El progresismo se caracteriza por tomar un principio como bandera, deformarlo y convertirlo en algo irreconocible, cuando no opuesto. Así sucede en su negociado feminista. Lo que empezó siendo una reivindicación tan legítima y loable como la igualdad de derechos se convirtió, por influjo del marxismo, en una teoría de la lucha de sexos. Y esta teoría ha tenido un éxito aplastante.
Hoy es dogma de fe que las diferencias sociales entre hombres y mujeres (el “techo de cristal”, la “brecha salarial”, etc.) son consecuencia de un ancestral dominio de los primeros sobre las segundas, y no de las distintas prioridades e inclinaciones que ellas manifiestan espontáneamente. Y es dogma de fe también que las decenas de feminicidios que se producen anualmente en un país como el nuestro, cometidos por parejas o exparejas masculinas, son producto de una cultura machista que se resiste a desaparecer.
Los asesinatos machistas existen, por cierto, pero en su gran mayoría se perpetran en culturas como la musulmana, donde son conocidos como “crímenes de honor”. Entre los nativos del Occidente desarrollado, es poco probable que el hombre que mata a su mujer o exmujer se halle espoleado por una ideología de ese tipo, como tampoco quien atraca un banco necesita autojustificarse con ideas anticapitalistas, aunque algún caso se haya dado.
Pero lo más importante es que no hay, en nuestra civilización, algo así como una relativa comprensión o disculpa social del asesinato de una mujer, por motivos “pasionales”. Incluso es sumamente discutible que en el pasado hubiera más feminicidios, porque las concepciones sobre el «honor» quedaban en gran parte compensadas con otras de origen caballeresco y, por supuesto, cristiano, hoy menospreciadas por el progresismo. No podemos decir honestamente y a priori que un sujeto capaz de matar a su pareja o expareja, porque ésta ha decidido romper la relación, o por otro motivo, se sienta amparado mínimamente por una mentalidad machista generalizada.
Sin embargo, entre las autoridades y los creadores de opinión se ha instaurado una especie de histeria colectiva que recuerda a las cazas de brujas de siglos pasados, cuando determinadas actividades, como el curanderismo o la magia, eran catalogadas sistemáticamente como de carácter diabólico, lo que desencadenaba crueles persecuciones.
Hoy no existen ejecuciones públicas en la hoguera, pero sí se ha desarrollado en muchos países una legislación que, en nombre del feminismo igualitario, viola la igualdad ante la ley, entre otros derechos, y alienta la percepción de los hombres en general como maltratadores en potencia. Todo ello a fin de sastisfacer las demandas de grupos de presión radicales, que han convertido la guerra de sexos en un medio de acaparar subsidios públicos y cuotas de poder.
Lo peor de todo es que el feminismo tal como hoy se entiende –o si se quiere preservar el sentido originario, aunque dudo que sea ya posible, el ultrafeminismo– no sólo no contribuye a reducir los casos de violencia contra las mujeres, sino que exacerba algunas de sus causas. Una de ellas son las propias leyes que favorecen desproporcionadamente a la mujer en caso de ruptura de la pareja. Pero quizá la más decisiva, y que pocos se atreven a señalar, sea una extraviada concepción de la libertad sexual.
Actualmente se considera la promiscuidad como un derecho sacrosanto, especialmente si se es mujer u homosexual. En la televisión y el cine, que siguen siendo los medios más influyentes, se banaliza rutinariamente el sexo y se muestra incluso como modelo a las jóvenes y maduras más desinhibidas, que sólo tratan de “pasarlo bien”. Quien reprueba esta mentalidad es acusado invariablemente de machista e hipócrita (además de ultraconservador, ultracatólico y el repertorio habitual) por no juzgar con la misma vara de medir al hombre, cuyas hazañas amatorias supuestamente disculpa como simpáticas travesuras. Es decir, en lugar de un discurso que eleve las exigencias morales del varón se incurre decididamente en otro que pretende la igualación por abajo. El feminismo irónicamente promueve que la mujer imite al hombre incluso en lo peor, y no al revés.
Ahora bien, la relación entre la libertad sexual entendida como ausencia de normas y la violencia contra las mujeres no es difícil de intuir. Aunque la mayoría de hombres y mujeres comparten cualidades psicológicas muy similares, es un hecho estadístico conocido que entre los primeros hay una mayor variabilidad, es decir, mayor número de casos que se apartan de la media, para bien y para mal. Simplificando, hay más premios Nobel de Física varones que mujeres, pero también más delincuentes hombres que mujeres. Generalmente, las (y los) feministas explican lo primero como un ejemplo de una turbia discriminación sexista en las facultades de Física, mientras eluden significativamente considerar lo segundo. Tontas no son: la paridad en las cárceles no se encuentra entre sus reivindicaciones.
De lo dicho se deduce que las mujeres que coleccionan muchas parejas sexuales corren más riesgo, en comparación con los hombres de comportamiento similar, de cruzarse con un canalla seductor que las maltrate y que, en el peor de los casos, las asesine cuando ellas quieren poner fin a la relación. No es que los hombres muestren por término medio más tendencias criminales que las mujeres, ni que estén más dotados para la física y las matemáticas. Es que entre el sexo masculino se dan más desviaciones hacia los extremos. Por eso mueren más mujeres a manos de hombres que no al revés, aunque bien es verdad que los medios exageran la asimetría contabilizando sólo las víctimas femeninas. Y aunque los datos podrían dar un vuelco -quién sabe- si considerásemos los infanticidios y sobre todo el genocidio silencioso de los abortos provocados, casi siempre con la colaboración de las madres.
Sin embargo, cuando alguien propone rescatar valores como la castidad, el pudor y la mera prudencia, automáticamente se le acusa de estar criminalizando a la mujer por ejercer su libertad sexual. El procedimiento habitual, burdo pero efectivo, es generar el máximo ruido. Aunque lo llamen “polémica”, los medios suelen cuidarse de que sólo se escuchen con claridad las consignas emocionales de una de las posiciones, y por tanto sea imposible colocar un argumento que requiera un mínimo esfuerzo intelectual. El resultado es que quien trata de abordar determinadas cuestiones utilizando el sentido común y algunos datos objetivos, se expone a temibles consecuencias sociales, a menos que se inculpe y se retracte; y aún eso no le garantiza ninguna rehabilitación.
El dogma de la libertad sexual por encima de todo tiene como lógico desenlace una obsesión patológica por desligar la feminidad de la maternidad, hasta el extremo de considerarla como una imposición social, una construcción cultural que pretende reducir a las mujeres a su función reproductiva y bla, bla, bla. “Imposición” que se combate cebándose despiadadamente en los bebés nonatos, víctimas inocentes e indefensas del abyecto “derecho” al aborto.
Recientemente, un equipo de científicos de varios centros de investigación españoles, junto con la universidad holandesa de Leiden, ha publicado un interesante estudio[1], basado principalmente en escáneres cerebrales realizados en decenas de mujeres y hombres a lo largo de varios años, antes y después de ser padres. Los datos de dicho estudio suministran la primera evidencia de que el embarazo produce cambios de larga duración en el cerebro femenino, que implican probablemente habilidades relacionadas con el cuidado de los hijos. Al mismo tiempo, no se han observado modificaciones cerebrales en hombres que han sido padres, lo que descarta que se trate de un fenómeno inducido culturalmente, ajeno al sexo biológico.
Este estudio aporta una notable confirmación de la idea popular del “instinto maternal”. Aunque hablando con propiedad aquí no se trate de ningún instinto, lo cierto es que se han encontrado evidencias empíricas de que el cerebro de la mujer alcanza una especialización superior en la crianza de los hijos tras el embarazo. Algo que tiene que resultar forzosamente perturbador para el ultrafeminismo.
Prueba de esto último es la reacción que me encontré cuando me hice eco del artículo en mi modesta cuenta de Twitter, @Carlodi67, que no llega a los quinientos seguidores en el momento de escribir estas líneas. En los minutos y horas siguientes recibí decenas de respuestas, entre indignadas y sarcásticas, multiplicadas por centenares de retuiteos o “me gusta” de esas mismas respuestas, a cargo de una tropa de cuentas feministas radicales, como una llamada «Locas del coño». (Sic.)
La mayoría de ellas señalaban las presiones sociales que reciben las mujeres en edad fértil para ser madres. (En resumen, comentarios del entorno más o menos entrometidos, estilo “se te pasará el arroz”; nada especialmente insoportable, salvo quizás para adolescentes hipersensibles.) Otras declaraban, con cierto énfasis histérico, lo felices que eran por no tener hijos ni desearlos. Algunas aludían a las dificultades de conciliación laboral (que podrían reducirse, sin duda, pero siempre existirán en algún grado, mientras no se invente la bilocación) y no faltaban las que mostraban su escándalo ante –horror de los horrores– los muñecos de bebés para niñas.
Lo que tenían en común casi todos estos comentarios no era, como podría pensarse en un arrebato de generosidad, la defensa de la libertad individual frente a la colectividad, pues esta libertad no se le niega a nadie en nuestra sociedad. Lo sintomático era el malestar, incluso la indignación por el mero hecho de que alguien pueda considerar la maternidad como lo más maravilloso que le puede pasar a una mujer en la vida.
Imaginen que alguien opinara que la música es el arte más excelente, y acto seguido saltaran algunas personas con escasas aptitudes musicales, o simplemente poco interesadas en esa forma artística, tomándoselo como una ofensa personal. Que en lugar de decir: “pues yo prefiero la literatura, o la pintura”, denunciaran destempladamente estar siendo “ninguneadas” o “cuestionadas”; y además pretendieran que los demás cambiaran sus criterios para complacer su estrecha sensibilidad estética.
Cualquier mujer, al igual que cualquier hombre, puede con toda legitimidad decidir no tener hijos, evidentemente. Pero lo que no se puede exigir con sensatez es que la sociedad no valore especialísimamente la maternidad y la familia. Aunque sólo sea porque la que no lo haga será una sociedad enferma y abocada a la extinción.
[1] Elseline Hoekzema et al., “Pregnancy leads to long-lasting changes in human brain structure”, Nature Neurosciencie, advance online publication, 19/12/2016.