Natalidad y tatuajes

El pasado lunes, el diario ABC publicó una carta al Director con el título “La caída de la natalidad”, firmada por un tal Fernando Alés Villota, donde decía cosas como que el problema enunciado en el título era inevitable en una sociedad “en que las mujeres sólo viven preocupadas de hacer deporte, tatuarse y cuidar perros.” Lo cual contraponía a unos tiempos idílicos en que “las mujeres eran femeninas, dulces y vivían entregadas a la honrosísima tarea de obedecer a su marido y cuidar de su casa y de sus hijos.” Terminaba hablando del “viento sectario y gélido, que Dios sabe de dónde procede”, y que habría “secado las cabezas” de las damas, “tornándolas en seres extraños, únicamente preocupados en la adquisición de derechos y títulos.”

Pueden imaginarse los rasgamientos de vestiduras, empezando por las disculpas del propio director del periódico, desmarcándose del contenido de la carta, y terminando en los exabruptos de las redes sociales, los más suaves de los cuales eran “machista”, “misógino” y “retrógrado”. Una indagación superficial en internet revela que el autor pasó por el seminario hace unos años, lo que ha llevado a algunos a deducir que es actualmente cura. Suficiente para que muchos hayan identificado sin más esas opiniones con la Iglesia, además de con la derecha, cómo no. Los más comedidos se han preguntado cómo han podido fallar tan flagrantemente los filtros editoriales del periódico. Sobre esto abrigo una sospecha que enseguida formularé.

No hay duda de que la carta, en cuanto a la forma, es muy patosa. Esa manera de generalizar sobre las mujeres, tanto las de ahora como las de antes, es un error que con toda razón se le reprocha al feminismo radical cuando habla de los hombres como un colectivo de potenciales maltratadores y violadores. Y hablar de la obediencia de la mujer a su marido resulta francamente inapropiado en un texto que por su limitada extensión no puede entrar a reivindicar una loable virtud de ambos sexos (no solo de la mujer) caída en un injustificado descrédito.

Pero sobre el contenido, el escrito del Sr. Villota no va tan desencaminado como se ha proclamado a coro. Los tatuajes, el deporte practicado en la calle con chillonas indumentarias, la moda de los perros como sucedáneo de los niños (lo que no impide vergonzosas tasas de abandono animal), son fenómenos que retratan, si se quiere con brocha gorda, el culto al cuerpo y el exhibicionismo que tan profundamente impregnan nuestra sociedad. No es difícil ver que existe un hiperindividualismo ávido de autorrealización y experiencias ociosas, cultivado sistemáticamente por los medios y la publicidad, que está reñido con valores que sustentan y protegen la familia, como son el sacrificio y la renuncia a muchos placeres y caprichos, no solo por razones estrictamente económicas.

Expresada de manera infinitamente más rigurosa, se trata de la tesis que plantea el experto demógrafo Alejandro Macarrón, en una entrevista aparecida en el ABC un día antes de la dichosa cartita, bajo este titular: “La baja natalidad obedece sobre todo a motivos culturales no económicos”. Aquí reside mi sospecha de que la publicación de la carta “misógina” acaso no sea un mero error de filtro editorial, sino un troleo deliberado, una forma gamberra (aunque ajena a la intención del autor) de caricaturizar verdades sobre nuestra sociedad y sobre el problema demográfico que resultan demasiado incómodas para la mayoría.

Es incuestionable que cierta igualación de la mujer con el hombre, en numerosas actividades y patrones de conducta, guarda estrecha relación con la desvalorización de la maternidad. Esto no significa que las mujeres, como individuos, no tengan los mismos derechos que los hombres. Pero sí evidencia la limitación filosófica del liberalismo, o más exactamente de su deriva relativista: pensar que basta con la libertad para fraguar un mundo mucho mejor. No es así. Fuera de una atmósfera cultural constituida por valores fuertes sobre el sentido de la vida, sobre lo que es verdaderamente importante, la libertad por sí sola no puede construir nada sólido ni duradero. Ni siquiera garantiza -a la vista está- nuestra supervivencia literal como sociedad.

Esto no tiene nada que ver con rechazar las libertades individuales, ni retroceder a no se sabe qué oscuras edades inspiradas en la visión hollywoodesca de la Edad Media, en el franquismo recreado por los brigadistas de la memoria democrática o en la inverosímil distopía imaginada por Margaret Atwood en su novela El cuento de la criada. Quiere decir solo lo que he dicho: Libertad sí, pero no flotando en una nada de valores y creencias que hemos relegado y despreciado demasiado alegremente, y que equivocadamente creíamos reñidos con ella, como aquella metafórica paloma de Kant que un día pensó que, sin aire que le opusiera resistencia, volaría mejor.

Sin perdón

Este 23 de agosto, si nada lo impide, se matará legalmente a Marin Sabau, un vigilante de seguridad que un día entró armado en la empresa que lo había empleado, en Tarragona, y disparó contra tres de sus compañeros. En su huida hirió también con su arma a un policía. Tras infructuosos intentos de que se entregara deponiendo su actitud violenta, la policía autonómica lo abatió con varios disparos. Sabau sobrevivió, pero perdió una pierna y quedó en estado tetrapléjico, por lesiones vertebrales. Además, asegura padecer dolores que debido a su estado de salud no pueden ser paliados mediante sedación. Por ello, solicitó la eutanasia, en contra del parecer de las víctimas y un sindicato policial, las cuales desean con toda razón que sea juzgado antes. Pero el tribunal Constitucional, en última instancia, ha dictaminado que el derecho a una “muerte digna” prevalece sobre la tutela judicial.

No entraré en si este disparate es achacable a los jueces, al legislador o a ambos. Me limitaré a poner de relieve la falacia que subyace en el concepto de muerte digna. Lo que yo creo que es digno es que Sabau fuera juzgado, pagara por sus crímenes y tuviera tiempo, en su reclusión, de reconciliarse con Dios. Esto implica dejarle a Él que decida el momento de la muerte, pero sobre todo morir en su gracia. Ahora no será posible, salvo un milagro. Me pregunto si Sabau no ha tenido nadie cerca que le haya aconsejado, que le haya explicado que incluso la vida de un criminal es digna a los ojos de Dios, y que Él no niega a nadie la posibilidad de la redención. Más bien parece que le hayan animado, por un humanitarismo desviado, a pedir que el Estado termine con su vida.

Estoy convencido de que la gran mayoría de partidarios de la eutanasia son en cambio contrarios a la pena de muerte. Y dirán que hay una diferencia obvia. En la eutanasia, media el consentimiento de quien quiere terminar con su vida. Pero ¿acaso no hubo también una decisión libre en quien cometió crímenes que sabía que, en determinados países y épocas, estaban castigados con la pena capital?

No me sorprende que se sitúe el dudoso derecho a decidir sobre la propia muerte por encima del derecho a un juicio justo, el cual sí es un derecho inviolable del acusado, y uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho. Digo que no me sorprende, porque ya desde hace décadas, se ha antepuesto un dudoso derecho anticonceptivo a la vida humana. El aborto y la eutanasia son dos caras de la misma cultura de la muerte. De quienes cuestionan la bondad de la Creación, y consideran que a veces es mejor no existir, sea por decisión propia o incluso de otros. Son los nihilistas que optan por la nada, y por tanto desconocen la esencia del pecado, que no es otra que la negación del bien; el no-ser. Esta ignorancia del pecado y de la culpa, que nuestro tiempo ha confundido absurdamente con una liberación, implica, con carácter deductivo inexorable, la ignorancia de la mayor y más verdadera liberación que le es concedida al hombre: el perdón.