una intolerable “brecha de género”.
De ese modo dan por sentado lo que en ningún momento han probado, que tales disparidades se originan en actitudes “sexistas” inculcadas desde la infancia, o en supuestos prejuicios “machistas” enquistados en las facultades de ingenierías, y no en diferencias psicológicas innatas, que no determinan las decisiones individuales, pero sí tendrían efectos estadísticos amplios.
Otra seudociencia muy útil para absorber dinero público y justificar el intervencionismo gubernamental es el ecologismo. Detectamos aquí la misma falacia descrita, en toda su crudeza. Se sostiene, por ejemplo, que la actividad humana está modificando el clima terrestre, con consecuencias catastróficas que ya estaríamos padeciendo. ¿Pruebas? El aumento de la temperatura global, los desastres meteorológicos, la extinción de determinadas especies, etc. Pero todos estos son fenómenos que también pueden explicarse por otras causas, ya sean globales (variaciones en la radiación solar, que está lejos de ser una constante) o locales, de diversas índoles. De hecho, los datos no muestran una correlación lineal entre calentamiento y emisión de gases antropogénicos, al menos en lo que va de siglo.
La falacia de presentar como prueba los hechos que la teoría debe explicar, como si cualquier otra explicación fuera inconcebible o perversa, es desde luego demasiado burda para que las seudociencias puedan sostenerse largo tiempo. Por eso se refuerzan con directas manipulaciones de la información, que permiten mostrar la teoría en cuestión como si estuviera ampliamente respaldada por los datos. Ahí tenemos estadísticas cocinadas para que se adapten a la ideología, omitiendo datos que no encajan, ignorando sesgos palmarios u otorgando la misma validez a meras proyecciones (basadas por supuesto en la misma teoría) que a los datos registrados hasta el momento.
Pero la principal manipulación que ejercen los charlatanes de las modernas seudociencias es de orden emocional. En lugar de fríos datos, se nos ofrecen imágenes, testimonios desgarradores y casos extremos, tanto reales como de ficción[2]. Su mayor éxito se basa sobre todo en conseguir mostrar a los discrepantes como personas malvadas, que actúan movidas por odio o por sórdidos intereses. Así se han creado términos intimidatorios, cuando no punitivos, como “machista”, “homófobo”, “tránsfobo” o “negacionista” (del cambio climático). Y por supuesto los ya clásicos “fascista” y “franquista”, que sirven a esa otra seudociencia que es la seudohistoria convertida en doctrina oficial por la Ley de Memoria Histórica.
Pero debemos dar un paso más en nuestra comprensión de la mentira global, generalmente conocida como progresismo. Este no se reduce a una mera charlatanería seudocientífica para obtener dinero y poder. Si de verdad queremos entender su formidable alcance, no nos basta el concepto de seudociencia.
El fin último del progresismo, no siempre declarado explícitamente, pero deducible por sus ingentes manifestaciones académicas, mediáticas y políticas, consiste en establecer una sociedad donde el mal –la injusticia, la violencia, el sufrimiento– sea estructuralmente imposible. Naturalmente, si tal cosa fuera humanamente posible, anularía por completo la libertad. Pues ésta, en un ser finito como es el hombre, va unida inseparablemente a la posibilidad de equivocarse y de sentirse tentado por el mal.
Si eliminamos mediante el condicionamiento y otros medios técnicos (lo que los progresistas engloban eufemísticamente dentro de la “educación”) la mera posibilidad de querer el mal o de llevarlo a cabo, habremos eliminado la misma esencia de la libertad humana. Por eso afirmamos que el progresismo, llevado a las últimas consecuencias, es fatalmente totalitario.
Semejante concepción choca frontalmente con el cristianismo. Esta religión, al igual que el judaísmo del que procede, concibe el mal como la posibilidad que tiene el ser humano de alejarse de su Creador. El mal nace de la combinación de nuestra libertad (aquello que nos hace semejantes a Dios) con nuestra debilidad intrínseca de seres creados, lo que nos diferencia del Ser increado y eterno. Por ello no puede vencerse sin ayuda trascendente.
De ahí que la idea progresista de construir un mundo donde el mal no sólo no exista, sino que resulte imposible o incluso impensable, sea una concepción puramente idolátrica, que niega la necesidad de la mediación divina y eleva al hombre a la categoría de un dios. Para el cristianismo, el combate contra el mal se libra principalmente en el corazón de cada hombre, no en la dimensión colectiva, aunque no se desentienda de esta. En ello se diferencia drásticamente del islam, donde la subordinación del individuo a la comunidad es absoluta.
Pero del mismo modo que el progresismo trata de apropiarse en su beneficio del prestigio de la ciencia, adulterándola sin recato, así ha procedido con el cristianismo. Ha sabido presentarse, en parte por astucia y en parte por confusión bienintencionada, como una secularización racionalizadora de la religión cristiana, como una doctrina acorde con el verdadero sentido de los evangelios, que bastaría expurgar de contenidos sobrenaturales, teológicos y, en general, supuestamente deudores del contexto histórico-cultural en que fueron escritos. Incluso se atreve a acusar a la Iglesia de haber secuestrado y deformado el “verdadero mensaje” de Jesús, que al parecer sólo los progresistas saben interpretar adecuadamente.
A pesar de lo grosero de esta manipulación, son muchos los cristianos que caen en ella, que sienten que el progresismo es la “traducción” política natural de sus creencias religiosas[3]. No quieren ver que esta ideología fundamentalmente materialista actúa en realidad como un seudocristianismo, una doctrina que se presenta engañosamente con algunos rasgos propios de la fe cristiana (por ejemplo, en la actitud aparentemente coincidente hacia los pobres, los extranjeros, los pecadores, etc.), pero cuya finalidad es suplantar la auténtica doctrina cristiana por el culto idolátrico antes descrito.
A fin de no alargarnos más, bastará un solo ejemplo para comprender lo que tratamos de explicar. El cristiano está en contra de tratar injusta o abusivamente a cualquier persona, incluidas los delincuentes, o aquellas que considera como pecadoras, por ejemplo prostitutas u homosexuales, aunque esto no le impida desaprobar sus conductas o modos de vida, tal como enseñan las Escrituras y el magisterio de la Iglesia.
En cambio, el progresista sostiene que para impedir la discriminación y las injusticias, debe modificarse la percepción y el estatus social de colectivos supuestamente marginados. Así, se trata de “dignificar” a las prostitutas como “trabajadoras del sexo”, o de “normalizar” la homosexualidad, confiriéndole tanta respetabilidad como a las relaciones conyugales entre hombre y mujer. Sólo superando los “prejuicios” contra estas personas podemos garantizar un mundo en el que no sufran injusticias ni vejaciones de ningún tipo, nos dicen.
Para que esta estrategia funcione, se necesitan dos cosas. En primer lugar, convertir las injusticias que sin duda han sufrido las minorías en todos los tiempos en una opresión estructural, causante de todas sus desgracias, incluso en las sociedades más tolerantes. Por ejemplo, si determinados estudios muestran mayores índices de mortalidad y particularmente de suicidios entre homosexuales o transexuales, esto se interpreta como una consecuencia del acoso social sistemático que supuestamente sufren, y se rechaza airadamente y apriorísticamente cualquier explicación alternativa, basada en los mayores riesgos de enfermedades de transmisión sexual, de depresiones motivadas por la inestabilidad de las relaciones, etc.
Análogamente, si la mayoría de los atentados terroristas son cometidos por islamistas, esto se pretende explicar atribuyéndolo a causas como la pobreza, el racismo, el colonialismo, etc., y se exculpa al islam de cualquier responsabilidad, presentándolo como una “religión de paz”. Cualquier crítica hacia las creencias (que es siempre legítima, necesaria y totalmente compatible con el respeto a las personas), así como cualesquiera medidas de seguridad, pueden así ser tachadas de islamófobas[4]. Lo cual no deja de contrastar con la virulencia con la cual se trata a los cristianos que no se dejan seducir por el espejismo progresista.
En segundo lugar, la posición progresista requiere por definición transformar la sociedad, mediante la educación y la legislación, a fin de que esa “normalización” sea efectiva. Y esto sólo puede hacerse en contra de los discrepantes, limitando como hemos visto las libertades educativa, de expresión y religiosa. El totalitarismo “blando” que preconiza el progresismo (un “mundo feliz” huxleyano donde no se requeriría coacción para mantener el orden social) empieza invariablemente por mostrarse duro frente a la mínima oposición o resistencia que se encuentra. Y por supuesto, la soñada sociedad perfecta y reconciliada nunca termina de llegar.
Todo utopismo, sea el comunismo o el “progresismo 3.0” de nuestros días, promete un futuro radiante donde no serán necesarias policías ni cárceles. Pero a fin de alcanzar esa utopía, de momento hay que doblegar sin compasión a los contrarrevolucionarios, los burgueses, los fascistas, los machistas, los homófobos, etc. Tienen que perder su trabajo, su reputación y, si eso no es suficiente, ser “reeducados” o recluídos, cuando no exterminados.
Por si no fuera suficiente, al castigo añaden la afrenta. Esa arrogante desfachatez con la cual pretenden que la ciencia está de su lado. Y esa insufrible blasfemia de que Jesús fue un mero protoprogresista.
[1] Según Karl Popper, las teorías científicas se caracterizan porque están formuladas de tal modo que corren el riesgo de quedar refutadas por determinadas observaciones o experimentos cruciales. Una teoría inmune a ser refutada no es científica, aunque eso no significa necesariamente que sea seudociencia. Lo característico de la seudociencia, además de no ser verdadera ciencia, es que pretende hacerse pasar por ella. Popper, a diferencia de los positivistas, no rechaza la metafísica o la religión; sólo propone un “criterio de demarcación” entre lo que es ciencia y lo que no.
[2] Inmersos en una cultura de la imagen, tendemos a olvidar su poder. Cuando en televisión se habla del cambio climático o de la pobreza en el mundo como un supuesto efecto de la economía de mercado, es ya habitual que se ilustren tales discursos con imágenes de archivo de terrenos cuarteados por la sequía, o de niños famélicos. Aunque la imagen carezca de cualquier valor probatorio, por sí sola refuerza la credibilidad de las palabras, y genera sentimientos de rechazo hacia cualquiera que discrepe de ellas, como si cuestionar determinadas teorías sobre las causas de la sequía o del hambre equivaliera a la insensibilidad y la falta de empatía hacia esas realidades y las personas que las padecen.
[3] Este fenómeno puede incluso estar más extendido entre sacerdotes que entre laicos, al contrario de lo que podría pensarse. Los no creyentes y los cristianos no practicantes suelen tener una idea estereotipada del clero como un colectivo de ideas conservadoras, especialmente en cuestiones morales. Los católicos practicantes sabemos que no es así, y estamos habituados resignadamente a homilías dominicales de contenido más “social” que espiritual, en las que se repiten los viejos mantras de la izquierda, como que hay pobres porque hay ricos, y donde es rarísimo que se critique el aborto o se defienda la familia natural. El papa actual, Jorge Beroglio, con su discurso apenas indisimuladamente antimercado, su encíclica “ecologista” y su defensa de la permisividad pastoral con las parejas que conviven fuera del matrimonio (aunque evite con cautela contradecir explícitamente la doctrina del catecismo), es sólo un exponente de este clero, sobre todo el de más edad, que ha interiorizado el discurso progresista desde los sesenta. Las consecuencias que se derivan de ello para la unidad de la Iglesia católica pueden llegar a ser gravísimas.
[4] Hay razones para suponer que el islamismo es ante todo una reacción defensiva del mundo islámico ante el progresismo de Occidente, que percibe no sin parte de razón como una ideología decadente y colonialista. El progresismo, paradójicamente, parece evitar un choque frontal con el islam, al que trata con mucha mayor delicadeza que al cristianismo. Se diría que ve al primero como un aliado en su lucha contra la moral judeocristiana, o que secretamente admira su asertividad y sus métodos terroristas, que recuerdan a los de la extrema izquierda de décadas pasadas. El islam es un pretexto perfecto para imponer medidas laicistas radicales que perjudican igual o más al cristianismo, o bien para permitir, en nombre de un respeto por la libertad religiosa más bien hipócrita, que el cristianismo deba competir por el espacio público con otra religión, pese a que de momento sea minoritaria en Europa. Se trata de un dilema diabólico entre un laicismo y una libertad religiosa trucados, pues tratan a las dos religiones como si tuvieran el mismo valor.
Alternativos versus progresistas
Una violinista callejera fue multada con cien euros en Tarragona, hace escasos días. Entre los comentarios indignados que generó la noticia en las redes sociales, me llamó la atención uno que traduzco del catalán: “¿No os parece que retrocedemos a un conservadurismo impropio del siglo XXI?”
Lo primero que pensé al leerlo fue: ¿qué diantres tiene que ver el conservadurismo con multar a un músico callejero? ¡Cuando a las escuelas de música se las llama, no sé si del todo casualmente, “conservatorios”! Supongo que la cosa va de ridiculizar el Orden (concepto metafísico) rebajándolo a la categoría de ordenanza municipal, concepto administrativo. Aunque más bién hay algo de arrimar el ascua a la sardina del progresismo rutinario: nunca desaprovechemos la ocasión de zurrarle al conservadurismo, atribuyéndole toda mezquindad y estrechez de miras.
Pero admitamos el hecho: sea cual sea el significado que queramos darle al término conservador, su descrédito es ya algo irreparable. En nuestro tiempo, “progresismo” ha absorbido semánticamente todo lo bueno, de modo que para el antónimo “conservadurismo” sólo queda obviamente lo malo.
De todos modos, en una época en que el progresismo ha devenido de facto en religión de Estado, para un conservador hay probablemente menos cosas a conservar que a reformar. Hoy los verdaderos antisistema no son las fuerzas de choque ultraizquierdistas, que sólo reclaman más de lo mismo (o sea, lo que ya ofrece la derecha cuando gobierna: más gasto público, más ideología de género, más buenismo multicultural, etc.) sino los “conservadores” que van a contracorriente de estas tendencias.
Así las cosas, los que no somos progresistas, si queremos reducir nuestra desventaja semántica en la batalla por las ideas, deberíamos encontrar un nombre atractivo, libre tanto de confusiones como de connotaciones groseras, y que sirva igual para un ensayo reposado que para el fragor mitinero.
Confieso que había desesperado de encontrar tal palabra, cuando los acontecimientos políticos en Estados Unidos han venido a sugerirnos una solución. La llamada alt-right (derecha alternativa), que ha proporcionado parte de su munición teórica al presidente Donald Trump, es un batiburrillo de ideas al cual hay que asomarse con todas las prevenciones. Pero una cosa está clara: la alt-right ha puesto en evidencia que el progresismo, en contra de su cháchara revolucionaria y transgresora, se identifica hoy con el establishment cultural y político. La ONU, la UE, los gobiernos nacionales y regionales, las multinacionales como Google, Microsoft, Facebook, etc., los medios de comunicación, el cine, la enseñanza, la Universidad: en todas partes el progresismo hace las veces de ideología oficial o por defecto.
Propongo formalmente que quienes disentimos de este progresismo dominante adoptemos el nombre de guerra de alternativos, y que nuestra ideología se denomine alternatismo. Porque es lo que más visiblemente somos, la única alternativa verdadera al progresismo erigido en pensamiento único. Déjenme aclarar desde el primer momento un previsible malentendido. No se trata de descubrir la sopa de ajo, ni tampoco de mimetizar provincianamente la última moda venida de los Estados Unidos. No estoy sugiriendo importar nada, sólo estoy inspirándome en un término para introducir un neologismo libre de cualquier servidumbre original, o al menos todo lo libre que pueda estarlo una palabra que no sea una pura creación fonética de la nada. (De las que hay poquísimas, y generalmente marcas comerciales.)
Alternatismo es ante todo, como he dicho, un nombre de guerra, una palabra útil para la batalla por las ideas, o si se quiere un lenguaje menos guerrero, para la mercadotecnica ideológica. Pero el pensamiento alternativo no es una mera reacción negativa al progresismo, no surge después de este, sino que, por decirlo así, ya estaba allí antes, mucho antes. Otra cosa es que a veces, por una suerte de mecanismo psicológico, necesitemos confrontarnos con el error para descubrir la verdad. En este sentido, pero sólo en este, el alternatismo es reaccionario. Reacciona contra el progresismo para redescubrir una verdad que este ha ocultado o desfigurado.
Vayamos ahora al meollo del asunto. ¿Cuál es esa verdad que defiende el alternatismo? En primer lugar, hay que decir que la verdad es una sola, universal y atemporal. Esto puede sonar incluso “progresista”, en el sentido ilustrado que defiende Juan José Sebreli, en agudo contraste con el relativismo cultural de pensadores como Spengler, quien en su obra La decadencia de Occidente negaba incluso la universalidad de las matemáticas. Y al que, por cierto, algunos sitúan entre los referentes de la alt-right, o de su prehistoria; por eso decía yo lo del batiburrillo y las necesarias prevenciones.
En realidad, fue la propia Ilustración la que, al oponer falazmente razón y cristianismo, sembró la semilla de su autodestrucción. Por un lado, defendía el universalismo, pero por el otro, en sus versiones más combativas, atacaba aquello que fundamenta este ideal, el dogma de la creación divina del hombre. El relativismo contemporáneo no es un cuerpo extraño, algo ajeno a la Ilustración, como quiere pensar Sebreli, sino un fruto de su irresoluble contradicción íntima. Por eso, el alternatismo no es ilustrado pero tampoco puede ser antiilustrado. La Ilustración, sin saberlo, estaba socavando a la razón cuando creía socavar a Dios. Pero los reaccionarios que se rebelan contra la razón acaban también, inevitablemente, postergando a Dios. Por eso a veces encontramos paralelismos tan significativos entre la extrema derecha y la extrema izquierda.
El progresismo no nace casualmente en Occidente, sino que es un intento de cortocircuitar la conexión entre Dios y la razón, donde reside precisamente la esencia de nuestra civilización, el origen de todo lo mejor que ha producido: el humanismo, la revolución científica, la libertad individual y la igualdad ante la ley. No puedes cargarte la fe cristiana sin cargarte la razón, y viceversa. Y esto, que los progresistas son congénitamente incapaces de entender, tampoco lo entienden muchos contraprogresistas, o aprendices de contraprogresistas, a los que no deseo conceder el título de alternativos.
Si el alternatismo quiere ser algo más que una herejía del progresismo para disputarle el poder, tiene que ser cristiano. Porque dos son las fuentes de la verdad: la experiencia y la Revelación. Cuando niegas la segunda, o la pones entre paréntesis, renuncias a cualquier interpretación unívoca de la primera. De ahí nacen el relativismo y el nihilismo, incluso la propia negación de la experiencia, que es llevada al extremo por el freudomarxismo del «género». Esto es el error esencial del progresismo, que lo convierte en una ideología totalitaria. Cuando se abandona la fe en el Dios cristiano, todo es posible, todo es discutible, todo puede cuestionarse, incluso el sentido común y lo que observamos con nuestros propios ojos. No en vano, Descartes, uno de los padres de la modernidad, sólo pudo escapar de su estéril duda metódica mediante la demostración de la existencia de Dios. Se olvida frecuentemente que del “pienso, luego existo” (del yo encerrado en sí mismo) no pudo deducir absolutamente nada, ni siquiera la realidad del mundo externo. Descartes necesitó encontrar la idea de un Ser infinito en su mente para poder salir del pozo en que él mismo se había metido.
El alternativo admite con el cristianismo que la naturaleza del hombre es espiritual y material a la vez, y que en su forma plena el espíritu domina a la materia, aunque sin negarla. No piensa así el progresista, para quien sólo existe o cuenta la dimensión material, y por lo tanto no tiene sentido reprimir los propios impulsos, salvo por razones estrictamente socializadoras. De ahí procede la revolución sexual, que ha llevado a la crisis de la familia, la desproteccón de la infancia y el invierno demográfico. Un mundo en el que se forman menos familias y se rompen más, en que los niños no son protegidos en el útero y cada vez menos fuera de él, donde se promueve que no conozcan a su padre biológico y se atenta contra su inocencia en la escuela, es un mundo pervertido. Y esto lo han logrado los progresistas, orgullosísimos de sus “conquistas”.
Un alternatismo que no empiece por oponerse radicalmente a esto, a esa “hidra de muchas cabezas” que es la ideología de género, como la ha definido con acierto Alicia Rubio, no merece este nombre. ¿Cómo nos opondremos, por lo demás, al expansionismo del Estado, si no defendemos el principal baluarte del individuo, que es la familia? El estatismo es sólo la otra cara de la moneda del hedonismo huxleyano, de ese embaucador libertarismo que al final sólo consigue hacer al individuo más y más dependiente de un Estado que le garantiza siempre nuevos “derechos” ilusorios, a costa de los únicos derechos de verdad, que son la vida desde la concepción a la muerte natural, la libertad de pensamiento y la libertad de mercado.
Para atacar esta última, la libertad de mercado, el progresismo ha elaborado dos estrategias geniales. Uno es el igualitarismo de hecho (que comprende tanto la ideología de género como el socialismo, en sus distintos grados) y el otro es el ecologismo. Para el alternativo cristiano, todos somos iguales en dignidad, como hijos de Dios, sean cuales sean nuestras diferencias empíricas (sexuales, raciales, sociales o culturales). Sin embargo, el progresista, al negar la trascendencia, para defender la igualdad tiene que acabar negando histéricamente las diferencias empíricas, lo cual sólo puede hacerse mediante una ingeniería social despótica y frustradora.
La mayor trampa del progresismo es hacer pasar su igualitarismo por una mera secularización del mandato evangélico a favor de los pobres, trampa en la que cae con todo el equipo una parte de la propia Iglesia, y organizaciones como Cáritas o Manos Unidas, con un discurso cada vez más contrario a la propia esencia de la caridad, que no tiene nada que ver con imponer transformaciones sociales desde el poder político. Transformaciones que encima, al desconocer las leyes naturales del mercado, consiguen efectos contrarios al pretendido, aumentando la escasez y por tanto la pobreza. Como dice Vittorio Messori: “No hay nada menos cristiano que el revolucionario político, el que quiere cambiar todo y a todos, menos a sí mismo.»
Asimismo, al reducir al hombre a su dimensión animal, el materialismo progresista equipara unos supuestos derechos de la naturaleza a los derechos del hombre, que no son más que otra vía para justificar el intervencionismo ilimitado del Estado en la economía. Si además convencemos a la sociedad de que el planeta está en peligro por culpa de la acción del hombre, se le podrá imponer cualquier sacrificio o arbitrariedad con la mínima resistencia. De ahí que la teoría antropogénica del cambio climático haya sido elevada a rango de dogma político, cuya discusión se intenta impedir por medios dictatoriales parecidos a los empleados con la ideología de género. Nadie discute la necesidad de preservar el medio ambiente, que en un país como España empieza por algo tan sencillo como que dejemos de arrojar mierda en cada centímetro cuadrado más allá de la puerta de nuestra casa, algo inaudito en otros países y que debería avergonzarnos. Sólo esto haría más por un entorno limpio que todas las medidas vejatorias contra los vehículos privados que tanto gustan a los Ayuntamientos.
Por último, el alternatismo defiende la igualdad de todos los hombres, pero no la equiparación moral de todas las culturas, creencias y opiniones, lo que conduciría a negar la propia verdad universal en que se asienta esa igualdad. Si todas las culturas son igualmente respetables, entonces también lo serán aquellas en los que la mujer está considerada inferior al hombre, por ejemplo. El multiculturalismo, bajo el pretexto de combatir el eurocentrismo, lo que supone en la práctica es desvalorizar y denigrar la cultura occidental, la única que no tendría derecho a ser defendida, ni siquiera en su propio territorio. También aquí se nos quiere vender como aplicación del precepto cristiano de acogida al extranjero lo que no es más que permitir una invasión islámica apenas encubierta, y una omisión de los Estados del deber de proteger a sus ciudadanos mediante el control de las fronteras y otras medidas de seguridad.
El alternatismo coincide en la crítica del multiculturalismo con la derecha identitaria, pero si ésta, al igual que la derecha establecida, pretende mostrarse “transversal” en cuestiones morales como el aborto o las políticas LGTB (tal como se proclamó en el reciente congreso del PP), si se apunta a medidas de populismo económico o de carácter ecologista, como el FN francés (contrario al fracking y a los transgénicos), no será ninguna alternativa al progresismo ateo, sino una mera mutación oportunista de éste, una reincidencia en los mismos errores que constituyen la causa última de nuestra debilidad, y que el islamismo no hace más que aprovechar.
El alternatismo no es una moda, no se reduce a Donald Trump, Marine Le Pen, Geert Wilders, Fraude Petry, Norbert Hofer ni Viktor Orban. El alternatismo es ante todo la necesidad imperiosa de nuestra civilización de romper con la dictadura cultural progresista y de reencontrarse con sus raíces. Pero sí puede que algunos de estos líderes acaben representando esto, al menos en parte, o de manera más o menos imperfecta. Puede que efectivamente haya “en marcha una revolución ideológica que acaba con 50 años de supremacía del sesentayochismo”, como diagnosticaba Hermann Tertsch en su cuenta de Twitter mientras yo escribía esto. Dios lo quiera.
El chantaje emocional como arma ideológica
Desde que nacen, todos los niños emplean el llanto como medio para conseguir de sus padres lo que desean. Si pasamos al ámbito del debate ideológico, existen hoy numerosos grupos (feministas, LGTB, etc.) que recurren a un medio análogo para lograr sus fines. Si dices algo que ellos no quieren escuchar, se declaran sumamente ofendidos. Por ejemplo, imaginen que yo afirmo, en un medio de gran audiencia, que lo mejor para los niños es crecer con su padre y con su madre. Pues bien, inmediatamente saltarían las consabidas asociaciones de familias monoparentales y homoparentales clamando al cielo porque se consideran insultadas y hasta vejadas. Es probable incluso que me acusaran de un “delito de odio”, sugiriendo que por haber proclamado tal obviedad, estoy azuzando persecuciones y actos violentos contra determinadas personas. Pero la cosa es aún peor: hay políticos y jueces que están dispuestos a escuchar a tales individuos y a darles la razón.
Naturalmente, el número de grupos que pueden sentirse ofendidos no tiene límites. Recientemente hemos visto cómo un juez inmovilizaba un autobús de la asociación cívica HazteOír por unos rótulos donde simplemente se enunciaban unos hechos objetivos: que los niños tienen pene y las niñas vulva. Como un resorte, el aparato mediático definió el autobús como “transfóbico”, es decir, ofensivo hacia las personas que se sienten de un sexo distinto al biológico, una ínfima minoría de la población. Pero las asociaciones de transexuales, conviene destacarlo, no sólo hubieran querido que este autobús no pudiera circular (cosa que un juez indigno de tal nombre les condeció), sino que se metiera en la cárcel a sus fletadores.
De momento, el garantismo judicial hace muy difícil encarcelar a nadie por sus opiniones. Pero todo es cuestión de que los legisladores se pongan a la tarea, y de que los tribunales empiecen a sentar jurisprudencia. Ahora sigan imaginando que yo digo que los regímenes comunistas asesinaron en el siglo pasado a cien millones de personas. Alguien podría afirmar que esto ofende a los comunistas, y que promueve el odio contra ellos… Como decía, no hay límites teóricos a lo que cualquiera puede interpretar como ofensivo.
Volvamos al ejemplo anterior. Si yo sostengo que lo mejor para un niño es tener una madre y un padre, los gais que tengan un hijo o las madres que hayan decidido criar solas al suyo, pueden previsiblemente sentirse molestos con ello. Implícitamente, estoy diciendo (lo reconozco) que estas personas no ponen por encima de todo el bien del menor, sino sus propios deseos y preferencias egoístas. Aun así, sigo negando que esto sea una ofensa, en algún sentido legal. No basta con que alguien se sienta ofendido para que de ello se deriven consecuencias legales, pues si así fuera, estaríamos al albur de la subjetiva hipersensibilidad (real o fingida) de cualquiera, y el ejercicio de la libertad de expresión sería imposible.
Ofender, en sentido jurídico, debería implicar expresiones manifiestamente insultantes, o afirmaciones sobre hechos no probados que comprometan de manera grave y objetiva la reputación de terceros, como cuando digo que tal señora es puta, o que obtiene dinero a cambio de favores sexuales. Esto es una ofensa, y lo demás son tonterías. Es evidente que frases como “los niños necesitan de un padre y una madre”, o “los niños tienen pene y las niñas vulva”, no son ningún insulto ni dicen nada malo de nadie. Ahora bien, que alguien, como la presidenta de la comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, pueda considerar que la segunda expresión sea una “provocación impresentable”, es una medida de su grado de respeto a la libertad de pensamiento. Es la prueba del nueve de que nos encontramos ante una mentalidad totalitaria. Siempre es bueno saberlo.
Los progresistas están demasiado acostumbrados a utilizar el chantaje emocional para imponer sus arbitrariedades despóticas. Cada día están dispuestos a avasallar algún derecho individual, con el pretexto de proteger el último neoderecho de su invención, es decir, un nuevo privilegio hacia algún grupo de presión especialmente gritón. Son como niños malcriados que amenazan con llorar y patalear si no se les da la razón. El problema es que esta clase de niños, si no son corregidos, se convierten en monstruos. Estamos criando monstruos.
¿Progreso moral o aculturación progresista?
No existe algo así como el “progreso moral”. Con esto no pretendo señalar el trivial contraste entre el progreso tecnológico, por un lado, y las injusticias, el hambre y las guerras, por otro. Efectivamente, algunas de estas calamidades, que conocemos a diario con sólo encender el televisor, demuestran que no ha existido el progreso moral. Pero lo que yo afirmo es mucho más radical: que tal progreso de las ideas morales no puede existir, o más exactamente, que es un concepto en sí mismo erróneo.
En primer lugar, es preciso no confundir los efectos del progreso tecnológico con un supuesto progreso moral. Por ejemplo, el aumento de la productividad y de la riqueza ha permitido, en los países más desarrollados, prohibir el trabajo infantil. No es que nosotros queramos más a los niños que nuestros abuelos, es que hoy podemos permitirnos el lujo, afortunadamente, de que nuestros hijos vayan a la escuela hasta los dieciocho años o más. Incluso las leyes penales eran más duras en el pasado, porque también lo eran las condiciones de vida de la mayor parte de la población, y por tanto unos castigos menos severos y unas cárceles más confortables, además de inasequiblemente costosas, hubieran tenido menor poder disuasorio.
En segundo lugar, hay que distinguir también entre progreso moral y lo que llamaré aculturación progresista. Los antropólogos denominan aculturación al proceso por el cual una cultura se impone a los habitantes de un territorio, sustituyendo a la cultura indígena. Aquí me refiero al proceso por el cual una minoría intelectual, desde hace dos siglos, ha impuesto la ideología progresista a las sociedades occidentales, desplazando en gran medida a la cosmovisión judeocristiana.
En nuestros días se ve como algo odioso la persecución de determinadas minorías, o simplemente las actitudes de menosprecio o burla hacia ellas, incluso cuando no tienen mayores consecuencias. Pensemos, por ejemplo, en las personas homosexuales. Sin embargo, esto no es debido a que hoy seamos más respetuosos con la intrínseca dignidad del ser humano, sino a que ya no se cree que la homosexualidad sea un pecado, ni siquiera que sea algo socialmente inconveniente. Sí, somos aparentemente más tolerantes hacia las creencias o conductas diferentes a las nuestras, pero eso es porque nosotros mismos no creemos demasiado en nada. Lo cual propiamente no es tolerancia, sino relativismo o escepticismo.
Muchos piensan: benditos sean el relativismo y el escepticismo si gracias a ellos dejamos de perseguir a las personas por sus ideas religiosas, filosóficas o políticas, o por sus inclinaciones sexuales y sus costumbres; y algo de razón tienen. Pero aquí se desliza fácilmente un error muy grave: pensar que somos moralmente superiores a nuestros antepasados, cuando simplemente juzgamos algunas cosas de manera diferente, y no siempre con más acierto.
Sí, hoy respetamos mucho más a las minorías sexuales, pero en cambio, hemos erigido, particularmente en las últimas cuatro décadas, una industria del aborto que es responsable de millones de muertes de seres humanos en gestación. Nuestros abuelos pensaban que el aborto era un crimen: nosotros lo subvencionamos y propagamos su práctica en todo el mundo.
Esto por sí solo bastaría para poner en cuestión nuestro “orgullo cronológico”, como decía C. S. Lewis para referirse a esa vanidosa idea de que nuestra época es moralmente superior a todas las pasadas. Y no podía ser de otra manera, porque como he apuntado, el propio concepto de progreso moral está viciado de origen. Los principios morales son eternos y universales. No pueden variar ni en el tiempo ni en el espacio, aunque lo contrario se diga de manera tan habitual como negligente, ni por tanto pueden progresar ni retroceder de manera acumulativa. Hay épocas de mayor o menor moralidad, como sucede con los individuos, pero no una evolución de la moralidad.
En todas las edades se ha comprendido, más o menos oscuramente, y sea cual sea la distancia entre esa comprensión y la práctica, que matar y robar es malo, que hay que respetar a los padres, que no es admisible mentir, que la castidad es algo santo. Sin duda, muchos desearían eliminar algunos de los Diez Mandamientos, o añadir otros nuevos. Pero llamar a esto progreso moral es ya un juicio de parte, de quien está previamente de acuerdo con ese discutible reformismo moral.
Para los progresistas, progreso es todo lo que suponga acercarse a su manera de pensar. Y en este sentido, efectivamente habría habido un “progreso”, pues Occidente no ha dejado de hacerse más progresista en los últimos tiempos, a costa del cristianismo. Mediante el dominio de la enseñanza y de los medios de comunicación, y con el uso de todo tipo de técnicas de manipulación emocional, incluyendo la caricaturización y deshumanización del adversario, el progresismo ha conseguido que para una mayoría de ciudadanos europeos, y una buena parte de americanos, la moral cristiana, especialmente en lo que se refiere a la sexualidad, sea considerada una superstición represora y caduca.
Los progresistas incluso han consegido convencer de ello a muchos cristianos nominales, y a una buena parte del clero católico, con Bergoglio a la cabeza, empeñados en “modernizar” la Iglesia para que de facto dejen de ser considerados pecados el adulterio, la práctica homosexual o incluso el aborto. Este sector progre eclesial no retrocede ante las mismas artimañas empleadas por sus compañeros seculares. Presentan a quienes creemos en el catecismo (mientras los progres no lo reescriban) como unos fanáticos que si no lapidamos a los adúlteros y no quemamos en la hoguera a los gais es porque no nos dejan. Es decir, han olvidado el que quizá sea uno de los principios fundamentales del cristianismo, la distinción entre pecado y pecador. Pretenden hacernos creer que sólo se puede amar a un pecador si fingimos que no lo es, si negamos el pecado. Pero ¿qué mérito tiene entonces ese amor?
Lo que los progres consideran progreso moral es en gran medida el olvido y el desprecio de la moral (tendenciosamente llamada “tradicional”, como si hubiera otras), impuestos arteramente –permítanme insistir sobre ello– de arriba a abajo, desde la industria de la comunicación y el entretenimiento, desde la escuela y la universidad, los gobiernos, las instituciones supranacionales e incluso desde una parte del clero, a fin de convertir en normales muchos comportamientos que hasta hace dos días eran anormales, e incluso aberrantes. Y lo que es peor, para prohibir la discrepancia bajo el pretexto de combatir supuestos “delitos de odio”, un engendro jurídico que, de terminar consolidándose, acabará por completo con la libertad de pensamiento.
El ejemplo más claro y más grave de ello es la imposición de la ideología de género en los últimos años. Una superchería sin la más remota base científica, con la que se justifican el aborto, la “producción” de bebés en úteros de alquiler, los tratamientos hormonales de cambio de sexo en niños de diez años y a saber qué en el futuro próximo.
Esto puede acabar rematadamente mal. O bien nos dirigimos a toda velocidad hacia una distopía como la imaginada por Aldous Huxley en su célebre novela (aunque al parecer, no tomada suficientemente en serio) Un mundo feliz; o bien, en algún momento anterior de este proceso infernal, nuestra civilización colapsará y será pasto de la barbarie islamista.
Hay por supuesto una tercera posibilidad: que se produzca una reacción contra la aculturación progresista. No faltan posibles signos de ella, como la figura de Donald Trump, aunque todavía es pronto para interpretarlos con suficiente certeza. Debemos desconfiar, en cualquier caso, de quienes lo meten todo en el mismo saco del “populismo” para desactivar cualquier esperanza de una alternativa al paradigma progresista. Conviene discriminar, distinguir lo que vaya en la buena dirección, más allá de los inevitables errores y contradicciones. Y, claro está, no esperen tal sutileza de la inmensa mayoría de medios de comunicación.
La obscena instrumentalización política de la violencia de pareja
Los asesinatos de mujeres perpetrados por sus parejas o exparejas alcanzaron el mes pasado, en lo que llevamos de año, el número de quince.
Un reportaje de tantos sobre el tema, publicado en La Vanguardia el 24 de febrero, bajo el título “Una marea violeta contra la violencia machista”, con tono reivindicativo y melodramático, daba voz a un grupo de mujeres acampadas en la Puerta del Sol, que llevaban entonces catorce días en huelga de hambre.
Sostenían esas activistas que la VdG es “un problema cultural que hay que abordar desde la infancia” y que la ley educativa del PP “eliminó de raíz la única asignatura que trataba la igualdad”. Y terminan proclamando, en un final apoteósico: “nos va la vida en ello… nos están matando”.
El gobierno, por su parte, se muestra como un alumno aplicado que hace sus deberes. El secretario de Estado Mario Garcés “apuesta por trabajar contra el machismo desde los seis o siete años” y por “luchar contra los micromachismos cotidianos y los estereotipos”.
Por supuesto, todo esto es demencial y estúpido. Nadie está matando a las mujeres de manera coordinada, o debido a una única causa, que resultaría ser un ancestral machismo supuestamente inculcado desde la cuna. Nadie, más allá de casos anecdóticos, educa a sus hijos varones, en el mundo occidental, en la idea del sometimiento de la mujer.
Nadie está educando a sus hijas para que se queden en casa haciendo la colada. Ni siquiera se las presiona para que elijan ser enfermeras o maestras en lugar de ingenieras o matemáticas. Toda esta retórica de la “educación sexista” y de las “barreras de género”, que condicionan la libertad de las mujeres, es un puro cuento, y hay que decirlo con esta contundencia para contrarrestar el clima de histeria antimachista reinante.
¿Por qué las feministas acampadas en la Puerta del Sol no se instalan ante la embajada de Arabia Saudí, o la de Pakistán? O aún mejor, en alguna barriada con una alta densidad de población musulmana. Si de verdad les preocupa tanto la suerte de las mujeres, deberían elegir mejor sus acciones, en lugar de empeñarse en criminalizar al varón nativo europeo.
Es terrible, quién lo niega, que una sola mujer sea asesinada por su pareja o expareja. Pero también lo es que muera cualquier persona violentamente, sea cual sea su sexo. En España hay un homicidio al día de media, y la mayoría de víctimas son masculinas. ¿Por qué nadie reclama hacer de ello una “cuestión de Estado”?
Mucho mayor es el número de suicidios (varios miles cada año), que también mayoritariamente afectan a los hombres. Por cierto, no veo al feminismo protestar por esta “brecha de género”, del mismo modo que tampoco clama al cielo porque haya muchos más hombres que mujeres sin techo, o en prisión.
La razón por la que no se hace cuestión de Estado (sea lo que sea que esto signifique) de las muertes violentas en general es que, aparte de que nuestro país puede presumir de cifras relativamente bajas, todo el mundo sabe que no hay una única causa de los homicidios ni los suicidios. Por tanto, no tendría sentido una estrategia única contra este problema.
Lo mismo sucede con la violencia de pareja, que si en algún caso puede tener un carácter machista, resulta harto dudoso que esto sea lo normal, en nuestra cultura. Carece de cualquier rigor dictaminar a priori que todo asesinato de una mujer a manos de su pareja o expareja está inducido por una determinada concepción ideológica.
Como señala el psiquiatra Pablo Malo, los estudios permiten concluir que el “homicidio de pareja íntima” es una “violencia multicausal”, es decir, que hay varios tipos de homicidas (delincuentes comunes, alcohólicos, depresivos con tendencia al suicidio, etc.) “Los datos”, afirma Malo, “refutan la tesis más extendida en nuestra sociedad de que la violencia de pareja se explica solamente de acuerdo a valores culturales/machistas”.
Esta tesis, convertida en doctrina oficial por la Ley Integral contra la Violencia de Género (LIVG), promulgada por Rodríguez Zapatero en 2004, no sólo es un error intelectual, sin mayor trascendencia que la académica. Al prejuzgar la causa de las muertes de pareja, sin necesidad de ninguna investigación caso por caso, no ayuda lo más mínimo a evitarlas. Antes al contrario, disuade la honrada búsqueda de medidas preventivas eficaces.
Pero además de inútil, la LIVG lesiona gravemente los derechos individuales, instaurando un procedimiento policial y judicial que mal haríamos en llamar inquisitorial, pues la Inquisición era más garantista. Estamos hablando de una ley que directamente elimina la presunción de inocencia del varón, que gradúa las penas según el sexo y que fomenta perversamente las denuncias falsas.
¿Por qué casi nadie denuncia esta locura? Como describe Alicia V. Rubio en su libro Cuando nos prohibieron ser mujeres… y os persiguieron por ser hombres (un festín de clarividencia y sentido común en el asfixiante clima de corrección política que vivimos), detrás de todo el montaje de la ideología de género hay mucho dinero e intereses creados, una verdadera industria dedicada a obtener subvenciones, cargos y, en definitiva, poder.
Especialmente revelador resulta acudir a los códigos deontológicos de algunos medios de comunicación, extractados por Rubio en su libro, y que por supuesto están condicionados por las generosas aportaciones de la publicidad institucional contra la VdG. En ellos se conmina descaradamente a los periodistas a ocultar cualquier información que contradiga la ideología oficial, así como a emplear la neolengua obligada.
El mayor peligro que acaso entraña la ideología de género es que de las “recomendaciones” de estilo pasemos, en un futuro próximo, a convertir en delito de opinión cualquier discrepancia de dicha ideología, venga de la cátedra, el periódico o el púlpito.
Las constantes campañas y escenificaciones de “alarma social” están claramente orientadas a este objetivo, que supondría el fin de cualquier libertad de pensamiento, bajo el pretexto de perseguir un fantasmal “crimen de odio”, apenas distinguible del orwelliano “crimental” (thoughtcrime).
Porque ya no se trataría sólo de este tema. Sentado el precedente, nada impide a los comisarios del progresismo prohibir cualquier pensamiento alternativo, o la mera expresión de hechos molestos para el pensamiento dominante, en relación con la “memoria histórica”, el islamismo, el cambio climático, el “género” o el aborto.
Se empieza no pudiendo decir que los hombres y las mujeres son psicológicamente distintos, y se acaba con que tampoco se puede decir que los primeros tienen pene y las segundas vagina. Pero eso es una exageración de ultracatólicos, por supuesto.