Derechos colectivos, servidumbre individual

Alicia Rubio, la autora de Cuando os prohibieron ser mujeres… y os persiguieron por ser hombres, ha sido destituida de su cargo en un Instituto por escribir este libro, en nombre de una ideología que supuestamente defiende los derechos de las mujeres. La paradoja sólo puede sorprender a quienes siguen comprando esa mercancía adulterada de los discursos de emancipación.

Cuando se habla de derechos colectivos, se preparan las tiranías futuras. Y no podría ser de otro modo, porque los derechos colectivos son entes tan imaginarios como la inteligencia colectiva o la voluntad general: no existen ni han existido jamás.

Artículo en Actuall.

Cómo mola ser ateo

El humorista David Broncano ha dedicado un monólogo a cachondearse de las religiones en general y de los católicos en particular. Más concretamente, ha dicho que las creencias religiosas son unas “putas mierdas” y una “gilipollez”. Esto puede provocar la hilaridad de un público poco exigente, no lo niego, pero aquí pasaré por alto sus gracietas sobre Cristo y la Virgen y me centraré en los argumentos que desliza a fin de demostrar que los cristianos somos idiotas.

Primer argumento: ¡El mal en el mundo! ¡Tachaaaán! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Broncano, que es algo gracioso, aunque mucho menos de lo que cree, pone como ejemplo un pez del Amazonas que al parecer se te introduce en las partes (él emplea otra palabra menos fina que empieza también por pe) y te hace un auténtico destrozo. Seguro que Santo Tomás no conocía la existencia de este bicho, que si no, habría reescrito la Suma Teológica de arriba a abajo. ¿Cómo a un Dios omnipotente y omnisciente se le pudo colar un fallo así?

Decía Nicolás Gómez Dávila: “La sabiduría se reduce a no enseñarle a Dios cómo se deben hacer las cosas”. Pero no me negarán que resulta tentador tratar de rectificar al Creador. Es verdad que nuestra inteligencia no es del todo infinita, pero seguro que si nos dejan diseñar el universo, hubiéramos hecho algo un poco más apañadito, sin terremotos, sin depredadores y sin mosquitos. Y ya puestos, sin moscas y sin publicidad en los intermedios.

Otro gran argumento es que la fe y el conocimiento científico son incompatibles. Broncano da a entender que hasta Francisco, al que llama el “papa bueno” (este apelativo ya estaba pillado por Juan XXIII, pero Broncano aún no había nacido) la Iglesia no ha reconocido la validez de la teoría del Big Bang sobre el origen del universo.

Desde luego, en Francisco no me extrañaría mucho, porque este hombre ha sido capaz de descubir el comunismo siglo y medio después de Marx y Engels. Pero lo cierto es que la teoría de la Gran Explosión fue anticipada en 1931 por el astrofísico y sacerdote católico Georges Lemaître, y siempre fue vista con buenos ojos por la Iglesia católica. Lemaître vivió también antes de que naciera Broncano, justo es decirlo. A este le suena más Stephen Hawking, lo que aprovecha para burlarse además de su estado físico. ¿Les dije ya que se cree muy gracioso?

Un tercer gran argumento viene a decirnos que tener fe en Dios es de pobres; sí, tal como suena. Como más pobre es un país, más creyentes hay. Bien es verdad que en los países desarrollados también nacen menos niños, hay más obesos y mayor tasa de suicidios, pero eso es el progreso, amigos. La cuestión es que creer en Dios no mola nada, es un atavismo propio de gente poco glamurosa que no tiene el último modelo de iPhone ni encarga sushi por internet.

Broncano, ya lanzado, se desmelana intelectualmente, y nos expone una versión actualizada del argumento de la tetera de Russell, para lo que echa mano de los célebres pitufos, probablemente más conocidos por su juvenil público. Nadie ha podido demostrar, en rigor, que los simpáticos enanitos azules no existen. ¿Y acaso hay más indicios de la existencia de Dios que de los pitufos? Bien es verdad que tampoco nadie les atribuye a estos la creación del universo, pero el hecho de que estemos aquí no sirve como indicio de la existencia de Dios, porque Stephen Hawking ya ha dejado bien claro que la Singularidad inicial, lo que explotó hace catorce mil millones de años, pudo surgir de la nada sin la intervención de ningún ser superior.

–Pero ¿por qué surgió de la nada este universo y no otro? ¿Qué explicación tiene el “ajuste fino” del universo? ¿Hay infinitos universos o sólo el que conocemos?

–¡Anda, niño, vete a dormir ya, mira que eres preguntón!

Y ahora, la bomba. La tenía guardada, el tío. Resulta que Jesucristo es un mito, y encima copiado de otros más antiguos, como Horus, Mithra o Atis. Nuestro humorista no entra en detalles, pero la cosa pudo haber ido más o menos de la siguiente manera: los discípulos habían oído hablar de esas historias de un dios que muere y resucita cíclicamente (San Pedro o San Juan hasta debieron tener la colección de cómic completa, encuadernada en tapa dura), y tras el desconcierto inicial por la crucifixión (si es que ocurrió), uno de ellos concibió un plan genial.

–¡Ya está, decimos que el Señor ha resucitado como Horus, fundamos la Iglesia y a vivir del cuento dos mil años!

Hay sólo algunos detallejos menores que no encajan del todo con esta sesuda reconstrucción histórica, como que la vida de Jesús es el hecho histórico de la Antigüedad del cual se conservan mayor número de papiros. No deja de ser una marca curiosa, para tratarse de un mero plagio literario, compuesto casi veinte siglos antes de que Hollywood comprara los derechos del guión.

Por último, un argumento demoledor. Como está desgraciadamente de actualidad, hay sujetos que en nombre de Dios matan a sus semejantes. Broncano se guarda mucho de hablar explícitamente del terrorismo islámico, no vaya a tener algún problemilla por hacerse el valiente. Pero a lo que vamos: ¿pueden citarme el caso de alguien que haya matado en nombre del ateísmo? Y no vale decir que el comunismo ateo mató a cien millones de personas el siglo pasado, porque ningún comunista se inmolaba gritando “¡La nada es grande!”. Simplemente te fusilaban, torturaban o mataban de hambre en nombre del socialismo científico; ni punto de comparación.

El monologuista no oculta en este punto su irritación. Ahora los creyentes piden respeto, después de “cuarenta años de misa obligatoria”. Una vez más hay que recordar que Broncano es bastante joven, y por tanto la noción que tiene del franquismo debe proceder básicamente de pelis españolas. Vamos, que aquello era un infierno de militares y curas hasta que llegó Zapatero y liberó a las mujeres y los gais, fecha arriba, fecha abajo.

Concluye el humorista con una nota positiva, confesando que su dios es el Chiste. Así que después de todo cree en algo: en lo gracioso que es. Ya lo veníamos barruntando. Quien no cree en Dios, acaba creyendo, directa o indirectamente, bajo un nombre u otro más o menos presuntuoso, en sí mismo. Eso que nuestro tiempo ha elevado a la categoría de virtud poco menos que suprema, llamándola “autoestima”. Desde luego, hay que tener la autoestima por las nubes para atreverse a hablar de la cuestión fundamental de la existencia humana, partiendo de una ignorancia tan vasta como aquella que uno atribuye a los demás.

Consideraciones más o menos intempestivas de un católico

En este escrito empezaré estableciendo una tesis muy básica sobre la relación entre cristianismo, ateísmo y progresismo, para después comentar algunos aspectos más concretos de la situación política internacional. Creo que de este modo puedo referirme a estos últimos con una perspectiva que a menudo se pierde en los debates a ras de la actualidad.

El ateísmo, hoy dominante entre las elites, sostiene que la realidad primordial, de la que surge o fundamenta todo lo existente, no es de tipo personal, sino que está sometida a leyes carentes de finalidad, está regida por el puro azar o por una combinación de ambas cosas. De ello se deduce que para un ateo, el bien y el mal no son conceptos objetivos, sino que se trata de convenciones exclusivamente humanas, esto es, subjetivas. Esta sería la razón por la cual las ideas sobre lo que está bien y lo que está mal varían aparentemente en el tiempo y en el espacio. El ateo tiende por naturaleza a ser progresista (la moral evoluciona) y multiculturalista (la moral varía según la cultura).

Por el contrario, el creyente piensa que la realidad primordial o fundante es de tipo personal, lo que llamamos Dios. De ahí se deduce que el deber-ser no es algo que derive secundariamente del ser, sino que forma parte esencial de él. Por tanto, para el creyente sólo existe una ética verdadera, universal y eterna, y las variaciones que registra la historia y la antropología son o bien extravíos, o bien producto de observaciones negligentes, contaminadas por prejuicios acerca de lo que verdaderamente piensan las personas de otras culturas o épocas sobre el bien y el mal. El creyente tiende por naturaleza (con la salvedad que a continuación diré) a ser conservador, es decir, a creer que no hay innovación posible en el terreno moral doctrinal.

Cabe señalar que dentro de los creyentes existen dos variantes muy disímiles, en líneas generales representadas por el judeocristianismo y por el islamismo. Ambas coinciden en que existe una única moral objetiva y eterna, pero el primero admite que se da un margen para distintos tipos de organización jurídico-política compatibles con la moral verdadera, mientras que el segundo se plantea como un sistema completo donde no hay una verdadera distinción entre moral, derecho y política. Es decir, el islamismo es por naturaleza totalitario.

El creyente judeocristiano puede ser, y a menudo lo es, reformista en el terreno estrictamente político, en el sentido de defender una forma de organización social distinta de aquella en que vive. Sin embargo, con ello corre el riesgo de ser confundido –y mucho peor, de confundirse él mismo– con el progresista. Por eso en ocasiones se convierte en un “modernista”, que desea una Iglesia más adaptada a la mentalidad progresista. Lo cual conduce con lógica inflexible a una Iglesia que renuncia a su esencia (como depositaria y custodia de la verdad eterna), reducida a una mera ONG.

Esto no significa que el cristiano deba abstenerse de intentar mejorar las cosas desde la política, sino que debe hacerlo sin dejarse seducir por los cantos de sirena del progresismo, que en su fundamento último es una ideología atea. Unos cantos brutalmente amplificados por el poder de los medios de comunicación modernos, abrumadoramente decantados hacia el progresismo.

En la actualidad, con la llegada al papado de Jorge Bergoglio, el progresismo ha alcanzado el mayor nivel de penetración en la Iglesia, que ya era bastante alto. La preocupación por los pobres y por el medio ambiente, así como el acercamiento a quienes están alejados de la Iglesia, son no sólo legítimos sino necesarios. Pero estas causas se pervierten cuando se adopta el marco interpretativo progresista. Este comete dos errores fundamentales.

En primer lugar, el progresismo culpa de la pobreza y del deterioro del medio ambiente a la economía de mercado intrínsecamente. De ahí extrae la conclusión de que es posible construir una sociedad mejor simplemente por mera voluntad política, ignorando las leyes de la economía y de la naturaleza humana[1]. Toda ideología que propugna tal cosa favorece indefectiblemente sistemas totalitarios. Por eso el socialismo es incompatible con la democracia y el estado de derecho.

Como vimos, la clave del progresismo es el subjetivismo, lo que equivale a la idea de que el hombre puede construir su mundo desde cero, de manera totalmente autónoma. Esto se refleja en las concepciones económicas y en otras como la ideología de género, que reduce las diferencias sexuales a construcciones culturales.

En segundo lugar, el progresismo, al negar que existan un bien y un mal objetivos, desconoce el concepto de pecado. Por tanto, sólo puede entender el acercamiento a los que están alejados de la Iglesia (a las “periferias”, en el lenguaje de Francisco) como una relativización y a la postre negación de sus pecados o errores, que es algo completamente distinto del perdón. (No puede haber perdón si no se reconoce primero el pecado.)

Bergoglio no puede alterar la doctrina católica, pero sí puede introducir una práctica pastoral que la modifique de facto. Es lo que hace mediante su documento Amoris laetitia y sus muchas declaraciones informales, que hacen las delicias de los medios progresistas, es decir, de casi todos, incluidos los de línea católica. Exactamente igual a como proceden siempre los progresistas en terrenos como el aborto y otros, Bergoglio empieza introduciendo la posibilidad de excepciones, basadas en casos anecdóticos y conmovedores, de manera que quien se oponga a ellas sea visto como un inflexible fariseo, un malvado “ultraconservador” o “ultracatólico” con “cara de vinagre”.

La experiencia demuestra que las excepciones en determinados temas morales empiezan por una pequeña grieta y acaban convertidas en un formidable coladero. Se empieza defendiendo el aborto en casos dramáticos como la violación y se termina convirtiéndolo en un método anticonceptivo rutinario. Se empieza con el “discernimiento” que permite dar la comunión a determinadas parejas no casadas canónicamente, y se acabará admitiendo como compatible con el sacramento de la eucaristía cualquier tipo de desorden amoroso. Esto ya sucede en algunas parroquias, pero la idea es que acabe “normalizándose” a toda la Iglesia. Otro concepto, el de “normalizar”, característicamente progresista. Porque procede de norma, y progresista es quien no acepta otras normas que las que el hombre se da a sí mismo.

El resultado de todo esto no puede ser más lamentable. Nos acercamos al punto de una virtual dictadura del pensamiento progresista, que cada vez reacciona con mayores dosis de coerción frente a la disidencia. Ya empieza a resultar difícil oponerse a los dogmas de la ideología de género, del multiculturalismo o incluso del cambio climático antropogénico sin correr el riesgo de perder el empleo o incluso de sufrir consecuencias judiciales. La Iglesia no puede desentenderse de la resistencia a estas injusticias, y si lo hace, sólo cederá la causa de dicha resistencia a un totalitarismo rival del progresismo como es el islamismo. (Una rivalidad comparable a la que existió entre comunismo y nazismo.) Sin embargo, en la línea típicamente progresista, Bergoglio se empeña en ignorar las diferencias entre religiones y se erige en un defensor de la penetración indiscriminada en Europa de inmigrantes musulmanes, mal llamados genéricamente refugiados, como si ello no tuviera que causar la menor inquietud, pese al trato criminal que sufren los cristianos en los países musulmanes.

Por si fuera poco, ahí tenemos a Putin enredando. Defensor de los cristianos en Oriente Medio para algunos, es en realidad un autócrata que trata hábilmente de sacar partido a su favor de la criminal y estúpida política de Obama en la región.

El carácter nefasto de la pasada administración norteamericana no hace bueno a Putin. Basta asomarse a su órgano de propaganda e intoxicación, el canal de noticias RT, donde se defiende descaradamente el chavismo y se da pábulo a toda teoría conspiratoria contra el “imperialismo” (el de Estados Unidos, por supuesto) para comprender que Rusia no ha variado gran cosa su relación con Occidente respecto a la antigua Unión Soviética: intenta minarlo moralmente desde dentro, todo lo que puede, para defender sus intereses geopolíticos[2]. Tiene todo el derecho a defenderlos, como todo el mundo, pero no a costa de introducir veneno ideológico en otros países, ni de asesinar a opositores y periodistas.

Por todo ello, la situación es casi desesperante. Los cristianos no progresistas (es decir, los cristianos que vemos claramente la verdadera esencia anticristiana del progresismo) nos encontramos muy solos. Frente a la hegemonía progresista, apenas tenemos el respaldo de nuestro clero, cuando no la hostilidad manifiesta de una parte considerable de él, a todos los niveles. El islamismo, esa religión de paz que ha exterminado prácticamente a los cristianos en Oriente Medio, y los asesina de cien en cien en Egipto y otros países de África, cada vez se hace más visible en Europa, contando por añadidura con la protección progresista, celosamente vigilante contra el fantasma de la “islamofobia”. Y encima, tenemos motivos más que suficientes para desconfiar de “amigos” como el señor Putin, que alberga un indisimulado interés en un Occidente moral y materialmente débil.

En cuanto a Trump, hay indicios esperanzadores (la nominación de Gorsuch para el Tribunal Supremo, la retirada de subvenciones al tinglado abortista, su política fiscal liberalizadora, etc.) de que lidere una histórica reacción contra el progresismo. Pero no debemos olvidar que donde más poder ejerce constitucionalmente un presidente de los Estados Unidos es en política exterior, terreno minado en el que es sumamente difícil acertar. Aunque también sea difícil hacerlo peor que el anterior inquilino de la Casa Blanca.

Por supuesto, la esperanza que atesora todo cristiano es incomparablemente superior a la que pueda inspirar ningún dirigente político. Pero por ello mismo es perfectamente compatible con una visión desengañada y lúcida de la cruda realidad.

La situación en Europa resulta especialmente inquietante. Centrándonos en las elecciones francesas, nos encontramos con un dilema endiablado. Por una parte, un candidato del progresismo como Macron, defensor del buenismo multicultural, de la ideología de género, aunque no totalmente insensato en economía… Del otro, una candidata como Marine Le Pen, que combina un discurso rupturista en algunos puntos con el progresismo (no a los úteros de alquiler, derogación de la ley del matrimonio homosexual…, aunque ni pío contra el aborto, que parece legalmente blindado en Francia) con un discurso antiglobalización que puede deslizarse hacia la peor cara del proverbial chovinismo francés, con su irreprimible tendencia a destrozar McDonald’s y asaltar los caminones españoles en la frontera. Confieso que me alegro de no poder votar en Francia.

No han faltado, por cierto, críticas a Vox (único partido español nacionalista, y a la vez provida y contrario a la ideología de género, además de liberal en lo económico) por su acercamiento al FN francés. Sin embargo, creo que Santiago Abascal ha recalcado con bastante claridad las coincidencias y diferencias con otros movimientos europeos de la derecha alternativa. Se trata de una táctica arriesgada, pero comprensible. Cuando uno intenta distinguirse de la derecha establecida, entregada al progresismo (representada en España por el Partido Popular de Rajoy y Sáenz de Santamaría, y en parte también por Ciudadanos) no puede manifestar muchos remilgos ante ciertas compañías dudosas. Pero insisto, no hay duda alguna sobre el radical contraste entre el programa económico de Vox y el de Podemos, mientras que Marine Le Pen se ha esforzado en señalar sus puntos comunes con Mélenchon, el Pablo Iglesias francés. Aunque también hay que reconocer que el sistema electoral galo fuerza o incita a la candidata nacionalista a no despreciar ningún voto, ni siquiera el de ultraizquierda.

Desgraciadamente, el debate sobre Europa, tan candente tras el Brexit, actúa como una fuente de ruido en la cuestión fundamental de cómo impedir que el progresismo acabe convirtiéndose en una auténtica dictadura. Los católicos deseamos naturalmente una Europa unida, porque ello es una garantía frente a conflictos como los del siglo XX, y porque sería el mejor medio para fortalecernos ante todo frente al islam; también frente al expansionismo ruso y la dictadura china. Pero los principales defensores de la Unión Europea y el mundialismo son hoy, lamentablemente, los mismos progresistas que querrían erradicar definitivamente el cristianismo, que ven en la inmigración islámica «una oportunidad» (¿para quién?) y que favorecen la destrucción de la familia natural con su aberrrante ingeniería social. No deberíamos ceder a los progres la patente del europeísmo, sin duda, pero lo que no podemos de ninguna de las maneras es tragar con sus mercancías putrefactas por amor a una Europa unida que, aunque valiosa, a fin de cuentas no es un fin en sí misma.

[1] Los libertarios (que a menudo se llaman a sí mismos liberales) son una subespecie minoritaria dentro del progresismo, que en lugar de culpar al mercado de todos los males, lo convierten en una solución simplistamente mágica de todos ellos. (Así, defienden los úteros de alquiler, la legalización de todas las drogas, etc.) Un error de naturaleza opuesta, pero error al fin y al cabo. Conviene mucho distinguir el liberalismo clásico de tales desvíos.

[2] Resulta penoso, por cierto, el acuerdo de Intereconomía (uno de los poquísimos medios críticos con el progresismo de todos los partidos) con RT. Ante este error de fondo, se me antoja anecdótico que Julio Ariza entrevistara ayer domingo a un señor llamado Andreu Bacardit, que asegura haber dado con el “Teorema del Todo”, una física enteramente nueva que le ha permitido desarrollar, según dice, una tecnología para obtener electricidad ilimitada de la energía oscura del universo, y que hasta reprodujo un experimento ante las cámaras para “demostrarlo”. Pero desde luego, estos patinazos tampoco contribuyen en nada a la credibilidad de un medio de comunicación.