La ruleta rusa de Rajoy

¿Quién no ha oído hablar del siniestro juego de la ruleta rusa? Se hace girar el tambor de un revólver, cargado con un único cartucho, se apoya el cañón del arma en la sien y se aprieta el gatillo. Según el número de balas que puede alojar la pistola (habitualmente, de cinco a nueve) la probabilidad de morir oscila entre el 11 y el 20 por ciento.

El próximo 26 de junio, los españoles tenemos una nueva oportunidad de practicar nuestra propia versión de ese juego infernal, votando en las elecciones legislativas. En este caso, la bala mortal es Unidos Podemos. Pero no se trata sólo de que las medidas económicas que defienden Pablo Iglesias y Alberto Garzón arruinarían el país (¡aunque no es poco!) en menos tiempo que lo hizo el chavismo en Venezuela, que al menos cuenta con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo.

Aunque el PP de Mariano Rajoy se empeñe en observar el mantra de que la economía lo es todo, esto no es cierto, porque la economía no es un aspecto de la sociedad aislado de lo demás. El problema de Podemos no es que sea comunista. Siempre han concurrido comunistas a las elecciones. Pero esta vez se hallan en posesión de la técnica de toma del poder ensayada en Venezuela con gran éxito (para los dirigentes, obviamente). El “socialismo del siglo XXI” no es más que el viejo comunismo de siempre, pero adaptado a sociedades democráticas mucho más desarrolladas que la Rusia de Lenin o la China de Mao. Es decir, el peligro de Podemos es que alberga posibilidades de triunfar.

Los comunistas actuales saben que tienen que alcanzar el poder y mantenerse en él, al menos durante los primeros años, mediante el sufragio universal. Saben también que la economía totalmente planificada al estilo de la URSS es inviable: ahí está el ejemplo del Partido Comunista chino, que sigue gobernando con mano de hierro el país más poblado del mundo, permitiendo astutamente que la economía de mercado conviva con un sector público colosal.

El comunismo de Podemos es una ideología totalitaria que divide el mundo en buenos y malos, con el fin de implantar una dictadura encubierta por un Estado de derecho de cartón piedra. Pablo Iglesias y los suyos saben muy bien qué tienen que hacer cuando entren en el gobierno, les toque o no la presidencia: infiltrarse en todas las instituciones del Estado, en las principales empresas públicas e incluso privadas, en los medios de comunicación, en las Fuerzas Armadas y los servicios secretos. En parte han empezado a hacerlo ya, pero desde el consejo de ministros podrán llevarlo a cabo de manera mucho más sistemática e irresistible.

Una vez has colocado a toda tu gente en los principales puestos del poder político, económico y cultural, hasta puedes permitirte el lujo de perder las elecciones (aunque no sea plato de gusto), porque con tus jueces, tus periodistas mercenarios y tus matones parapoliciales harás frente incluso al poder legislativo. Pero no adelantemos acontecimientos. Podemos todavía no ha bolivarianizado España; ni siquiera nos hemos disparado en la sien.

Estamos ahora en la fase de preguntarnos quién ha cargado el revólver, aunque no haya que buscar mucho. El croupier de esta original ruleta española se llama Mariano Rajoy. Es éste quien, con su temeraria política de medios de comunicación, ha permitido que Pablo Iglesias pudiera dar el salto de las tertulias a la política. Pero ha hecho mucho más que eso. Al asumir toda la legislación de Zapatero, este gris registrador de la propiedad ha convertido definitivamente al Partido Popular en una segunda o tercera marca del Partido Progresista. Las otras son el PSOE y Ciudadanos.

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Este no es mi papa

Desde que fue nombrado papa, Jorge Bergoglio manifestó, con gestos y palabras, su voluntad de renovación de la Iglesia, de poner el acento más en las cuestiones sociales e incluso ecológicas que en las morales. Sin tocar una coma de la doctrina católica (cosa que, de todos modos, no puede hacer), Francisco ha abierto la puerta a que el catecismo se interprete o se aplique según el juicio de cada cual. No contento con esto, ha regañado a aquellos católicos que se mantienen fieles al nivel de autoexigencia que durante siglos ha enseñado la Iglesia, acusándolos de tener “cara de vinagre”, de “lanzar piedras a la vida de otras personas” y otras muchas cosas escasamente amables. Paralelamente, elabora un discurso de crítica de la economía de mercado, a la cual, de manera más o menos explícita, culpa de la pobreza, las guerras, el terrorismo e hipotéticos desastres climáticos.

No es sorprendente que los progresistas estén contentos con Francisco. Les está dando la razón en sus concepciones sociales y políticas, les permite creer que no hay diferencias importantes en el aspecto moral y –lo mejor de todo, para ellos– expone a los católicos de creencias firmes al ridículo de ser tachados de más papistas que el papa, o peor aún, de no atenerse a la verdadera enseñanza de Cristo, que desde siempre la izquierda ha querido entender en interesada clave socialista. Pilar Rahola, en un encendido elogio de Francisco, define su estilo así: “Puro Jesús de Nazaret, tan antiguo que es revolucionario”.

Los católicos no progresistas han reaccionado ante las posiciones del nuevo papa con división de opiniones. Mientras unas pocas voces (aunque algunas tan autorizadas como la del filósofo católico Robert Spaemann) señalan sin embozo lo que consideran posicionamientos erróneos, o que se salen de sus competencias, la gran mayoría mira para otro lado ante los gestos y pronunciamientos más chocantes o dudosos de Bergoglio. También podríamos señalar un tercer grupo, que acusa a los medios de comunicación de estar tergiversando los mensajes que llegan del Vaticano, para mostrarnos un falso papa progresista o populista.

Aunque no hay duda de que la mayor parte del periodismo imprime su acostumbrado sesgo izquierdista en las informaciones sobre Francisco, resulta difícil sostener que esto se haga sin la complacencia –por no decir la connivencia– del propio papa. Ya llevamos demasiado tiempo de pontificado para que, en caso de que hubiera habido algún equívoco, este no se hubiera deshecho. En cualquier caso, y pasada la supuesta bisoñez de los primeros meses en el trato con la prensa, la obligación del máximo dirigente de la Iglesia católica es la de expresarse con cristalina claridad, anticipándose a cualquier posible uso partidista de sus palabras. Por el contrario, se diría que Bergoglio se recrea en su idilio con unos medios de comunicación abrumadoramente progresistas.

Recientemente, el diario La Croix ha publicado una entrevista a Francisco que en mi opinión pone en claro, definitivamente, la clase de papa que nos ha tocado vivir a los católicos de estos días. Acerca de las raíces cristianas de Europa, el sucesor de San Pedro ha dicho lo siguiente:

“Hay que hablar de raíces en plural… Cuando oigo hablar de raíces cristianas de Europa, temo a veces el tono, que puede ser triunfalista o vengativo. Entonces esto se convierte en colonialismo.”

Luego, preguntado sobre si debemos temer al islam:

“No creo que ahora haya un miedo al islam… La idea de conquista es inherente al espíritu del islam, es verdad. Pero se podría interpretar, con la misma idea de conquista, el final del Evangelio de Mateo, donde Jesús envía a sus discípulos a todas las naciones.”

Supongo que el lector habrá tomado nota. Para Francisco, hablar de raíces cristianas de Europa puede ser triunfalista, vengativo y colonialista, por lo que él prefiere hablar de “raíces en plural”. Y la yihad islámica puede compararse al mandato de Cristo de predicar el Evangelio por todo el mundo.

¿Puede un católico reconocerse en un papa que suelta semejantes despropósitos, en un papa que pone reparos a la expresión “raíces cristianas europeas”, en un papa que adopta una suerte de equidistancia entre cristianismo e islam, como un tertuliano progresista cualquiera? Mi respuesta personal, siento decirlo, es que no. Dicho sea desde mi incondicional fidelidad a la Iglesia, que ha superado papados mucho peores a lo largo de dos mil años.

La inutilidad de llamarse liberal

El avance del Barómetro de abril del CIS ofrece ciertos datos sobre adscripción ideológica y recuerdo de voto que llevan a preguntarse si tiene sentido que algunos sigamos calificándonos como liberales, sin más. Pero antes de entrar en el análisis de dichos datos, permítanme un preámbulo.

Que los liberales están divididos es una realidad. Muy resumidamente, hay liberales (liberal-progresistas) que defienden una libertad absoluta con la única limitación del principio de no agresión, mientras que otros liberales (liberal-conservadores) creen que sin ciertas restricciones de origen moral, en ocasiones sancionadas legalmente, la libertad se autodestruye. Como señaló Hayek: “Aunque parezca paradójico, es probable que una próspera sociedad libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales.”[1] No en vano, este autor, uno de los grandes pensadores y economistas liberales del siglo XX, cita favorablemente, en numerosas ocasiones, a Edmund Burke, a su vez uno de los padres del pensamiento conservador posterior a la Revolución francesa.

Por desgracia, el propio Hayek contribuyó en cierto modo a enredar las cosas con su célebre ensayo “Por qué no soy conservador”[2]. En este escrito, el profesor austriaco trataba de distinguir su posición de otras excesivamente tradicionalistas e irracionalistas, que él denomina, a mi entender de manera poco feliz, como “conservadoras”. Sin embargo, al mismo tiempo reconoce que, aunque toda la vida se ha calificado como liberal, “vengo utilizando tal adjetivo, desde hace algún tiempo, con creciente desconfianza”, precisamente porque cada vez se identifica más dicha palabra con la variante ultrarracionalista que no reconoce ningún papel a la tradición ni a la religión en la preservación de las libertades.

Más aún, Hayek sostiene que los liberales deberían estudiar cuidadosamente los escritos de autores generalmente tildados ya no de conservadores, sino de reaccionarios, como nuestro Donoso Cortés, entre otros. Efectivamente, aunque el español criticó tanto al socialismo como al liberalismo, llegando a oponerse a la libertad de imprenta, algunas de sus tesis fundamentales eran inconfundiblemente liberal-conservadoras. En un discurso pronunciado en el Congreso en 1849, dijo lo siguiente:

“No hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión [política] está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta.”[3]

Por supuesto, esta concepción choca frontalmente con la percepción vulgar de que la represión religiosa no hace más que coadyuvar a la represión política, y de que toda represión es mala en sí misma. Seguramente es dicha percepción (que deriva sobre todo de los tres grandes “pensadores de la sospecha”, Marx, Nietzsche y Freud) la que está en el origen de que los liberal-progresistas sean incapaces de comprender el punto de confluencia que indudablemente existe entre un Donoso Cortés, un Burke y un Hayek.

En cualquier caso, si admitimos que el dualismo de concepciones liberal-progresista y liberal-conservadora va a seguir persistiendo, cabe preguntarse, como lo hacía Hayek, si el término liberal (fuera del contexto más estrictamente económico, donde resulta generalmente inequívoco) sigue siendo útil, es decir, si sirve de algo utilizar una etiqueta dentro de la cual caben opiniones absolutamente antitéticas sobre cuestiones como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, los vientres de alquiler, etc.

Una forma de acercarnos a la respuesta consistiría en saber qué votan quienes se consideran a sí mismos liberales. En primer lugar, debe reconocerse que las posiciones estrictamente liberal-progresistas y liberal-conservadoras son muy minoritarias. Respecto a las primeras, uno de los pocos partidos, si no el único, que defiende radicalmente la libertad individual es el P-Lib, Partido Libertario. Esta formación, en las últimas elecciones generales, obtuvo menos de tres mil votos, el 0,01 %. En cuanto al liberalismo conservador, la cosa no pinta mucho mejor. El PP se desmarcó explícitamente de cualquier definición ideológica en 2008, cuando Mariano Rajoy invitó a liberales y conservadores a buscarse otros partidos. La única formación española que ha sabido reivindicar los valores conservadores sin caer al mismo tiempo en la tentación del populismo económico (estilo Donald Trump, para entendernos) es Vox. Pues bien, el partido liderado por Santiago Abascal obtuvo el pasado 20 de diciembre menos de 58.000 votos, un 0,23 por ciento.

Por supuesto, los votantes del P-Lib y de Vox no son todos los liberales, porque la mayoría de ellos votan a otros partidos o a ninguno. Aquí es donde resultan muy estimables los datos del CIS, a los que aludía al principio. Según esta encuesta, a la pregunta “¿Cómo se definiría Ud. en política según la siguiente clasificación?” (que incluye términos como conservador, progresista, socialista, etc.), un 12 % de los encuestados elige en primer lugar la etiqueta “liberal”.

Sigue siendo una minoría, desde luego, pero mucho más amplia. En cualquier caso, la cuestión que nos interesa aquí es qué entienden por liberalismo quienes se incluyen en él. Los exiguos resultados del P-Lib y de Vox ya nos indican que la mayoría de “liberales” puede que tengan una idea demasiado amplia (es decir, imprecisa) de lo que es el liberalismo. Esto puede comprobarse en el cruce de datos de adscripción ideológica con el recuerdo de voto de las últimas generales, tal como se muestra en esta tabla del CIS.

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Un análisis directo de estos datos permite hacer al menos tres observaciones:

  • A pesar de su virtual “expulsión” del partido, un 43 por ciento de los votantes del PP sigue llamándose conservador, y un 11,6 % (prácticamente igual a la media) se define como liberal.
  • El partido con mayor porcentaje de “liberales” entre sus votantes es Ciudadanos, con un 22,6 %. Sin embargo, cuenta a la vez con porcentajes altos de “progresistas” (casi el quince por ciento) y “socialdemócratas” (catorce por ciento).
  • Partidos de izquierda y extrema izquierda como PSOE, Podemos, sus “confluencias” regionales, IU y ERC cuentan con porcentajes considerables de “liberales” entre sus votantes. En especial, nótese el 13,8 % de votantes de Podemos que se definen como liberales en primer lugar, antes que progresistas, socialistas o comunistas.

Estos datos, por sí mismos, evidencian que no todos los “liberales” comparten la misma idea del liberalismo, desde el momento que unos votan al PP y otros a Podemos. Sería francamente interesante saber con exactitud qué porcentaje de adscritos al liberalismo vota a un partido u otro. Pues bien, esto puede calcularse conociendo el número absoluto de votantes de cada partido y del total de encuestados, dato que aparece en la última fila de la tabla (N). Por ejemplo, el porcentaje de “liberales” que votan al PP sería:

(11,6 X 474)/(12,0 X 2.490) X 100 = 18,4 %

Si consideramos, por simplificar, a PP, C’s y a DL-CDC (antigua Convergència) como partidos “de derechas”, tenemos que un 39 % de los “liberales” los vota. (Como mínimo, pues no sabemos qué distribución derecha/izquierda hay dentro de la columna “Otros partidos”.) Al mismo tiempo -atención a este dato- un 30 % como mínimo de “liberales” vota a partidos de izquierda y extrema izquierda, desde el PSOE hasta En Marea.

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Resulta significativo comparar la distribución izquierda/derecha de los “liberales” con otras ideologías, calculadas mediante la misma fórmula. Por ejemplo, los “conservadores” votan en un 77 % a los tres partidos de centroderecha mencionados, frente a un 7 % que se decanta por partidos de izquierda. En cuanto a los “progresistas”, un 23 % parece entender, con su voto, que PP, C’s o DL lo son también, mientras que por lo menos un 54 % se inclina por partidos de izquierdas.

Las conclusiones son evidentes. Lo que un sujeto cualquiera entiende por liberal es tan nebuloso que ni siquiera podemos saber, sin información adicional, si vota a la derecha o a la izquierda. Hay un 18 % de probabilidades de que lo haga por el PP, pero un 15 % de que lo haga por Podemos y sus “confluencias”. Esto ocurre con otras ideologías, pero no de modo tan acusado. Una mayoría abrumadora de “conservadores” vota derecha; una mayoría no tan amplia, pero sí clara, de “progresistas” vota izquierda. Por el contrario, la mayoría de “liberales” se divide de manera bastante equilibrada, sólo ligeramente escorada a la derecha, entre los dos campos del espectro político.

Es cierto que los autodenominados liberales no son todos los liberales. Probablemente la mayoría de “conservadores” defienden con firmeza la propiedad privada y la economía de mercado, y por tanto son liberales en el sentido económico, en mayor o menor grado. Pero el hecho innegable es que cuando el encuestador del CIS les presenta una lista de palabras entre las cuales se incluyen “conservador” y “liberal”, ellos se reconocen en primer lugar en la primera, no en la segunda.

Naturalmente, cada cual es libre de clasificarse como quiera, pero si lo hace como “liberal”, la información que transmite es mucho menor que si lo hace como “conservador” o “progresista”. No sabemos qué piensa en multitud de temas fundamentales, no sabemos si pertenece al 20 % de “liberales” que el 20-D votó a Albert Rivera o al 15 % que votó a Pablo Iglesias.

Decirse “liberal”, sin mayores aclaraciones, es un gesto inútil. Salvo que hablemos en un contexto económico, lo suyo es añadir los términos aclaratorios progresista o conservador, según sea el caso. Esta sigue siendo, guste o no, la división política fundamental de nuestro tiempo.

[1] Friedrich Hayek, Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, Madrid, 1998, p. 93.

[2] Ob. cit., pp. 506 ss.

[3] Obras escogidas de D. Juan Donoso Cortés, Madrid, Apostolado de la Prensa, S. A., 1933, p. 113.

El paisaje progresista

Julián Marías escribió en 1947 que nuestro mundo ya no es cristiano; lo que tiene mayor valor viniendo de un pensador católico. Casi cien años antes, Juan Donoso Cortés había señalado las dos “negaciones supremas” en las que se funda la cosmovisión que terminaría disputando con éxito la hegemonía al cristianismo: la negación de la Providencia y la negación del pecado. O dicho de otro modo, que el hombre es autosuficiente, y que estaría en su mano construir una sociedad donde el mal ya no sea posible.

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