
(George Orwell)
Dos décadas después de la muerte de George Orwell se descubrió un manuscrito que al parecer era un prólogo a su obra Rebelión en la granja –publicada por vez primera en 1945– titulado “La libertad de prensa”[1]. Aún hoy, salvando las circunstancias históricas, sigue siendo llamativamente actual. El escritor inglés manifestaba su inquietud por el hecho de que en el Reino Unido, teóricamente el país de la libertad de expresión por antonomasia, se hubiera instaurado un régimen informal de censura, y sobre todo autocensura, contra las críticas a Stalin y la Unión Soviética.
Aquello no era resultado de presiones gubernamentales motivadas por la alianza bélica entre Inglaterra y la URSS contra Hitler. Decía Orwell: “El mayor peligro para la libertad de expresión no proviene de la intromisión del Ministerio de Información… Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública.” Es decir, sin necesidad de ninguna prohibición oficial, “existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse.”
Se trata de un fenómeno que hoy nos sigue resultando absolutamente familiar. “En un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. (…) Cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia.” Diríase que Orwell describe la presente “corrección política”, pero esto lo escribió hace más de setenta años.
Mientras que en la década de los cuarenta “la ortodoxia dominante” en Inglaterra exigía “una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica”, el progresismo culturalmente hegemónico en el siglo XXI exige aceptar sin debate alguno los dogmas de la ideología de género, la conveniencia de que Europa acoja una inmigración masiva y el catastrofismo climático. Cualquiera que ose poner algo más que matices a estas ideas será tachado con los peores improperios políticos: será llamado machista, incluso cómplice de quienes maltratan a las mujeres. Será llamado xenófobo y hasta racista. Será llamado, en fin, “negacionista”, asimilándolo moralmente con quienes niegan o restan importancia al Holocausto.
Cabe preguntarse cómo es posible esto, cómo puede ser que hayamos cambiado tan poco, en el terreno político-cultural, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Casi setenta años después de la muerte de Stalin, y tres décadas después de la implosión del régimen soviético, el comunismo sigue gozando, en comparación con el nacionalsocialismo, de un prestigio indecente entre una parte notable de la intelectualidad. Claro que ya no es un tema habitual de conversación; ahora son otros los debates, y sin embargo se repite la misma propensión a excluir las opiniones heterodoxas.
Según creo, hay dos niveles de explicación para ello. En primer lugar, la moderna ideología progresista es un último avatar del marxismo, denominado “marxismo cultural”, que hunde sus raíces teóricas en Gramsci y Marcuse, entre otros. Así, la función política de la lucha de clases ahora la realizaría la lucha de sexos preconizada por el feminismo radical. La profecía comunista del colapso del capitalismo, desmentida una y otra vez pese a todas las crisis, ahora se manifestaría como antiimperialismo y catastrofismo ecologista, tendentes a justificar un cambio del “modelo productivo” en sentido socialista. Etcétera.
El segundo (y más profundo) nivel de explicación va más allá de mostrar esa innegable continuidad histórica. Tanto el comunismo como el progresismo tienden fatalmente a convertirse en ortodoxia porque a fin de cuentas luchan, no siempre de forma expresa, contra la que fue antaño otra ortodoxia: la cultura cristiana. Del mismo modo que para combatir a un ejército se necesita otro ejército, para vencer a un cuerpo de dogmas se requiere otro cuerpo de dogmas. En la mente humana no parece que pueda existir el vacío. No hay verdaderos escépticos, personas que no crean realmente en nada; determinados prejuicios y creencias ocupan siempre el lugar de otros. Y además no puede ser de otra manera: «si pudiera dudarse de todo, lo primero que se pondría en duda sería la razón», como dijo Chesterton en una obra titulada precisamente Ortodoxia.
El error que cometen algunos autores consiste en pensar que esa propensión al dogmatismo, por decirlo así, tiene cura. O que si no la tiene, debe considerarse una desgracia que aflige al género humano. Tras el último atentado islamista, florecen por doquier las columnas de opinión que acusan a todas las religiones, sin distinción, de ser el germen del fanatismo y la violencia. Uno de los tópicos de nuestro tiempo consiste en pensar que ninguna ortodoxia puede ser buena, que la creencia en la existencia de una verdad absoluta es el auténtico problema de la humanidad.
Este burdo relativismo intelectual, que inevitablemente se traduce en relativismo moral, sabe aprovecharlo el progresismo con suma astucia. Porque el progresista no empieza tratando de colocar sus dogmas, sino lanzando su crítica contra los dogmas de los demás, como si fuera el enemigo de todo fanatismo, de toda intransigencia. No hay apenas día que el progresismo no tenga unas palabras contra la Inquisición católica, que fue una broma comparada con las policías políticas de las ideologías progresistas.
En esta trampa caen muchos liberales, que confunden la tolerancia con la ausencia de una jerarquía de valores. Son quienes, por ejemplo, opinan que no sólo hay que respetar a las personas con inclinaciones homosexuales, sino que es obligado equiparar cualquier tipo de conducta, mientras medie el consentimiento entre adultos, hasta el punto de considerar como discriminatoria y retrógrada la apología de la familia natural y de la natalidad. De ahí a privilegiar legislativamente a los colectivos LGTB (para supuestamente resarcirles por una opresión histórica) sólo hay un paso que ya se está verificando. Se empieza cuestionando una escala de valores (éticos, estéticos) y se acaba imponiendo otra de carácter inverso.
De manera insensiblemente gradual, este seudoliberalismo acaba minando el auténtico liberalismo. La dictadura intelectual de la corrección política amenaza con convertirse en dictadura plena. A juzgar por su retórica, los progresistas son exquisitamente liberales y “plurales”, como les gusta decir. Pero sometido a un sencillo examen, este pluralismo se revela meramente postizo. Como señalaba Orwell en el escrito citado:
“¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis.”
Sustituya el lector “ingleses” por europeos contemporáneos, y “Stalin” por cualquiera de los dogmas políticamente correctos, por ejemplo, que el sexo es fundamentalmente de naturaleza cultural. Así es como quienes más blasonan de ser los adalides de la libertad y los derechos humanos acaban defendiendo activamente limitar los derechos de quienes no piensan como ellos, con subterfugios jurídicos como perseguir los llamados “delitos de odio”, cuya nebulosa definición abre la puerta a cualquier abuso imaginable.
Cedo de nuevo la palabra a Orwell:
“Si uno ama la democracia, prosigue esa argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras: defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente.”
Lo ha señalado recientemente el profesor Francisco José Contreras, candidato de Vox al parlamento europeo, en un debate electoral emitido por el canal autonómico andaluz: La ortodoxia progresista está tratando de pasar del aislamiento político y social de la discrepancia (por ejemplo suspendiendo y cerrando cuentas de Facebook o Twitter) a su persecución jurídica y en su caso penal. Si lo consigue, pronto dejará de ser legal expresar opiniones contrarias al aborto, difundir meras informaciones objetivas sobre la relación entre inmigración e inseguridad o criticar el islam. Esta es la verdadera amenaza contra las libertades, no el fantasma de la “ultraderecha” con el cual pretenden asustarnos y de paso establecer una falsa democracia donde todos pensemos igual.
[1] “La libertad de prensa”, en G. Orwell, Rebelión en la granja, Ed. Destino, Barcelona, 1975.