Feminismo coñazo

El progresismo se caracteriza por tomar un principio como bandera, deformarlo y convertirlo en algo irreconocible, cuando no opuesto. Así sucede en su negociado feminista. Lo que empezó siendo una reivindicación tan legítima y loable como la igualdad de derechos se convirtió, por influjo del marxismo, en una teoría de la lucha de sexos. Y esta teoría ha tenido un éxito aplastante.

Hoy es dogma de fe que las diferencias sociales entre hombres y mujeres (el “techo de cristal”, la “brecha salarial”, etc.) son consecuencia de un ancestral dominio de los primeros sobre las segundas, y no de las distintas prioridades e inclinaciones que ellas manifiestan espontáneamente. Y es dogma de fe también que las decenas de feminicidios que se producen anualmente en un país como el nuestro, cometidos por parejas o exparejas masculinas, son producto de una cultura machista que se resiste a desaparecer.

Los asesinatos machistas existen, por cierto, pero en su gran mayoría se perpetran en culturas como la musulmana, donde son conocidos como “crímenes de honor”. Entre los nativos del Occidente desarrollado, es poco probable que el hombre que mata a su mujer o exmujer se halle espoleado por una ideología de ese tipo, como tampoco quien atraca un banco necesita autojustificarse con ideas anticapitalistas, aunque algún caso se haya dado.

Pero lo más importante es que no hay, en nuestra civilización, algo así como una relativa comprensión o disculpa social del asesinato de una mujer, por motivos “pasionales”. Incluso es sumamente discutible que en el pasado hubiera más feminicidios, porque las concepciones sobre el «honor» quedaban en gran parte compensadas con otras de origen caballeresco y, por supuesto, cristiano, hoy menospreciadas por el progresismo. No podemos decir honestamente y a priori que un sujeto capaz de matar a su pareja o expareja, porque ésta ha decidido romper la relación, o por otro motivo, se sienta amparado mínimamente por una mentalidad machista generalizada.

Sin embargo, entre las autoridades y los creadores de opinión se ha instaurado una especie de histeria colectiva que recuerda a las cazas de brujas de siglos pasados, cuando determinadas actividades, como el curanderismo o la magia, eran catalogadas sistemáticamente como de carácter diabólico, lo que desencadenaba crueles persecuciones.

Hoy no existen ejecuciones públicas en la hoguera, pero sí se ha desarrollado en muchos países una legislación que, en nombre del feminismo igualitario, viola la igualdad ante la ley, entre otros derechos, y alienta la percepción de los hombres en general como maltratadores en potencia. Todo ello a fin de sastisfacer las demandas de grupos de presión radicales, que han convertido la guerra de sexos en un medio de acaparar subsidios públicos y cuotas de poder.

Lo peor de todo es que el feminismo tal como hoy se entiende –o si se quiere preservar el sentido originario, aunque dudo que sea ya posible, el ultrafeminismo– no sólo no contribuye a reducir los casos de violencia contra las mujeres, sino que exacerba algunas de sus causas. Una de ellas son las propias leyes que favorecen desproporcionadamente a la mujer en caso de ruptura de la pareja. Pero quizá la más decisiva, y que pocos se atreven a señalar, sea una extraviada concepción de la libertad sexual.

Actualmente se considera la promiscuidad como un derecho sacrosanto, especialmente si se es mujer u homosexual. En la televisión y el cine, que siguen siendo los medios más influyentes, se banaliza rutinariamente el sexo y se muestra incluso como modelo a las jóvenes y maduras más desinhibidas, que sólo tratan de “pasarlo bien”. Quien reprueba esta mentalidad es acusado invariablemente de machista e hipócrita (además de ultraconservador, ultracatólico y el repertorio habitual) por no juzgar con la misma vara de medir al hombre, cuyas hazañas amatorias supuestamente disculpa como simpáticas travesuras. Es decir, en lugar de un discurso que eleve las exigencias morales del varón se incurre decididamente en otro que pretende la igualación por abajo. El feminismo irónicamente promueve que la mujer imite al hombre incluso en lo peor, y no al revés.

Ahora bien, la relación entre la libertad sexual entendida como ausencia de normas y la violencia contra las mujeres no es difícil de intuir. Aunque la mayoría de hombres y mujeres comparten cualidades psicológicas muy similares, es un hecho estadístico conocido que entre los primeros hay una mayor variabilidad, es decir, mayor número de casos que se apartan de la media, para bien y para mal. Simplificando, hay más premios Nobel de Física varones que mujeres, pero también más delincuentes hombres que mujeres. Generalmente, las (y los) feministas explican lo primero como un ejemplo de una turbia discriminación sexista en las facultades de Física, mientras eluden significativamente considerar lo segundo. Tontas no son: la paridad en las cárceles no se encuentra entre sus reivindicaciones.

De lo dicho se deduce que las mujeres que coleccionan muchas parejas sexuales corren más riesgo, en comparación con los hombres de comportamiento similar, de cruzarse con un canalla seductor que las maltrate y que, en el peor de los casos, las asesine cuando ellas quieren poner fin a la relación. No es que los hombres muestren por término medio más tendencias criminales que las mujeres, ni que estén más dotados para la física y las matemáticas. Es que entre el sexo masculino se dan más desviaciones hacia los extremos. Por eso mueren más mujeres a manos de hombres que no al revés, aunque bien es verdad que los medios exageran la asimetría contabilizando sólo las víctimas femeninas. Y aunque los datos podrían dar un vuelco -quién sabe- si considerásemos los infanticidios y sobre todo el genocidio silencioso de los abortos provocados, casi siempre con la colaboración de las madres.

Sin embargo, cuando alguien propone rescatar valores como la castidad, el pudor y la mera prudencia, automáticamente se le acusa de estar criminalizando a la mujer por ejercer su libertad sexual. El procedimiento habitual, burdo pero efectivo, es generar el máximo ruido. Aunque lo llamen “polémica”, los medios suelen cuidarse de que sólo se escuchen con claridad las consignas emocionales de una de las posiciones, y por tanto sea imposible colocar un argumento que requiera un mínimo esfuerzo intelectual. El resultado es que quien trata de abordar determinadas cuestiones utilizando el sentido común y algunos datos objetivos, se expone a temibles consecuencias sociales, a menos que se inculpe y se retracte; y aún eso no le garantiza ninguna rehabilitación.

El dogma de la libertad sexual por encima de todo tiene como lógico desenlace una obsesión patológica por desligar la feminidad de la maternidad, hasta el extremo de considerarla como una imposición social, una construcción cultural que pretende reducir a las mujeres a su función reproductiva y bla, bla, bla. “Imposición” que se combate cebándose despiadadamente en los bebés nonatos, víctimas inocentes e indefensas del abyecto “derecho” al aborto.

Recientemente, un equipo de científicos de varios centros de investigación españoles, junto con la universidad holandesa de Leiden, ha publicado un interesante estudio[1], basado principalmente en escáneres cerebrales realizados en decenas de mujeres y hombres a lo largo de varios años, antes y después de ser padres. Los datos de dicho estudio suministran la primera evidencia de que el embarazo produce cambios de larga duración en el cerebro femenino, que implican probablemente habilidades relacionadas con el cuidado de los hijos. Al mismo tiempo, no se han observado modificaciones cerebrales en hombres que han sido padres, lo que descarta que se trate de un fenómeno inducido culturalmente, ajeno al sexo biológico.

Este estudio aporta una notable confirmación de la idea popular del “instinto maternal”. Aunque hablando con propiedad aquí no se trate de ningún instinto, lo cierto es que se han encontrado evidencias empíricas de que el cerebro de la mujer alcanza una especialización superior en la crianza de los hijos tras el embarazo. Algo que tiene que resultar forzosamente perturbador para el ultrafeminismo.

Prueba de esto último es la reacción que me encontré cuando me hice eco del artículo en mi modesta cuenta de Twitter, @Carlodi67, que no llega a los quinientos seguidores en el momento de escribir estas líneas. En los minutos y horas siguientes recibí decenas de respuestas, entre indignadas y sarcásticas, multiplicadas por centenares de retuiteos o “me gusta” de esas mismas respuestas, a cargo de una tropa de cuentas feministas radicales, como una llamada «Locas del coño». (Sic.)

La mayoría de ellas señalaban las presiones sociales que reciben las mujeres en edad fértil para ser madres. (En resumen, comentarios del entorno más o menos entrometidos, estilo “se te pasará el arroz”; nada especialmente insoportable, salvo quizás para adolescentes hipersensibles.) Otras declaraban, con cierto énfasis histérico, lo felices que eran por no tener hijos ni desearlos. Algunas aludían a las dificultades de conciliación laboral (que podrían reducirse, sin duda, pero siempre existirán en algún grado, mientras no se invente la bilocación) y no faltaban las que mostraban su escándalo ante –horror de los horrores– los muñecos de bebés para niñas.

Lo que tenían en común casi todos estos comentarios no era, como podría pensarse en un arrebato de generosidad, la defensa de la libertad individual frente a la colectividad, pues esta libertad no se le niega a nadie en nuestra sociedad. Lo sintomático era el malestar, incluso la indignación por el mero hecho de que alguien pueda considerar la maternidad como lo más maravilloso que le puede pasar a una mujer en la vida.

Imaginen que alguien opinara que la música es el arte más excelente, y acto seguido saltaran algunas personas con escasas aptitudes musicales, o simplemente poco interesadas en esa forma artística, tomándoselo como una ofensa personal. Que en lugar de decir: “pues yo prefiero la literatura, o la pintura”, denunciaran destempladamente estar siendo “ninguneadas” o “cuestionadas”; y además pretendieran que los demás cambiaran sus criterios para complacer su estrecha sensibilidad estética.

Cualquier mujer, al igual que cualquier hombre, puede con toda legitimidad decidir no tener hijos, evidentemente. Pero lo que no se puede exigir con sensatez es que la sociedad no valore especialísimamente la maternidad y la familia. Aunque sólo sea porque la que no lo haga será una sociedad enferma y abocada a la extinción.

[1] Elseline Hoekzema et al., “Pregnancy leads to long-lasting changes in human brain structure”, Nature Neurosciencie, advance online publication, 19/12/2016.

La reacción que necesitamos

Fernando Sánchez Dragó, en un artículo titulado “La reacción”, expone su interpretación del Brexit y la victoria electoral de Trump como una reacción pendular. Frente a la globalización, la inmigración y el multiculturalismo, habría llegado el momento de la soberanía, la identidad y la tradición.

Artículo en Actuall.

¿Es el nacionalismo intrínsecamente perverso?

Existe un viejo debate sobre la naturaleza de esas entidades que llamamos naciones, incluso si existen objetivamente, y sobre si el nacionalismo es algo intrínsecamente perverso, que no puede confundirse con el sano patriotismo, o bien debemos distinguir entre nacionalismos razonables (constructivos) y nacionalismos irracionales o espurios (destructivos).

Este debate vuelve a estar de plena actualidad en España debido a la actitud de rebeldía del gobierno autonómico de Cataluña, y también por la pujanza de la derecha identitaria en varios países europeos, provocada en buena medida por la inmigración masiva procedente de países musulmanes, así como por el triunfo en las elecciones de los Estados Unidos de Donald Trump, con un programa de fuerte contenido nacionalista.

Sin más preámbulos, paso a exponer mis opiniones al respecto en forma de cuatro tesis.

1) Debemos partir de la base de que las naciones existen y no se fundan exclusivamente en meros sentimientos identitarios. Me parece muy acertada la definición de nación que ofrece Pío Moa:

“Nación es una comunidad cultural aceptablemente homogénea (lengua, tradiciones, costumbres, derecho, religión, etc., generadores de sentimientos de unidad e identificación entre sus individuos), discernible de las vecinas, y dotada de un estado.”[1]

Obsérvese que uno de los elementos definitorios de nación, para Moa, es tener Estado propio. Así pues, el concepto de nación sin Estado sería un contrasentido. Según este autor, las naciones surgen por un proceso histórico espontáneo, no como consecuencia de la ideología nacionalista, ni de la existencia de ningún derecho de autodeterminación.

Otro rasgo de esta completa definición es que, si bien Moa reconoce la importancia del ingrediente sentimental, considera que este tiene una base objetiva, pues se origina en una realidad cultural previa. Es decir, no basta con que una comunidad se sienta nación para serlo; en todo caso, ese sentimiento será el efecto, no la causa de la existencia objetiva de la nación. El sentimiento por sí solo puede estar basado en ideas fantasiosas, como que la supuesta nación a la que pertenezco está oprimida por otra que le impide constituirse en Estado.

Es normal que los nacionalistas separatistas apelen a la importancia del sentimiento, pues sin ello no pueden justificar que su nación no sea una ficción. Sin embargo, al utilizar sistemáticamente la mentira para conseguir sus objetivos (Madrid ens roba, etc.) están rindiendo tributo a la concepción de que una nación es algo más que unos sentimientos. Tienen que inventarse una historia mítica y falsear los hechos para demostrar que efectivamente Cataluña existe como nación desde hace siglos, y no sólo porque un determinado porcentaje de catalanes haya desarrollado un sentimiento caprichoso de identidad nacional.

Más sorprendente resulta que algunos nieguen la existencia de las naciones porque consideran que el nacionalismo es en sí potencialmente peligroso. Estos tenderán a negar no sólo que exista la nación catalana o la vasca, sino también la nación española, al menos como algo más que un sentimiento identitario. Esta posición recuerda a los que, en su empeño de combatir el racismo, niegan que existan siquiera las razas humanas. Pero afirmar que existen diferencias raciales no significa sostener que alguna raza deba dominar a otras. Del mismo modo, reconocer que existan naciones no implica, de entrada, alinearse con el bellaco lema my country, right or wrong.

Esta forma de razonar negando la existencia de algo que nos incomoda está mucho más extendida de lo que pudiera pensarse. Hay quien niega la existencia de Dios, entre otras razones, porque algunos fanáticos matan en su nombre. Otros niegan las diferencias entre los sexos, reduciéndolas a una construcción cultural que denominan “género”, porque ven en ellas la justificación de comportamientos sexistas, o supuestamente tales. Y hay quienes niegan que la pobreza tenga causas objetivas (como la productividad económica, las limitaciones técnicas, etc.) y sostienen que se trata exclusivamente de un problema de “voluntad política”, que se solucionaría en poco tiempo si los gobernantes y poderosos lo quisieran de verdad.

Pues bien, creo que estas negaciones son un error fundamental. No porque creas que la pobreza es algo “artificial”, con culpables siempre claramente identificables (aunque los haya en casos concretos, por ejemplo en regímenes socialistas, donde las autoridades tienen una innegable responsabilidad en las privaciones económicas de la población), deploras más la pobreza que nadie. No porque no creas en Dios detestas más el yihadismo que un cristiano o un judío. No porque sostengas que hay diferencias genéticas psicológicas entre hombre y mujer eres un machista. Y no porque admitas la existencia objetiva de las razas y las naciones eres necesariamente un racista o un nacionalista furibundo.

2) Si las naciones existen objetivamente, el nacionalismo debe definirse por algo más que la aceptación de este enunciado meramente fáctico. Lo que caracteriza el nacionalismo es la idea de que toda nación debe tener un Estado propio. Esto implica en algunos casos sostener que puede haber naciones que no tienen (todavía) un Estado, en contra de la definición de Moa. Pero lo fundamental de esta concepción es su carácter normativo: las naciones deben mantenerse independientes y territorialmente íntegras.

No se nos puede escapar que el nacionalismo, así entendido, es una fuente de potenciales conflictos territoriales y civiles. Pero de ahí a sugerir que el nacionalismo es una ideología criminógena hay un paso tan fácil de dar como abusivo. Hay un cierto antinacionalismo que recuerda a las obsesiones antidiscriminatorias de la corrección política, que en cualquier leve muestra de supuesta discriminación racial o sexual ve ya un tierno rebrote del nazismo.

El nacionalsocialismo, cuya sombra está siempre torvamente presente en los debates políticos contemporáneos, no fue una ideología meramente reaccionaria ni nacionalista, por mucho que esta grosera simplificación le haya proporcionado  a la izquierda (y lo siga haciendo) sustanciosos réditos. El nacionalsocialismo fue una ideología de carácter marcadamente progresista y revolucionario, que propugnaba alumbrar un “hombre nuevo” basándose en principios cientifistas y colectivistas, rompiendo con los “prejuicios” liberales y judeocristianos, para lo cual propugnaba consecuentemente la eugenesia, la eutanasia y el genocidio sistemáticos.

La única diferencia importante entre el nazismo y la corriente principal del progresismo, tal como se entiende desde el siglo XIX, es que los nazis no creían en la igualdad, ni entre razas ni entre sexos. De ahí que pudieran parecer en algún aspecto retrógrados, como cuando su propaganda ensalzaba la función procreadora de la mujer. Pero en esto no tenían nada de ingenuos tradicionalistas, sino que eran decididamente pragmáticos; su concepción de la familia estaba por entero supeditada a los supremos intereses del Estado y de la raza.

Si Hitler hubiera sido un mero nacionalista a la antigua, se habría limitado a reclamar los Sudetes, Alsacia y Lorena, la anexión de Austria y poco más. No hubiera invadido media Europa, ni Rusia (¿qué interés tendría un nacionalista en conquistar territorios ajenos a su suelo patrio?), y tampoco habría exterminado a millones de seres humanos por no ser arios, concepto híbrido entre esoterismo y cientifismo que sobrepasa el marco de cualquier identidad nacional. Al nacionalismo se le puede acusar de haber desencadenado guerras territoriales, lo que no es poco mal, pero sugerir que también es responsable de los genocidios y atrocidades totalitarios no sólo sería injusto, sino que no nos ayudaría a entender cabalmente sus causas.

3) El patriotismo es una virtud, y el nacionalismo una ideología. Por tanto, pertenecen a categorías distintas, pero no sólo no son incompatibles, sino que siempre van juntos. Un nacionalista será necesariamente un patriota, porque amará a la tierra que él considera su nación. Y un patriota difícilmente podrá dejar de ser nacionalista, porque deseará que su nación sea independiente y esté unida. Pero al decir esto no estamos proclamando que el nacionalismo sea necesariamente algo bueno o malo. También la inteligencia es una virtud, y no siempre se aplica a buenas causas.

El nacionalismo y el patriotismo son censurables cuando, para conseguir sus fines, justifican cualquier medio. Por ejemplo, cuando recurren a la mentira inventando falsas historias nacionales o manipulando datos que permitan sostener la idea de un expolio fiscal. O cuando pisotean derechos lingüísticos de los habitantes de un territorio.

Pero el nacionalismo es claramente un bien cuando contribuye a que un Estado-nación permanezca fuerte y unido frente a agresiones externas o internas. Sin un sentimiento patriótico (que como hemos dicho está asociado al nacionalismo) ampliamente extendido entre la población, ninguna nación puede defenderse de una invasión, pero tampoco puede oponerse eficazmente a un gobierno que tratase tiránicamente de contrariar las costumbres y creencias del pueblo.

4) Los nacionalismos europeos no son incompatibles con cierta forma de unidad de Europa; al contrario, sólo podrá existir una Europa políticamente unida sobre la base de los Estados-nación. Porque Europa, a diferencia de los Estados Unidos de América, no es una nación. En mi opinión, Europa debería aspirar a una defensa común que no aboliera los ejércitos nacionales, así como a un mercado común que no tendría necesariamente que basarse en una política fiscal ni siquiera monetaria únicas; al menos no de manera forzada, como se ha hecho con países que no estaban preparados para la integración. En una Europa así concebida, basada en su realidad histórica y cultural, unos nacionalismos razonables (es decir, integrados en la cosmovisión clásica y judeocristiana, en la cual surgieron) no sólo no serían una amenaza, sino un elemento esencial, que neutralizaría la tentación de establecer una dictadura progresista con capital en Bruselas. Lo cual me lleva a la conclusión de este escrito.

El progresismo mundialista es un enemigo de los Estados-nación establecidos, porque chocan con su multiculturalismo relativista. El presidente húngaro Viktor Orban ha señalado lúcidamente que existe un empeño de la élite progresista internacional (políticos, intelectuales, medios) por destruir las identidades nacionales, así como la cristiana y la sexual. Quien crea que se puede defender el cristianismo y la familia mostrándose indiferente ante la suerte de los Estados-nación, está ya regalándoles a sus enemigos una ventaja decisiva.

No en vano los separatistas que pretenden destruir Estados-nación como España tienden a buscar alianzas progresistas e incluso se plantean concesiones a las comunidades islámicas para recabar su apoyo. Por eso, en la resistencia contra el progresismo mundialista y la inmigración musulmana que amenaza nuestras libertades, nuestra seguridad y nuestras costumbres, no habrá más remedio que contar con los viejos nacionalismos europeos. Y como toda elección humana, ello entrañará sus riesgos.

[1] Pío Moa, España contra España, Libros Libres, Madrid, 2012, p. 31.

La familia y lo que está en juego

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Acaba de publicarse en la editorial Sekotia el libro La batalla por la familia en Europa. La Manif Pour Tous y otros movimientos de resistencia, por Francisco José Contreras, editor, traductor y autor de dos de los artículos que componen esta obra.

Más que reseñar propiamente el libro, que recomiendo sin reservas por su raro equilibrio entre información de la más estricta actualidad y reflexión en profundidad, quisiera hacer dos apuntes. Primero, uno sobre el silencio absoluto (repito: absoluto) que los medios generalistas españoles, incluyendo la radio y televisión de la Conferencia Episcopal, han dedicado al inaudito movimiento de nuestro país vecino, La Manif Pour Tous (LMPT), la mayor movilización de nuestro tiempo en Europa a favor de la familia y contra la ideología de género-LGTB.

La servil connivencia de la gran mayoría de los periodistas, hasta los de línea supuestamente conservadora y católica, con el establishment políticamente correcto (ideología de género, socialdemocracia, cambio climático) hace mucho tiempo que ha adquirido proporciones más que notables. El fenómeno se intensificó durante el gobierno de Obama, quien a través de la secretaria de Estado Hillary Clinton instrumentalizó a la ONU para ponerla al servicio de la ideología de género. (Véase el último capítulo del libro, debido a Rubén Navarro.) No debe extrañarnos que cada vez más gente esté verdaderamente asqueada, y se decante hacia cualquier opción política que no sea mediáticamente respetable.

Por cierto que aquí se entrevé una diferencia decisiva entre unos populismos y otros, pese a que sesudos expertos se esfuercen en meterlos en el mismo caso. Unos tienen a prácticamente todo el gremio periodístico en contra (verbigracia, Trump), mientras que otros disponen de cadenas de televisión enteras a su servicio, donde parece que hasta duermen, como entre nosotros

Iglesias y Errejón

Populismos de Importación.

Razón: La Sexta

El segundo apunte va por el autor-editor del libro, Francisco José Contreras, el más conspicuo pensador liberal-conservador español de la actualidad. No digo esto a humo de pajas. Basta considerar algunos libros que ha escrito solo o en colaboración en los últimos cinco años: Nueva izquierda y cristianismo (Encuentro, 2011), con D. Poole. Liberalismo, catolicismo y ley natural (Encuentro, 2013), probablemente su obra más importante hasta el momento. ¿Democracia sin religión? El derecho de los cristianos a influir en la sociedad, varios autores, (Stella Maris, 2014). Y El sentido de la libertad. Historia y vigencia de la idea de ley natural (Stella Maris, 2014), también por varios autores, aunque cerca de la mitad del libro se debe a Contreras.

Que yo sepa, no hay actualmente en España ningún intelectual de nivel parejamente contrastado (catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, numerosas publicaciones y artículos en España y el extranjero, premios y distinciones, etc.) que sostenga de manera tan pormenorizada y razonada la compatibilidad entre el liberalismo clásico de Adam Smith y Friedrich Hayek, por un lado, y el conservadurismo de raíz cristiana por otro.

Contreras es un defensor a ultranza de la razón natural como punto de encuentro entre creyentes y no creyentes. Lo cual entraña una gran verdad pero también, a la vez, una zona borrosa, por más que –me consta– el autor lo sepa perfectamente, como el torero es consciente del peligro de su arte, sin que ello le impida en ocasiones arriesgar en exceso.

Gran verdad, porque evidentemente el catolicismo ha sido siempre el defensor de la razón (lo que implica admitir sus límites), al contrario de la caricatura diametralmente opuesta que se ha cultivado desde el siglo XVIII. La razón, con ayuda de la fe, nos conduce a Dios y de ahí a sostener la dignidad humana desde la concepción a la muerte natural, así como la esencial dualidad sexual, en la que igualdad y complementariedad (como se postula ya desde los primeros capítulos del Génesis, con las dos versiones de la creación del hombre) están inextricablemente vinculadas.

Y zona borrosa, también. Porque cuando se insiste en las razones que tenemos para defender la vida del no nacido y la familia natural tendemos a poner entre paréntesis (con ánimo conciliador, o para no ser tachados de fundamentalistas) las razones para creer en un Dios creador del universo. Y al hacer esto invocamos en vano el término razón. Caemos en una especie de retórica banalmente racionalista cuando pensamos que no importa demasiado (a efectos prácticos) si la razón es una creación del hombre, o si el hombre es una creación de la Razón, del Logos.

Sí, ya sabemos que hay agnósticos bienintencionados que creen que se puede argumentar contra el aborto exclusivamente desde la ciencia. Evidentemente, la ciencia es una aliada inestimable, porque nos indica el momento exacto en que aparece un ser genéticamente individualizado. Esto por ejemplo no lo sabía Tomás de Aquino en el siglo XIII, y de ahí que carezcan por completo de seriedad los intentos de algunos, como Giovanni Sartori, por arrojarle a los católicos algunos pasajes del Aquinate, tiempo ha superados, para defender el aborto en las primeras semanas de gestación.

Sin embargo, debemos ser especialmente rigurosos al respecto, porque la cuestión es demasiado grave para conformarnos con argumentos a bulto. Si la ciencia nos indica cuándo empieza a existir un ser humano, para nada nos señala cómo debemos conducirnos éticamente con ningún ser humano, nacido o por nacer. La ciencia nos revela que E = mC2, pero basándonos en esta ecuación nos permite construir tanto centrales nucleares como bombas atómicas.

La ciencia es gélidamente neutral; los seres humanos no podemos ni debemos serlo, en este sentido radical. Y ello es así porque no consistimos en meras estructuras moleculares, lo único que pueden analizar las ciencias empíricas, en sus distintos niveles físicos, bioquímicos y fisiológicos. Es decir, hay una verdad (una Razón) que está más allá de lo que reconocen agnósticos y ateos, y sin la cual todo humanismo queda flotando en el aire, digan lo que digan una y otra vez los militantes del laicismo, producidos en serie por nuestras facultades de periodismo, derecho, filosofía y psicología.

Si el espíritu procede de la materia, ya no es espíritu. Será sólo una forma tradicional y superada de referirnos a ciertos procesos en esencia materiales, es decir, carentes de finalidad. Y si todo es en definitiva materia, si no existe un Ser trascendente, entonceslibcon todo está permitido. Por una vez al menos, no por mucho que esas palabras de Dostoyevski se hayan repetido dejan de ser ciertas. Precisemos que todo es todo, desde saltarse los más elementales principios del Estado de Derecho en nombre de una “justicia revolucionaria” (o devolverle el poder a “la gente”), hasta los arrogantes delirios del transhumanismo, que pretende reconstruir desde cero la naturaleza humana mediante la bioingeniería y otras disciplinas.

No debemos dejarnos engañar por el aparente liberalismo de los defensores del aborto y el “matrimonio gay”.  Como muy bien señala uno de los autores del libro citado al inicio, Christian Vanneste:

La justificación de la política antifamiliar se sitúa en la afirmación de la libertad individual. Se asume ciegamente que la libertad consiste en aceptar las consecuencias mecánicas de la evolución técnica y económica. Este liberalismo incoherente no es más que marxismo inconsciente de sí mismo. Cuanto más aislado está el individuo, más a merced queda de fuerzas que le superan, así como del Estado-Providencia, como anticipó acertadamente Tocqueville.” (p. 34.)

En cambio, si el espíritu, esto es, la Inteligencia y el Amor están en el origen, como la realidad primordial de la que procede todo lo demás, la cosa cambia por completo. Entonces no todo nos está permitido: existen límites que no debemos traspasar, pero al mismo tiempo, y por ello mismo, somos auténticamente libres, porque no partimos de una nada estéril para volver, como Sísifo, al mismo lugar de partida, sino que podemos aspirar a algo infinitamente superior a las torpes desinhibiciones que nos prometen apócrifos redentores sociales y científicos: al reencuentro de la creatura con el propio Creador.

Naturalmente, podemos no creer en Él. Pero lo que no es serio, y sobre todo no es justo ni caritativo, es pretender que los discursos emancipatorios del humanismo laico (la utopía socialista, LGTB, transhumanista o del tipo que sea) son algo más que viles sucedáneos del cristianismo; pretender que no son, en definitiva, la más afrentosa y cínica de las estafas, servida a diario por la élite político-mediática como si se tratara del más exquisito de los manjares.

Movimientos como La Manif Pour Tous se atreven a denunciar el tocomocho de unos billetes de curso legal bajo los cuales sólo hay papeles recortados. Que los “otros modelos de familia” no son más que sucedáneos (unas veces comprensibles o inevitables; otras una feroz burla) de la familia natural formada por la madre, el padre y los hijos de ambos. Que valorarlos por igual no es ser más tolerantes, sino menos respetuosos con el bien de los niños y sobre todo con la naturaleza humana, como muy bien puntualiza una de las autoras, Jeanne Smits, cuando argumenta que no podemos conformarnos con oponernos a la adopción, cediendo en el absurdo antropológico del “matrimonio gay”.  Con esta táctica, estamos abocados a no poder justificar nuestra posición. Dice Smits:

Si todo el mundo tiene derecho a hacer lo que quiera, ¿por qué no también los gays? (…) Si los niños ya eran desgarrados por la separación de sus padres, ¿por qué no reconocer que ‘dos papás’ o ‘dos mamás’ pueden ofrecer a los suyos un entorno más estable y protector si se mantienen firmemente unidos?

Este discurso –prosigue la autora– es sumamente difícil de refutar si ya hemos cedido en todo lo demás. Lo es más porque, con el propósito de no herir o chocar, nos prohibimos todo argumento moral sobre la actividad homosexual y sobre la ley natural que define lo que es bueno para el hombre y pone en guardia contra aquello que lo destruye. Y, sin embargo, el nudo de la cuestión está precisamente ahí: se trata de buscar, no sólo el bien del niño, sino también lo que es conforme con la naturaleza humana según su realidad física, psicológica e incluso espiritual.” (pp. 29-30.)

En ello incide más explícitamente Francisco José Contreras, al exponer las posiciones de quienes quieren superar toda limitación biofísica, desde el uso de técnicas de reproducción artifical hasta los sueños nihilistas del transhumanismo o posthumanismo. Señala el autor que

los veilleurs [jóvenes que organizan sentadas nocturnas a la luz de las velas para defender simbólicamente los valores familiares amenazados] han captado lúcidamente, pues, lo que está en juego. Se trata nada menos que de defender la humanidad misma, en peligro de ser absorbida de aquí a unas décadas por la inteligencia artificial o el cyborg inmortal; la condición humana –que incluye reproducción biológica, envejecimiento, dualidad sexual, morbilidad y mortalidad– podría ser ‘superada’ por una condición superhumana, un ‘mundo feliz’ (portentosa la capacidad de anticipación de Aldous Huxley) sin familia, dolor ni muerte. La prometida perfección robótico-übermenschlich implicaría la aniquilación del mundo que conocemos.” (p. 81.)

¿Exagera el profesor Contreras? No lo creo en absoluto. Sin ningún género de duda, el Brave New World de Huxley es la fantasía secreta, más o menos inconfesada, de todo progresismo genuino. Lo ha desvelado muy bien el autodefinido “reaccionario” Michel Houellebecq, por boca de un personaje de su sombría y visionaria novela Las partículas elementales:

Sé muy bien (…) que el universo de Huxley se suele describir como una pesadilla totalitaria, que se intenta hacer pasar ese libro por una denuncia virulenta; pura y simple hipocresía. En todos los aspectos, control genético, libertad sexual, lucha contra el envejecimiento, cultura del ocio, Brave New World es para nosotros un paraíso, es exactamente el mundo que estamos intentando alcanzar, hasta ahora sin éxito.” (Ed. Anagrama, 2015, p. 158.)

Todos los que seguimos con interés y esperanza LMPT y otros movimientos de resistencia deseamos que la profecía de Huxley siga sin tener éxito. Algunos además (concretamente, los cristianos) creemos que no lo tendrá a la larga, sino que la verdad prevalecerá. Lo que no tenemos ni mucho menos claro es si, entretanto, lo hará nuestra civilización.

El cristianismo simpático

Vivimos en una sociedad poscristiana, nos guste o no. Y puesto que la realidad tiene horror al vacío, el espacio mental dejado por el cristianismo ha sido ocupado por la religión progresista. Una doctrina que carece de Iglesia o siquiera de un libro oficial de referencia, lo cual es una de las causas de su fuerza: es muy difícil resistirse a algo difuso, que está infiltrado en todas partes, incluida la Iglesia católica.

Artículo en Actuall.

La rebelión de los catetos

Una de las claves de la victoria de Donald Trump es el hartazgo ante la corrección política. Aunque la mayor parte de la prensa internacional pretenda hacernos creer que se trata de una rebelión antielitista de trabajadores blancos catetos, golpeados por la crisis, cuesta creer que más de sesenta millones de ciudadanos de los Estados Unidos encajen en esta caricatura sociológica.

Artículo en Actuall.