La verdadera amenaza contra la libertad

Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír.
(George Orwell)

Dos décadas después de la muerte de George Orwell se descubrió un manuscrito que al parecer era un prólogo a su obra Rebelión en la granja –publicada por vez primera en 1945– titulado “La libertad de prensa”[1]. Aún hoy, salvando las circunstancias históricas, sigue siendo llamativamente actual. El escritor inglés manifestaba su inquietud por el hecho de que en el Reino Unido, teóricamente el país de la libertad de expresión por antonomasia, se hubiera instaurado un régimen informal de censura, y sobre todo autocensura, contra las críticas a Stalin y la Unión Soviética.

Aquello no era resultado de presiones gubernamentales motivadas por la alianza bélica entre Inglaterra y la URSS contra Hitler. Decía Orwell: “El mayor peligro para la libertad de expresión no proviene de la intromisión del Ministerio de Información… Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública.” Es decir, sin necesidad de ninguna prohibición oficial, “existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse.”

Se trata de un fenómeno que hoy nos sigue resultando absolutamente familiar. “En un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. (…) Cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia.” Diríase que Orwell describe la presente “corrección política”, pero esto lo escribió hace más de setenta años.

Mientras que en la década de los cuarenta “la ortodoxia dominante” en Inglaterra exigía “una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica”, el progresismo culturalmente hegemónico en el siglo XXI exige aceptar sin debate alguno los dogmas de la ideología de género, la conveniencia de que Europa acoja una inmigración masiva y el catastrofismo climático. Cualquiera que ose poner algo más que matices a estas ideas será tachado con los peores improperios políticos: será llamado machista, incluso cómplice de quienes maltratan a las mujeres. Será llamado xenófobo y hasta racista. Será llamado, en fin, “negacionista”, asimilándolo moralmente con quienes niegan o restan importancia al Holocausto.

Cabe preguntarse cómo es posible esto, cómo puede ser que hayamos cambiado tan poco, en el terreno político-cultural, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Casi setenta años después de la muerte de Stalin, y tres décadas después de la implosión del régimen soviético, el comunismo sigue gozando, en comparación con el nacionalsocialismo, de un prestigio indecente entre una parte notable de la intelectualidad. Claro que ya no es un tema habitual de conversación; ahora son otros los debates, y sin embargo se repite la misma propensión a excluir las opiniones heterodoxas.

Según creo, hay dos niveles de explicación para ello. En primer lugar, la moderna ideología progresista es un último avatar del marxismo, denominado “marxismo cultural”, que hunde sus raíces teóricas en Gramsci y Marcuse, entre otros. Así, la función política de la lucha de clases ahora la realizaría la lucha de sexos preconizada por el feminismo radical. La profecía comunista del colapso del capitalismo, desmentida una y otra vez pese a todas las crisis, ahora se manifestaría como antiimperialismo y catastrofismo ecologista, tendentes a justificar un cambio del “modelo productivo” en sentido socialista. Etcétera.

El segundo (y más profundo) nivel de explicación va más allá de mostrar esa innegable continuidad histórica. Tanto el comunismo como el progresismo tienden fatalmente a convertirse en ortodoxia porque a fin de cuentas luchan, no siempre de forma expresa, contra la que fue antaño otra ortodoxia: la cultura cristiana. Del mismo modo que para combatir a un ejército se necesita otro ejército, para vencer a un cuerpo de dogmas se requiere otro cuerpo de dogmas. En la mente humana no parece que pueda existir el vacío. No hay verdaderos escépticos, personas que no crean realmente en nada; determinados prejuicios y creencias ocupan siempre el lugar de otros. Y además no puede ser de otra manera: «si pudiera dudarse de todo, lo primero que se pondría en duda sería la razón», como dijo Chesterton en una obra titulada precisamente Ortodoxia.

El error que cometen algunos autores consiste en pensar que esa propensión al dogmatismo, por decirlo así, tiene cura. O que si no la tiene, debe considerarse una desgracia que aflige al género humano. Tras el último atentado islamista, florecen por doquier las columnas de opinión que acusan a todas las religiones, sin distinción, de ser el germen del fanatismo y la violencia. Uno de los tópicos de nuestro tiempo consiste en pensar que ninguna ortodoxia puede ser buena, que la creencia en la existencia de una verdad absoluta es el auténtico problema de la humanidad.

Este burdo relativismo intelectual, que inevitablemente se traduce en relativismo moral, sabe aprovecharlo el progresismo con suma astucia. Porque el progresista no empieza tratando de colocar sus dogmas, sino lanzando su crítica contra los dogmas de los demás, como si fuera el enemigo de todo fanatismo, de toda intransigencia. No hay apenas día que el progresismo no tenga unas palabras contra la Inquisición católica, que fue una broma comparada con las policías políticas de las ideologías progresistas.

En esta trampa caen muchos liberales, que confunden la tolerancia con la ausencia de una jerarquía de valores. Son quienes, por ejemplo, opinan que no sólo hay que respetar a las personas con inclinaciones homosexuales, sino que es obligado equiparar cualquier tipo de conducta, mientras medie el consentimiento entre adultos, hasta el punto de considerar como discriminatoria y retrógrada la apología de la familia natural y de la natalidad. De ahí a privilegiar legislativamente a los colectivos LGTB (para supuestamente resarcirles por una opresión histórica) sólo hay un paso que ya se está verificando. Se empieza cuestionando una escala de valores (éticos, estéticos) y se acaba imponiendo otra de carácter inverso.

De manera insensiblemente gradual, este seudoliberalismo acaba minando el auténtico liberalismo. La dictadura intelectual de la corrección política amenaza con convertirse en dictadura plena. A juzgar por su retórica, los progresistas son exquisitamente liberales y “plurales”, como les gusta decir. Pero sometido a un sencillo examen, este pluralismo se revela meramente postizo. Como señalaba Orwell en el escrito citado:

“¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis.”

Sustituya el lector “ingleses” por europeos contemporáneos, y “Stalin” por cualquiera de los dogmas políticamente correctos, por ejemplo, que el sexo es fundamentalmente de naturaleza cultural. Así es como quienes más blasonan de ser los adalides de la libertad y los derechos humanos acaban defendiendo activamente limitar los derechos de quienes no piensan como ellos, con subterfugios jurídicos como perseguir los llamados “delitos de odio”, cuya nebulosa definición abre la puerta a cualquier abuso imaginable.

Cedo de nuevo la palabra a Orwell:

“Si uno ama la democracia, prosigue esa argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras: defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente.”

Lo ha señalado recientemente el profesor Francisco José Contreras, candidato de Vox al parlamento europeo, en un debate electoral emitido por el canal autonómico andaluz: La ortodoxia progresista está tratando de pasar del aislamiento político y social de la discrepancia (por ejemplo suspendiendo y cerrando cuentas de Facebook o Twitter) a su persecución jurídica y en su caso penal. Si lo consigue, pronto dejará de ser legal expresar opiniones contrarias al aborto, difundir meras informaciones objetivas sobre la relación entre inmigración e inseguridad o criticar el islam. Esta es la verdadera amenaza contra las libertades, no el fantasma de la “ultraderecha” con el cual pretenden asustarnos y de paso establecer una falsa democracia donde todos pensemos igual.


[1] “La libertad de prensa”, en G. Orwell, Rebelión en la granja, Ed. Destino, Barcelona, 1975.

El pequeño círculo de luz

El viernes, en la contraportada de La Vanguardia podía leerse una entrevista a un politólogo británico titulada: “El nacionalpopulismo reduce la democracia a votar.” Muy bien dicho, pensé. Ahora nos va a poner como ejemplo el separatismo catalán, con las reiteradas declaraciones de Puigdemont, Torra, Junqueras y los demás líderes del procés, afirmando que la democracia está por encima de las leyes, que todo debe someterse al “mandato popular” del 1 de octubre, que això va de democràcia –y no de cumplir la Constitución y las leyes vigentes, como cualquier hijo de vecino…

Craso error el mío. El entrevistado pone como ejemplo no a los independentistas, sino a Orban, Salvini y Bolsonaro, equiparándolos con Putin y Erdogan. O bien está más al corriente de lo que supuestamente sucede en Budapest que en Barcelona o –mucho más probable– se hace el tonto al ser entrevistado por un periodista de la ciudad condal.

Luego, el “experto en populismos”, preguntado sobre si Vox tiene futuro, se descuelga con lo siguiente: “Lo curioso es que eso en parte depende del pasado, porque un indicador de su auge es si la mayoría de españoles asume el legado de Franco, como Vox. En Italia, sería el de Mussolini.”

Es decir, no tengo ni puta idea de lo que estoy hablando, así que diré que Vox es un partido neofranquista, porque de Franco sí he leído algo. Como el borracho del chiste, me limitaré a buscar las llaves a la luz de la farola, ya que más allá está demasiado oscuro.

Días antes leí un artículo del profesor Francisco José Soler, publicado en El Español y titulado “La trampa identitaria”. Aquí no se menciona a Vox, ni siquiera a Orban ni a Salvini, pero se le entiende perfectamente. Soler también echa mano de las rutinarias categorías de siempre, dentro del confortable círculo de luz de la farola. Pensamos en términos de la década de los treinta del siglo pasado porque, obviamente, la conocemos mucho mejor que la década de los treinta del siglo XXI. Y con ello creemos tener la fórmula para desentrañar el presente y el futuro de Europa, por muy diferentes que sean las circunstancias actuales respecto a las de hace ochenta o noventa años.

Pertrechados con ese código, podemos acusar implícitamente a Vox de “espíritu tribal-nacional”, podemos ridiculizar a quienes supuestamente pretenden volver a una identidad nacional “que será de cartón, de opereta y de coros y danzas”. La alusión al NO-DO nos ganará no pocos adeptos entre los progres. Si además citamos a Nicolás Gómez Dávila cubrimos el flanco derecho y quedamos elegantes.

No quisiera yo ser menos. Dijo el gran aforista colombiano: “Si los europeos renuncian a sus particularismos para procrear al «buen europeo», temamos que sólo engendren a otro norteamericano.”

¿Don Colacho, un peligroso nacionalista por recelar de unos Estados Unidos de Europa? Si no lo era, habrá que elaborar otros argumentos para advertirnos contra Vox, porque en esencia esa es su posición respecto a la Unión Europea. Unión entre países, sí; disolución de las soberanías nacionales como algunos plantean abiertamente, no. Exploremos las sombras fuera del círculo iluminado de la farola, a ser posible sin dejarnos engañar por grotescos hombres de paja.

¿A quién beneficia la teoría del pucherazo?

Desde que se conocieron los resultados de las elecciones generales han proliferado las especulaciones en redes sociales sobre un pucherazo o fraude electoral. Hay que distinguir estas teorías de la conspiración de informaciones sobre irregularidades en algunos colegios electorales. Aquí hablaré sólo de quienes sostienen que hubo un fraude centralizado y a gran escala.

Algunas de estas especulaciones se basan en sugerir manipulaciones perpetradas por las empresas encargadas de la obtención y difusión del escrutinio, olvidando que las actas y una copia de las mismas son verificadas por separado, sin la intervención de esas empresas, por lo que no serviría de nada que manipularan los datos que reciben.

Otros rumores se basan en que supuestamente se habrían difundido resultados exactos antes de que finalizara el escrutinio (¿En qué medios? ¿Dónde están los vídeos?). Pero semejante proceder sería la cosa más absurda en quien estuviera interesado en perpetrar un fraude. ¿Qué ganaría con levantar sospechas no esperando unas pocas horas a la finalización del escrutinio?

Tenemos luego los análisis numéricos de los resultados. Me han llegado tres con métodos distintos. El primero, y el único un poco serio (por eso es el único que enlazaré), se debe a Javier Cuesta, quien lo publicó en laopinionpolitica.es. Cuesta analiza el incremento de votos de los partidos de izquierdas en relación con la participación, y llega a la conclusión sorprendente de que sólo el 1,9 % de los nuevos votantes optaron por partidos de derechas, PP, Cs y Vox. Es decir, que el PSOE capitalizó prácticamente todo el incremento de participación. También le parece notable la enorme pérdida de votos de Cs en Cataluña, en comparación con las pasadas autonómicas.

Cuesta reconoce que nada de eso es imposible, pero no descarta que pueda haber habido una manipulación de los votos por correo, que es “la única debilidad real del sistema”. Sea como sea, aunque su análisis merece ser tenido en cuenta, lo cierto es que no aporta ninguna prueba de pucherazo electoral.

El segundo análisis numerológico que me ha llegado se basa en un burdo error. Se denuncia un “extravío” de más de un millón y medio de votos al aplicar el porcentaje de participación (75,75 %) al censo total, es decir, tanto a residentes en España como a residentes en el extranjero (dos millones, aproximadamente), que evidentemente ese día no acudieron a los colegios electorales.

El tercero ya entra en el terreno de la seudociencia. Se trata de un análisis del número de escaños que encuentra una serie de coincidencias, como que los principales grupos parlamentarios son múltiplos de tres, y que la suma de algunos de ellos es igual a la de otros. Estas coincidencias las expresan con unas fórmulas que llaman “algoritmo”, sugiriendo que no son aleatorias, sino artificiales con una probabilidad superior al 99 %, aunque no aclaran cómo la calculan.

Un problema de esta teoría es que no explica por qué se necesita semejante “algoritmo” en lugar de que los autores del fraude simplemente elijan los escaños que les convienen. En segundo lugar, cabe decir que si tomamos un grupo de números naturales enteros inferior a 350 (número de diputados del Congreso), lo raro sería que no encontráramos coincidencias. Sólo un verdadero matemático, y no los youtubers que andan difundiendo estas cábalas, podría decirnos si son producto del azar o nos indican algún tipo de intencionalidad. Por si esto no fuera suficiente, conviene señalar que en uno de los sitios webs donde se divulga la teoría del algoritmo se defienden también cosas como la existencia de “bases secretas” en la Luna y en Marte.

Creo que el anterior resumen basta para poner en su sitio este tipo de elucubraciones sobre un posible pucherazo electoral. Pruebas no hay ninguna, suposiciones muchas, y fantasía, bastante. Pero conviene ir más allá del aspecto chusco de la cuestión y preguntarse a quién benefician estas teorías.

En mi opinión, la cosa está clara. La gente que crea que realmente ha habido un pucherazo pensará que no vale la pena votar. Y esto sucederá especialmente con votantes de Vox, que son los principales destinatarios de estas teorías conspirativas; algunos de ellos incluso contribuyen a difundirlas, sin duda de buena fe. Y los beneficiarios objetivos son los partidos tradicionales, especialmente el PSOE y el PP.

Es de notar que algunos medios digitales que principalmente apoyan la teoría del pucherazo son de ultraderecha, pero esta vez ultraderecha de verdad, no como el espantajo que los progres gustan de agitar contra Vox. La ultraderecha en sentido estricto se reconoce fácilmente por su crítica a lo que llama el “neoliberalismo” y también, casi siempre, por su antisemitismo. Esta extrema derecha cada vez oculta menos su antipatía hacia Vox, al que por su programa económico liberal y por sus guiños proisraelíes, tacha de ser una fuerza más del “sistema anglosionista”, por parodiar su jerga. Y ahora aprovecha que Abascal y los suyos, muy sensatamente, no están por la labor de impugnar los resultados electorales, para acusarlos de ser también la “derechita cobarde”.

Con ello, no es difícil sembrar la división en los foros de simpatizantes de Vox, si un número considerable de ellos tiende a creer en la teoría del pucherazo y participa en las manifestaciones que una plataforma llamada Elecciones Transparentes ha convocado para el próximo domingo, con el fin de denunciar el supuesto fraude electoral.

Aunque no quisiera caer en otra forma de conspiranoia como la que critico, no puedo menos que recordar algo sabido: y es que los grupos extraparlamentarios radicales, tanto de izquierdas como de derechas, suelen estar infiltrados por la policía y los servicios secretos. Es una forma clásica de tenerlos más o menos controlados, pero también permite instrumentalizarlos con fines más oscuros. Aunque no tengamos ninguna prueba de ello, es un motivo más para ser cautelosos ante las teorías del pucherazo, que sólo sirven para desmoralizar y convencer a algunos de que no sirve de nada votar a Vox. No deberíamos caer en esa trampa, bajo ningún concepto.

Europa y la Cruz

Del gravísimo problema de la baja natalidad se empieza a hablar más públicamente, pero mucho menos de lo que se debiera, y de manera aún demasiado superficial, restringiendo tanto sus causas como sus consecuencias al terreno económico.

Para que se me entienda, lo voy a decir un poco a lo bestia: el peligro fundamental de la baja natalidad no consiste en que quiebre el sistema de pensiones (aunque también) sino que dentro de cincuenta años los europeos acabemos todos rezando a La Meca.

En algunos países y ciudades europeas, el nombre de la mayoría de recién nacidos es Mohamed. Sucede en Reino Unido, Bruselas, Berlín, Oslo… En Holanda es el segundo nombre más común y en Austria y Bélgica, el tercero. De hecho, es seguro, dada la escasa práctica religiosa de los cristianos, que en algunas partes de Europa ya haya más practicantes del islam que de ninguna otra confesión.

Ante esto algunos adoptan una actitud de inocencia real o fingida. Son los que aseguran que el multiculturalismo enriquece, que el islam es una religión de paz y el hiyab un atuendo que llevan las mujeres musulmanas con total libertad. Y así, con esta idílica libertad, nuestros inmediatos descendientes acabarán celebrando el ramadán, absteniéndose del jamón y el vino y censurando las obras del arte más imperecederas y universales que no sean compatibles con el islam.

Tenemos también la actitud de los optimistas, los que creen que el islam, simplemente, aún no ha tenido su Ilustración, como la tuvo el cristianismo, que lo limpie de sus aspectos más ásperos e intransigentes, y preserve sólo algunas de sus prácticas, con un sentido más culturalista que estrictamente religioso.

Desde luego, cuando hemos comprobado cómo los nietos o hijos de inmigrantes musulmanes, nacidos y educados en Europa, se entregan al yihadismo, hay que ser muy, muy optimista para seguir creyendo en este bonito cuento de la Ilustración como una fase normal e inevitable de toda civilización. Y sobre todo, más allá de la terquedad de los hechos, hay que padecer una ignorancia oceánica de las diferencias abismales entre cristianismo e islamismo.

Lo diré con los menos circunloquios posibles. El carácter bárbaro del islam no obedece a que “todavía” no haya nacido un Kant árabe, o iraní o turco, sino a que el cristianismo es una religión esencialmente racionalista y el islamismo esencialmente irracional. Esto chocará a cualquier progre, como es natural, pues está acostumbrado a considerar que todas las religiones son más o menos iguales y que en cualquier caso ninguna tiene nada de racional, al contrario. Pero no por ser comúnmente creída deja de ser esta idea una falacia.

Cristianos, musulmanes y judíos comparten la fe en un Dios creador, omnipotente e infinitamente sabio y bueno. Punto y final. En todo lo demás difieren drásticamente, en especial los musulmanes respecto a los otros. Tanto el judaísmo como el cristianismo giran en torno al problema de la existencia del Mal, es decir, se interrogan sobre por qué un Creador infinitamente poderoso y bueno ha permitido la existencia del mal y del sufrimiento. Su solución es la doctrina de la Caída, el pecado original cometido por los primeros padres, tal como se formula, en lenguaje mítico, en el libro del Génesis.

Aparentemente, Mahoma asumió las líneas principales de la Biblia, pero sólo aparentemente, porque en la religión islámica, especialmente en su práctica, la doctrina de la Caída no tiene ni de lejos la relevancia que encontramos en los otros dos monoteísmos. El musulmán no trata de comprender el origen del mal y del sufrimiento, simplemente acata la voluntad de Dios, tal como cree que le fue transmitida al Profeta. El musulmán renuncia desde el principio a la osadía de entender.

El cristianismo, por el contrario, se basa en el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, cuyo sentido esencial es compensar el acontecimiento de la Caída. Es la solución del gran enigma cósmico, tal como resumía Pascal: “La fe cristiana no tiende sino a establecer principalmente estas dos cosas: la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo.” El cristianismo es una doctrina de salvación en tanto que una explicación de por qué y cómo el hombre se alejó de su Creador. Puede decirse, pues, que el sapere aude estuvo ahí desde el principio: “La verdad os hará libres.” La Ilustración, desde su núcleo más noble hasta sus formulaciones más chabacanas (o sea, anticristianas), no es algo que surge por casualidad en la Europa cristiana, no es un fenómeno externo al cristianismo. Es un resultado de él.

Esto significa que cuando Occidente reniega de su pasado cristiano, con frecuencia contraponiéndolo a las luces, no hace más que renegar de sí mismo y por tanto, a la postre, socava esa misma Ilustración que tanto mitifica, y precisamente en lo que tiene más digno de estima. El progresismo, sobre todo en su modalidad o excrecencia más tóxica, que es la ideología de género, en combinación fatal con el multiculturalismo, actúa de manera asombrosamente suicida. Parece sistemáticamente empeñado en destruir nuestra cultura cristiana y racionalista para dejar el campo franco (o sea, yermo espiritual y demográficamente) a una barbarie foránea, que acoge con los brazos abiertos.

Recientemente saltaba la noticia en The Guardian: Una escuela de Birmingham interrumpió las “lecciones LGTB” tras las protestas de cientos de familias musulmanas. Si se hubiera tratado de padres cristianos, este medio no habría tardado ni un segundo en demonizarlos como peligrosos ultraderechistas, pero -¡ah, amigo!- como son musulmanes todo está en orden: es su cultura y no podemos imponerles la nuestra. Así es como la civilización europea, tras su autodesintegración por las vías de la seudociencia del “género” y el relativismo, crea un vacío que el islam tiende a llenar irresistiblemente.

No sé si estamos a tiempo de evitarlo. Nuestra civilización padece desde hace tiempo una enfermedad autoinmune, llamada progresismo, que la lleva a dañarse a sí misma. Pero hay signos de reacción, de que el instinto de supervivencia de Occidente está actuando. En las próximas elecciones al parlamento europeo ya se vislumbra el choque entre dos concepciones enfrentadas. La de quienes creen que debemos seguir por el camino actual (más feminismo radical, más antinatalismo, más inmigración masiva) y la de quienes piensan que nos hallamos tal vez ante una de las últimas oportunidades para rectificar el rumbo.

Los católicos no molamos

Foto publicada por Javier Ortega en su cuenta de Instagram.

Me entero por Twitter (y parece creíble) que en Trece, la televisión de la Conferencia Episcopal, ayer alguien dijo que Vox quiere devolver a las mujeres a la cocina. Al mismo tiempo, entre comentaristas de izquierda es común tachar a este partido de “ultracatólico”, que suponemos debe ser algo tan malo como ultraislámico. ¿Que ultraislámico nunca se dice? Pues es verdad. Será porque el islam es una religión defensora de las mujeres. De eso sabe mucho la alcaldesa Ada Colau, que se gasta el dinero de los barceloneses en promocionar el ramadán, tras haber eliminado el tradicional pesebre durante la pasada Navidad, como ha denunciado Ignacio Garriga, diputado de Vox por Barcelona.

Por supuesto, Vox es un partido aconfesional, aunque su programa, implícitamente, debe más a las creencias cristianas que a otras, como no debería extrañar a nadie en nuestra cultura. Los malentendidos, más allá del juego sucio partidista, vienen de un equívoco muy generalizado que no ayuda a la recta comprensión de las relaciones entre religión y política.

Se habla de la separación entre Iglesia y Estado como si fueran dos cosas que pudieran y hasta tendieran a confundirse fácilmente. Pero en realidad, la existencia de la Iglesia es lo único que puede hacer frente a la absorción de la política por la religión y viceversa.

El gran escritor inglés Chesterton, que se convirtió al catolicismo en 1922, escribió ese mismo año, con su proverbial estilo paradójico: “El cristianismo no es una religión, es una Iglesia. Puede que exista una religión musulmana, pero a nadie se le ocurriría hablar con naturalidad de una Iglesia musulmana.”

No es casual que el islam tienda por naturaleza a la teocracia, y que cuando ha existido una teocracia cristiana, por ejemplo en la Ginebra calvinista, haya sido en violenta ruptura con la Santa Madre Iglesia Católica.

De ahí se desprende otro corolario. En la medida en que la Iglesia renuncia a su autoridad espiritual, acomodándose al mundo, declinando defender el derecho a la vida desde la concepción y adoptando un lenguaje “social”, en el que lo sobrenatural parece reducido a una función simbólica… En la medida en que la Iglesia es menos Iglesia, en suma, el poder político acaba usurpando el espiritual. Eso sí, suplantando al cristianismo por una seudorreligión llamada “progresismo”.

La mundanización o acomplejamiento de la Iglesia nace del error de pensar que la propia idea de una autoridad espiritual es “represiva”. Es decir, que el mero hecho de proclamar lo que los católicos creemos que es la verdad ya es una ofensa contra quienes no piensan igual, incluso una amenaza velada de persecución. Esto nos conduce a incumplir el mandato de Cristo de dar testimonio de nuestra fe, en lugar de una versión muy secularizada y descafeinada de ella, limada de cualquier aspereza políticamente incorrecta.

Como señala el teólogo Ulrich L. Lehner en su muy recomendable libro God Is Not Nice, traducido al castellano por la editorial Homo Legens como Dios no mola: “Tenemos miedo de negar la verdad de otra persona porque tememos ser tachados de intolerantes o fanáticos, aunque es un signo de tolerancia aceptar otros puntos de vista que sé que son incorrectos. La tolerancia presupone una afirmación de la verdad… No estar de acuerdo con alguien no es lo mismo que el odio, el fanatismo o la intolerancia.

Lehner sostiene que este error tuvo su origen en la Ilustración del siglo XVIII, cuando empezó a extenderse una visión funcionalista de la religión, según la cual su único sentido sería cohesionar y moralizar a la sociedad. De ahí a pensar que los dogmas cristianos no pueden tomarse realmente en serio, salvo como mitos o símbolos que, convenientemente depurados, son útiles socialmente, no hay más que un paso. Era ya de hecho la actitud de Voltaire, que no creía en el Dios bíblico pero se confesaba partidario de que su criado sí lo hiciera, para que no le robara.

Naturalmente, tarde o temprano alguien acaba pensando que ya es hora de prescindir de cualquier creencia religiosa y sustituirla por principios supuestamente “científicos”, lo que al menos resultaría más honesto que el cinismo volteriano. Así llegamos a la sociedad actual, en la que siguen rigiendo ideas cristianas como la justicia, la libertad y la igualdad, aunque la mayoría haya olvidado su verdadero origen, del mismo modo que bebemos agua sin conocer su fuente o utilizamos el teléfono móvil sin saber quién lo inventó, como decía el arzobispo de Tarragona en una hoja dominical.

Siguiendo esas comparaciones, imaginemos lo que ocurriría con nuestra civilización si olvidáramos no solo quién inventó el teléfono móvil, sino cómo fabricarlo, o peor aún, si se perdieran las tecnologías de potabilización y canalización del agua. Esto es lo que sucede cuando caemos en el fatal error de creer que los “valores”, como ahora se dice, se pueden fundamentar en la “ciencia”, o mejor dicho en la caricatura romántica que nos hacemos de ella.

La ciencia es descriptiva, no prescriptiva. Nos ayuda a guiar nuestras decisiones éticas (por ejemplo, informándonos de que en el cigoto se contiene ya el ADN irrepetible de un ser humano) pero no puede motivarlas, no nos puede explicar por qué deberíamos valorar más la vida humana que cualquier otra realidad de la naturaleza. Por tanto, cuando se nublan las nociones que fundamentan la moralidad, esta puede seguir funcionando por inercia durante un tiempo, pero no tardará en navegar a la deriva.

Así es como se acaba afirmando que el aborto es un derecho, al igual que la eutanasia o los vientres de alquiler. Y como se esfuma cualquier objeción seria a que el Estado se convierta en el educador casi monopolístico, lo cual conduce de manera fatal a la asiatización de Occidente, es decir, al colectivismo. Cosa, por cierto, que no tiene nada que ver con la separación entre Iglesia y Estado, sino con lo contrario, con convertir al segundo en una Seudoiglesia Progresista, un megapoder que fusiona lo político y lo espiritual.

Cristo, al decir “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, nos enseñó que debe existir una autoridad espiritual independiente del poder político, como lo fueron los profetas de Israel. Una autoridad que nunca tendrán los medios de comunicación, sean públicos o privados, porque como dice la palabra, son meros medios, canales, vehículos, aunque a menudo se arroguen un papel mucho más pretencioso. Sólo la Iglesia tiene verdadera autoridad, aunque en nuestro tiempo parezca empeñada, más que en ejercerla, en resultar simpática. Mayúsculo error, porque los cristianos nunca molaremos, ni falta que hace.

Fantaciencia poselectoral

El voto útil es el principal argumento con el cual el Partido Popular lleva años huyendo de la mínima autocrítica que le permitiría comprender por qué surgieron Ciudadanos y Vox. Pero ahora quiero centrarme en una versión de esa cantinela disfrazada de rigor matemático. Ayer publicaba el ABC un artículo titulado “Los 700.000 votos (inútiles) de Vox que penalizaron al centro-derecha”, aludiendo a los sufragios que ha recibido el partido liderado por Santiago Abascal en 34 provincias donde no ha logrado un solo diputado. 

Dejemos claro antes de nada que cada uno de los diputados del Congreso representa la soberanía nacional indivisible, no a su provincia. Dicho esto, una reflexión que cabe hacer es la siguiente: ¿Cuántos votos adicionales hubieran sido necesarios para que esos 700.000, o al menos la mayor parte, se hubieran traducido en representantes de Vox?

Si la respuesta es “relativamente pocos”, no corresponde hablar de votos perdidos o inútiles, sino de insuficientes, que es algo muy distinto. En este caso, la “culpa”, si se puede hablar así, no sería de los que hemos votado a Vox en provincias como Tarragona o Cáceres, sino de los que no lo han hecho. Con todo el derecho del mundo, excuso decirlo.

Para ser más precisos, mis cálculos me permiten afirmar que si sólo 366.000 personas más hubieran votado a Vox en veintisiete provincias, el partido hubiera logrado en total 51 escaños, sumando así, con los votos de PP, Cs y NA+, mayoría absoluta en el Congreso.

Lo explicaré con un ejemplo. En Huelva, Vox obtuvo 33.904 votos y cero diputados. Por otra parte, el partido que ahí consiguió un escaño provincial con menos votos fue Podemos, con 34.233. Esto significa que el primero hubiera alcanzado representación en Huelva con sólo “robarle” 329 votantes al segundo.

En otras provincias las diferencias fueron mucho mayores, pero frecuentemente con partidos como Cs o el PP, por lo que el baile de un escaño no era nada improbable. Numerosos votantes dudaron hasta el último momento. Es más, a menudo se consigue un diputado incluso con menos papeletas. Basta con variar los resultados de algún otro partido y la participación. Por eso, cuando en las elecciones de 2016 se obtuvo un escaño con menor número de votos, he tomado este dato en lugar del de 2019.

Para mayor verosimilitud, no he tenido en cuenta los datos de Gerona, Lérida, Lugo, Orense ni las tres Vascongadas, porque en estas siete provincias habría que multiplicar los resultados de Vox por más de cuatro (en Guipúzcoa por más de diez) para obtener un diputado.

Sumando los resultados de las veintisiete provincias que quedan sin representación de Vox, pero a no tanta distancia del escaño, tenemos que 988.903 votos se han convertido en 27 diputados de unos partidos u otros, uno para cada circunscripción, ya sea en 2019 o 2016. La diferencia con los “votos inútiles” de que habla el artículo de ABC (623.271, descontando los de las siete provincias mencionadas) sería por tanto de 365.632. Un mísero 1,4 % del total de votos válidos que sumado al 10 % de Vox, con esa distribución provincial, lo habrían disparado hasta los 51 diputados en total, alterando por completo los acuerdos parlamentarios para formar gobierno.

Aquí están también los “votos perdidos” en el espacio d’Hondt, que penalizaron al centro-derecha. Tan fantasioso es imaginar, por mucho aparato numérico que se utilice, que hubieran ido a parar a Vox como que los de éste fueran al PP. Y con no menos base aritmética podríamos decir que son los que nos han faltado para conseguir un gobierno decidido a enfrentarse al golpismo separatista, a las feminazis y al ruinoso socialismo.