La libertad individual en el punto de mira

Vivimos un tiempo donde la libertad es reverenciada de la manera más hipócrita imaginable, elevando a la categoría de primeras virtudes la “rebeldía” y la “transgresión”, mientras que ¡ay de ti si te atreves a cuestionar lo que la elite progresista global considera que no es siquiera debatible!

Para abortar a tu hijo, para experimentar formas de sexualidad “no normativa”, para cambiarte de sexo, o elegir una de las decenas de “géneros” con los que algunos aseguran identificarse, cada vez hay menos obstáculos, si es que queda alguno, al menos en Occidente. Incluso se pretende destruir la inocencia infantil, induciendo a los niños a que se planteen esas opciones a edades cada vez más tiernas.

Pero no sueñes con criticar la seudociencia del “género”, que niega algunos de los hechos más básicos de la biología humana. Tampoco se te ocurra opinar que a lo mejor dentro de cincuenta años no se va a producir la catástrofe climática con la que nos amenazan diariamente. Y no te atrevas a poner en duda que la inmigración masiva sea la única solución de la baja natalidad, o a señalar los problemas de conflictividad que acarrea, en especial la inmigración musulmana. Si osas hacerlo, serás anatemizado con calificativos infamantes, intentarán destruirte socialmente, multarte y hasta, si pueden, meterte en la cárcel.

Ahora bien, la cosa va más allá de perseguir al disidente. Las que están hoy en el punto de mira son las formas más elementales de libertad individual, las de millones de seres humanos normales y corrientes que en muchos casos ni siquiera se han preocupado jamás de cuestiones políticas o ideológicas. Cada vez con mayor insistencia se lanzan globos sonda del siguiente tenor: no deberíamos tener hijos, no deberíamos comer carne, no deberíamos conducir un coche privado, no deberíamos viajar en avión, etc.

Podemos tomarnos a broma semejantes “recomendaciones”. Pero haríamos mal, porque el mero hecho de que desde la ONU o cualquier administración nacional o local, así como desde las mal llamadas ONG, a las que en general les sobra la letra N, se atrevan ya a sugerirnos el número de hijos que debemos tener o no, lo que debemos comer o cómo debemos movernos, revela una mentalidad totalitaria inequívoca.

Los totalitarios del presente ya no son revolucionarios, no pretenden destruirlo todo en un espasmo de violencia para implantar el paraíso socialista. Han aprendido que es mucho más efectiva (y cómoda para ellos) una estrategia gradualista, de pequeños pasos, de sucesivas “conquistas sociales”, de objetivos parciales, fijados por comités de “expertos” con plazos realistas. Pero su finalidad es la misma que la de los comunistas del siglo XX, responsables de los mayores genocidios de la historia, junto con sus primos hermanos los nacionalsocialistas.

El ideal progresista más o menos secreto, más o menos confeso, es una sociedad regida por un gobierno mundial en el que la única libertad individual sea la sexual y consumista, mientras que una administración prácticamente omnipotente se haría cargo de nuestras vidas, desde la cuna hasta la tumba. Una sociedad en la que sólo existirían individuos “liberados” de cualquier vínculo tradicional o incluso biológico, de cualquier dogma religioso o moral no estrictamente utilitarista, frente a un Estado teóricamente benevolente que les garantizaría la felicidad material y la ausencia de dolor hasta el fin de sus días, probablemente en una acogedora sala de eutanasia.

Los pretextos de este nuevo totalitarismo son sobradamente conocidos: salvar el planeta, luchar contra el machismo, la homofobia y el racismo. En estas amenazas que supuestamente afligen a la humanidad, la mayor parte es pura invención, o no son aplicables a las sociedades occidentales. Por no ser prolijo, me limitaré a comentar sólo el catastrofismo climático.

Es innegable que existe una tendencia al calentamiento global desde hace décadas. Según los registros que publica la agencia NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) de los Estados Unidos, desde finales de la década de los setenta, la temperatura global media ha sido superior al promedio del siglo XX, y además de manera creciente, aunque no exactamente lineal. Por ejemplo, la variación de enero de 1978 fue de 0,22° más. En 2017 alcanzó el máximo, casi un grado (0,99°), aunque en los dos últimos años se ha suavizado levemente: 0,89° en 2018 y 0,84° este año. En cualquier caso, la tendencia general es evidente. Pero la pregunta es: ¿por cuánto tiempo persistirá?

La respuesta depende de la teoría con la cual expliquemos el calentamiento. La teoría oficial que defienden muchos científicos y sobre todo las instituciones políticas y los medios de comunicación, es que el calentamiento está correlacionado con la cantidad de gases emitidos por el hombre, como el CO2 entre otros. Si esto es así, y dichas emisiones no se controlan, la temperatura seguirá aumentando con efectos a medio y largo plazo catastróficos, como la subida del nivel del mar debido al deshielo de la Antártida y de Groenlandia, el incremento de fenómenos meteorológicos extremos, e incluso migraciones y guerras debido a la desertización de amplias regiones del planeta.

A esta teoría se le pueden hacer varias objeciones, pero principalmente dos. La primera, que  un factor de carácter cíclico como las variaciones en la radiación solar, observadas por los astrofísicos, podría ser mucho más importante que la acción humana, como lo demuestran los cambios climáticos producidos en la Edad Media y en épocas muy anteriores al Homo Sapiens. La segunda, que incluso aunque el impacto antrópico fuese tan relevante como se afirma, aún estamos lejos de poder predecir mecánicamente sus consecuencias.

Sin embargo, tanto las instituciones políticas como los medios de comunicación pretenden que las previsiones más alarmistas representan las únicas científicamente válidas, y además, en contra del propio método científico, las han elevado a la categoría de verdades absolutas. Discutirlas es situarse, según ellos, fuera de los límites del debate racional, algo así como defender que la Tierra es plana o que el cáncer se puede curar con homeopatía. De ahí que se llame negacionistas a quienes discrepan del ecocatastrofismo.

Esta elevación de la teoría del cambio climático a un rango seudorreligioso tiene como función postular una emergencia planetaria que eventualmente justificaría medidas draconianas contra la libertad de los individuos. Para algunos aprendices de totalitario, puede llegar un momento, si es que no ha llegado ya, en el que haya que tomar medidas drásticas con el fin de reducir la población humana y la contaminación.

Esto no es un regreso al milenarismo, como algunos interpretan perezosamente. No es que los antiguos profetas que predicaban el fin de los tiempos (“¡Arrepentíos, pecadores!”) se hayan transmutado en altos cargos de la ONU o en directivos de chiringuitos climáticos. Aquéllos eran a menudo sencillos moralistas, con frecuencia de vida sumamente austera, que trataban de influir en la conducta del prójimo mediante la palabra. Los de hoy son dictadores potenciales y arrogantes que disfrutan de posiciones socialmente privilegiadas, pero que sueñan con mucho más poder.

Van a por nuestras libertades, pero no las de alcoba, que ni los más celosos inquisidores del pasado podrían soñar en sorprender, por mucho que quisieran. La libertad sexual nos la conceden astutamente, a cambio de que les dejemos fiscalizar todo lo demás. Ya están casi plenamente desarrollados los medios técnicos (geolocalización, dinero electrónico, cámaras con reconocimiento facial, inteligencia artificial, etc.) para llevarlo a cabo hasta las últimas consecuencias. Si lo permitimos.

Por culpa del resto

Dos años después de los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils, me temo que los denominados “expertos” siguen sin haber aprendido absolutamente nada. Un ejemplo: Vicens Valentín, profesor de la UOC (Universitat Oberta de Catalunya) entrevistado por el Diari de Tarragona, se acaba de descolgar con las siguientes palabras:

“Hay que pensar que estas personas que atacaron eran de aquí y vivían entre nosotros. O mejor, dicho, es gente de aquí pero que no se siente suficientemente de aquí, seguramente por culpa del resto. Hay que hablar en términos de integración o de educación. La reflexión y el debate de fondo debe ponerse ahí, no en políticas reactivas como poner bolardos.” (Negritas mías.)

Es el peligro de no sentirse “suficientemente de aquí”, que te empiezan a rondar ideas de volar la Sagrada Familia. Tócate las narices. Yo es que, la verdad, no puedo. No puedo tomarme en serio a estos intelectuales de pacotilla, por muchos masters que tengan, que monopolizan la opinión supuestamente “experta” de los medios. El hecho de rebatir sus trilladas sentencias una y otra vez me produce una pereza casi invencible. Pero alguien tiene que hacerlo.

Según Valentín, la culpa de que fueran asesinadas dieciséis personas en las Ramblas de Barcelona no fue tanto del autor material de esa matanza, como “del resto”. O sea, de la sociedad en su conjunto, por no haber sabido integrar al pobre asesino mediante la educación y la inserción laboral.

La idea de que el crimen es consecuencia de una sociedad injustamente organizada, o lo que es lo mismo, el abandono del concepto de culpa individual, constituye uno de los corolarios principales de la crisis de la cultura cristiana. Hasta aquí, los progresistas no me quitarán la razón. Lo que nos diferencia es que ellos, desde su cosmovisión materialista, no ven que haya ningún mal en tal crisis ni por tanto en reducir la culpabilidad a la causalidad. Al contrario, lo consideran un progreso.

Por supuesto, ese reduccionismo es chapuceramente, interesadamente parcial. A los progres les conviene que siga habiendo culpables, incluso auténticos villanos de cine: son todos aquellos que no les siguen la corriente, los que osamos contradecirles: los “populistas”, la “ultraderecha”…

Ahora bien, insisto en destacar su empecinamiento, su incapacidad congénita para aprender de la experiencia. Si algo caracteriza a muchos de los autores de atentados islamistas es su integración en nuestra sociedad, la igualdad de oportunidades de que han gozado, tanto a través de la escolarización como del mercado laboral e incluso el asociacionismo. Pero los dogmas progres son inmunes a cualquier contrastación. Si la culpa es a priori de la sociedad, habrá que concluir, sean cuales sean los datos objetivos de que dispongamos, que si alguien se convierte en yihadista es porque no hemos sabido integrarlo “lo suficiente”, es decir, porque seguimos siendo unos redomados racistas que nos merecemos todo lo que nos hagan, o poco menos.

Personalmente, no puedo dejar de abrigar la idea de que el yihadismo tiene algo que ver con el islam. Que tal vez el problema se encuentre en una religión absolutamente intransigente con quienes no la profesan. De esta audaz hipótesis se deduciría que la solución no está en la “educación”, al menos no mientras se limite a algo tan superficial, aparte de transmitir algún que otro conocimiento, como a remachar tres o cuatro eslóganes pacifistas y buenistas.

Lo gracioso de todo esto, permítanme decirlo de esta manera, es que si los atentados se hubieran cometido en nombre de Jesucristo, los progresistas cargarían unánimes contra el cristianismo, y hasta propondrían sustraer a los padres la libertad de educar a sus hijos según sus creencias, como recientemente manifestaba una diputada de Podemos, que no se privaba ni siquiera de personalizar su totalitaria medida contra la dirigente de Vox Rocío Monasterio. Por el contrario, ya sabemos cómo se trata al islam: es una religión de paz, y no hay que generalizar unos actos lamentables para alimentar la islamofobia…

Como yo no soy progresista, no creo que haya que limitar la patria potestad, salvo en casos de claro maltrato o abandono, ni siquiera en el caso de los musulmanes. Personalmente, soy más partidario, entre otras medidas, del control de fronteras y de acabar con el efecto llamada, con unos objetivos muy claros: impedir la inmigración ilegal y conseguir que los musulmanes opten, en lo posible, por emigrar a países de su misma cultura, fuera de Europa.

No podemos ni debemos obligar a nadie a renegar de su religión. Pero sí es factible y admisible dejarle bien claro que nuestra sociedad se basa en principios completamente distintos, y además que si se viene aquí es para contribuir económicamente, no para vivir de subsidios. Para mí, esto no sólo es mucho más eficaz que lo que los progres entienden por educación, sino también mucho más liberal. Porque limitar el crecimiento de la población musulmana en Europa es indispensable para que –como lamenta Vicens Valentín– no sigamos perdiendo “trozos de nuestra libertad”. Esa libertad, fundada en la cultura cristiana y grecorromana, que retrocede en la misma medida que se expanden las zonas dominadas por la ley islámica.

El aparato mediático progresista

Los medios de comunicación, en su abrumadora mayoría, son hoy un mero aparato de propaganda de la ideología progresista. La idea de que su tarea principal es informar, y que cada cabecera, cada canal, posee su propia línea editorial, que se limita a ver con el color de su cristal los hechos de los cuales nos informa diligentemente, peca de una ingenuidad totalmente injustificada. Prácticamente todos los medios no hacen apenas otra cosa que dictarnos, de manera más o menos explícita, lo que tenemos que pensar, lo que tenemos que opinar, lo que nos debe interesar o inquietar. Y prácticamente todos lo hacen en una misma dirección. Los periódicos de tendencia supuestamente conservadora se limitan en España a apoyar al Partido Popular, en la sección de política nacional; en todo lo demás, y en consonancia con la borrosa ideología de esa formación, son indistinguiblemente progresistas, sin apenas excepciones.

Estos son algunos de los principales métodos por los cuales se nos inocula la propaganda.

1) El más descarado es la mentira directa, lo que ahora está de moda llamar fake news, como si se tratara de un fenómeno nuevo que nos hubieran traído los “populismos”. No es tanto que los periodistas u otros agentes se inventen directamente hechos, o los fabriquen (que también), como que nos los sugieren sutilmente, sobre todo mediante el uso manipulador de imágenes. La imagen tiene la fuerza de un hecho incontestable, pero se puede usar, incluso sin necesidad de ningún montaje, para apoyar interpretaciones en absoluto evidentes. Así se hace con las fotografías o vídeos del deshielo estacional en regiones polares, utilizadas rutinariamente para crear alarmismo sobre el cambio climático en los espectadores profanos, que somos la inmensa mayoría. Toda imagen fuera de una adecuada contextualización objetiva (no la totalmente insuficiente y ya tendenciosa que suele aportar el pie de foto) debe siempre inspirarnos la máxima desconfianza.

2) Mucho más corriente es la confusión de opinión e información. El ejemplo paradigmático es el titular de portada de El País del 12 de setiembre de 2001, al día siguiente de los atentados islamistas contra el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono: “El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush”. A partir de un hecho como que unos terroristas suicidas habían estrellado varios aviones de pasajeros contra objetivos civiles y militares, provocando miles de muertos y heridos, el periódico dirigido entonces por Juan Luis Cebrián se sacó de la manga un sentimiento imaginario (estar en vilo) aplicado a un sujeto sin voz propia (el mundo) respecto a algo que no había ocurrido, y que se anticipaba a juzgar, implícitamente, con un término (represalias) más cercano semánticamente a la venganza que a la Justicia o la Defensa.

Esa utilización de falsos sujetos es un procedimiento constante y generalizado de la prensa. A veces son puramente ficticios, otras se basan en confundir a las organizaciones que se arrogan la representación de los trabajadores, los estudiantes, las mujeres o los homosexuales con estos conjuntos de personas. Se da por sentado que todos los trabajadores o todas las mujeres piensan igual, salvo que sean idiotas. Un ejemplo de ayer mismo, 7 de agosto, entre miles, leído en el Diari de Tarragona: “La comunidad hispana pide a Trump que cese su discurso antiinmigrantes.” Habitualmente, el carácter manipulador del titular se puede descubrir o al menos sospechar simplemente con leer el cuerpo de la noticia. En este caso descubrimos que la “comunidad hispana” son en realidad cuatro personas entrevistadas: tres dirigentes de asociaciones de inmigrantes y un “estratega demócrata”.

También es frecuente sugerir una interpretación con la mera elección de una palabra aparentemente inocente. Por no salirnos del sesgo sistemático que se aplica a toda noticia relacionada con el actual inquilino de la Casa Blanca, el mismo periódico local titulaba el 6 de agosto: “Trump condena ahora el racismo”. Observen las connotaciones que se introducen con un simple adverbio como “ahora”, que no aporta ninguna información objetiva: que Trump antes no rechazaba el racismo, que su postura es hipócritamente electoralista… Por supuesto, uno puede pensar que esto es así, pero para decirlo están las columnas de opinión, no los titulares de las noticias.

3) Un tercer método es la burla o caricaturización, tanto gráfica como verbal. La fuerza de este procedimiento no es en absoluto desdeñable, porque incide directamente sobre nuestras emociones, no sobre la razón. El humor, bajo su carácter innegable de saludable ejercicio crítico o de mera diversión, en ocasiones se prostituye con el fin de ridiculizar, denigrar o incluso fomentar el odio contra determinadas personas, ideas o actitudes, sin apenas necesidad de argumentos o datos. A ello contribuye eficazmente el carácter gregariamente contagioso de la risa, que refuerza eficazmente los sentimientos que se pretenden inculcar.

4) Ahora bien, el recurso más poderoso y más difícil de detectar de los medios de comunicación no se basa en lo que dicen, sino en lo que no dicen: es decir, en su selección de los hechos que “son noticia” y su constante ocultamiento de información que es imprescindible para comprender adecuadamente la realidad, en especial para situar en su justo lugar la que nos proporcionan selectivamente. Por supuesto, es imposible contarlo todo; siempre resultará inevitable seleccionar, recortar, priorizar, dadas las limitaciones humanas. Pero lo cierto es que los periodistas encuentran aquí la excusa perfecta para imponernos su visión del mundo progresista.

Pensemos en algo tan premeditado como ocultarnos la nacionalidad de los delincuentes extranjeros, o en no contabilizar delitos cometidos por mujeres, o aquellos en los que las víctimas son hombres, para alimentar la ideología de género que criminaliza al varón. O, por terminar de decirlo todo sobre Trump, reflexionemos sobre la gran cantidad de informaciones favorables al presidente americano, que se nos hurtan sistemáticamente con el fin de crear una sensación, por acumulación de noticias exclusivamente negativas y desagradables, de que se trata de un personaje impresentable, que no hace una buena, ni de obra ni de palabra.

Los ejemplos en muchos otros temas son innumerables. Para no alargarnos, recordemos sólo la cobertura del conflicto palestino-israelí, que de manera sistemática oculta la mayor parte de la violencia ejercida por los palestinos, tanto contra la población civil israelí como contra los propios palestinos, en unos casos reprimidos brutalmente por sospechas de disidencia, y en su gran mayoría utilizados por los terroristas como escudos humanos.

Hemos aportado sólo unos pocos ejemplos muy obvios de información política. Pero para comprender el alcance de la propaganda mediática progresista deberíamos analizar no sólo la información de todas las demás secciones periodísticas, en especial la cultural y la social, sino la entera industria del entretenimiento, tanto televisivo como cinematográfico. En todos estos ámbitos se transmite, como quien no quiere la cosa, y con métodos muy similares a los aquí descritos, una misma cosmovisión poscristiana, que a la postre resulta siempre anticristiana, con la que se cuestionan de manera constante y reiterativa las bases de nuestra civilización occidental.

No se trata de imaginar conspiraciones. No hay probablemente ninguna conspiración mundial y eterna, no al menos de carácter humano. Sin negar la importancia de sociedades secretas como la masonería, o el poder de ciertas organizaciones y corporaciones internacionales, o de “filántropos” como George Soros, ellos por sí solos no son la explicación de los pecados de cada uno de nosotros, de las idolatrías en las que una y otra vez cae el hombre. Son solo agentes del error, que es lo que debemos identificar y combatir realmente, más que buscar chivos expiatorios. Los intelectuales son en general progresistas, incluso de izquierdas, porque el progresismo es un error intelectual. Los intelectuales son de izquierdas de manera análoga a como los médicos, y no los profanos, son los que cometen errores médicos. No debería hacer falta decir que señalar esto no es ir contra la inteligencia o contra la medicina. Ni tampoco contra el periodismo.

La dictadura del telediario

«El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir la capacidad para formar alguna.»

Hannah Arendt

Quizás el dogma fundamental del pensamiento moderno sea, paradójicamente, que todo dogmatismo es una cárcel de la mente, y que cualquier ortodoxia es la base de la tiranía. Por supuesto, este “todo” y este “cualquier” no tienen nada de inocentes. Contra lo que cargan, de manera más o menos implícita, la mayor parte de quienes gozan de un cierto poder de difundir su opinión (periodistas a la cabeza) es contra el cristianismo. Incluso quienes critican algunas de las derivas más preocupantes del progresismo suelen acudir al argumento de que no es tal progresismo, sino un regreso a “épocas oscuras” e inquisitoriales, bajo otros nombres y envoltorios.

Numerosos autores han cuestionado que la ortodoxia sea el (mejor) fundamento del despotismo, señalando que para el poder político es más útil una doctrina poco definida o cambiante que un sistema dogmático fijado. Este, sin duda, se puede retorcer o interpretar para legitimar a un dictador, pero sólo hasta cierto punto. Como señala Chesterton:

«Es cierto que se puede tergiversar la ortodoxia [se refiere al catolicismo] para que sirva en parte para justificar a un tirano. Pero es más fácil fabricar una filosofía a la alemana para justificarlo por entero.»

El derecho divino de los reyes, considerado como la justificación del absolutismo, durante la Edad Media significó más bien lo contrario, una limitación del poder monárquico, entre otras como la costumbre y el derecho. Ya San Pablo oponía la obediencia a Dios a la de los hombres, y con ello circunscribía claramente la segunda. Desafiando a la concepción vulgar, Bertrand de Jouvenel observó que la democracia otorga mucho más poder al Estado que la religión. En su obra maestra Sobre el Poder, nos ofrece esta reflexión clarividente:

«De la soberanía popular puede surgir un despotismo mucho más radical que de la soberanía divina, puesto  que un tirano, ya sea individual o colectivo (…), no podrá apoyarse en la voluntad divina, que se presenta en forma de ley eterna, para ordenar a su arbitrio. Por el contrario, la voluntad general no es, por naturaleza, fija, sino móvil. En vez de estar predeterminada por una ley, se puede oír su voz en leyes sucesivas y cambiantes. El Poder usurpador tiene en este caso las manos libres…»

En apoyo de esta tesis, que quizás a algunos pueda parecer rebuscadamente reaccionaria, me permito añadir las citas de dos autores poco sospechosos de defender algo así como una restauración del cristianismo. Uno es George Orwell, quien antes de escribir su famosa novela distópica 1984, decía que

«…las ortodoxias del pasado no cambiaban, o al menos no lo hacían rápidamente. En la Europa medieval, la Iglesia dictaba lo que debíamos creer, pero al menos nos permitía conservar las mismas creencias desde el nacimiento hasta la muerte. No nos decía que creyésemos una cosa el lunes y otra distinta el martes. (…) La peculiaridad del Estado totalitario es que, si bien controla el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas incuestionables y los modifica de un día para otro. (…) Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca el propio concepto de verdad objetiva.» (Ensayos.)

Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, nos descubre la misma clave para entender fenómenos como el comunismo y el nazismo. La lealtad total que exigen los partidos totalitarios les lleva a no querer estar constreñidos ni siquiera por su propia ideología, de ahí que hicieran todo lo posible «para desembarazarse de los programas partidistas que especificaban un contenido concreto». Antes que eso preferían que los militantes y ciudadanos estuvieran pendientes de la última orden o consigna, de modo que

«…una perfecta instrucción sobre el marxismo y el leninismo ya no fuera guía alguna del comportamiento político –es decir, que, al contrario, sólo pueda seguirse la línea del Partido si se repite cada mañana lo que Stalin ha anunciado la noche anterior.»

Pensemos, entre otros ejemplos innumerables, en el papelón de los partidos comunistas europeos en relación con el pacto germano-soviético que permitió a Hitler y Stalin desencadenar la Segunda Guerra Mundial: ahora tocaba no criticar a la Alemania nazi; ahora volvía a ser el Enemigo…

Más de un lector reticente estará pensando en el lema franquista “Caudillo de España por la gracia de Dios”. En este caso, sólo le pido que, honradamente, compare el poder que ejerció Franco con el de personajes como Stalin y Mao, y pregúntese si estos últimos hubieran podido llevar a cabo sus experimentos genocidas, con la total impunidad de la que gozaron, al amparo de una divisa como la que rezaban las viejas pesetas.

La amenaza más seria que se cierne sobre el presente no es el retorno al dogmatismo cristiano, no es un regreso al clericalismo nacional-católico ni al puritanismo, como algunos ingenuos creen vislumbrar al analizar chapuceramente fenómenos como el Me Too. Mucho más real es el dogmatismo de usar y tirar, la tiranía relativista que nos dice lo que tenemos que pensar, lo que nos tiene que gustar o interesar, lo que nos debe preocupar en cada momento: la dictadura del telediario.

Posiblemente, el mayor ejercicio consciente de resistencia sea hoy apagar la condenada tele y el condenado smartphone, y sumergirse en la lectura de un buen libro, lo menos “actual” posible. Como más nos transporte a otras épocas, a otras maneras de pensar totalmente distintas e incluso antitéticas de las monsergas, las consignas y eslóganes de nuestro tiempo, mejor. Una hora de leer Grandeza y decadencia de los romanos, de Montesquieu, tiene en mí el efecto, durante un tiempo, de que no pueda escuchar las cretineces de un informativo televisivo sin estallar en una carcajada liberadora. Pruébenlo.

Lecciones de la ignorancia

Las conversiones de europeos al islam atraen el interés de los medios mucho más que las conversiones de musulmanes al cristianismo, que también existen. Y eso que las segundas albergan considerablemente más mérito, si tenemos en cuenta que apostatar del islam conlleva serios riesgos, castigándose en algunos países incluso con la pena de muerte.

En el Diari de Tarragona de este domingo nos ofrecen el testimonio de una alumna de Estudios Árabes, convertida a la fe de Mahoma con 19 años. La entrevista, como suele ser habitual, pasa de puntillas por los aspectos más discutibles de esa religión, limitándose a tocar el tema del velo. Las respuestas de la joven son también típicas. Aparte de edulcorar de manera inverosímil el papel de la mujer en el islam, destaca su espiritualidad, como si los dos mil años de pensamiento y arte cristianos fueran una broma y la joven no viviera en la patria de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

Esta es la tónica de la mayoría de musulmanes conversos: la incomprensión o negligente conocimiento que demuestran tener del cristianismo, lo que les lleva a buscar en el islam un alimento que, con un mínimo de interés, hubieran encontrado hasta la saciedad en la religión de sus padres. También hay una perentoria sed de respuestas fáciles, algo característico de esta sociedad acomodada. Como confiesa Aida Oliver, que así se llama la joven conversa, “el concepto de la Santa Trinidad me chirriaba”. Es decir, como no lo entendía, en vez de leer sobre el tema y rezar para recibir alguna iluminación, lo rechazó, y se buscó una religión más simple. «Busque, compare, y si encuentra algo mejor, cómprelo», retaba el popular anuncio.

Si al menos la comparación fuera en serio… Insulta a la inteligencia que, para defender la posición subordinada que los mahometanos confieren a la mujer, se los contraponga con los cristianos. Dice Aida que “en el islam el divorcio está permitido y a diferencia del cristianismo reivindica que la mujer no es parte del hombre.” Pero el divorcio en el islam es en la práctica el derecho del hombre de repudiar a la mujer, algo a lo que Jesús se opuso con rotundidad, citando las Escrituras: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?» (Mateo, 19, 4-5.)

Ahora bien, precisamente al ser una sola carne, el hombre y la mujer quedan situados en pie de igualdad; nada que ver con la patraña que pretende vendernos la joven conversa, supongo que aludiendo a la interpretación más superficial del relato de la creación de Eva, a partir de la costilla de Adán. Por cierto, dicho relato aparece después de que en el mismo Génesis (1, 27) se nos narre la creación de ambos sexos de manera simultánea, como dos modalidades esenciales del ser humano.

Sospecho que Aida en primer lugar le ha hecho al catolicismo las objeciones tópicas, propias del pensamiento progresista dominante, y que sólo en una fase posterior, huérfana de la creencia en algo más firme que el inane relativismo contemporáneo, se ha sentido atraída por el islam. Fascinante tema de meditación: El progresismo, especialmente en su versión más izquierdista, como un excelente abono para la religión más reaccionaria.

Insisto: para hablar de un tema hay que informarse. Máxime si se trata de la religión que impregna toda la cultura occidental. Al menos, no estaría de más intentar comprender un poco mejor las creencias y tradiciones que te han legado tus mayores, antes de abandonarlas alegremente. Le deseo de todo corazón a Aida que, si algún día se plantea dejar el islam, lo tenga tan fácil como lo ha tenido con el cristianismo.