¿Dónde está todo el mundo?

Un comité del Congreso de los EEUU ha interrogado este verano al oficial de la Fuerza Aérea David Grusch, bajo juramento, sobre la supuesta existencia de naves extraterrestres custodiadas por un programa federal altamente secreto. Los chascarrillos que sugiere el asunto pueden ser inacabables, pero me temo que cuando en nuestro Congreso la actualidad versa sobre el uso de las lenguas regionales, habladas en menos del 0,001 % de la superficie de un planeta perdido entre los miles de millones de nuestra galaxia, no estamos en condiciones de mofarnos demasiado de los americanos.

Personalmente, no creo una sola palabra sobre contactos con extraterrestres, no porque descarte a priori esa posibilidad, sino porque por ahora nadie ha presentado ninguna prueba creíble, que yo sepa. Pero el tema de la existencia de inteligencia fuera de nuestro planeta siempre me ha parecido fascinante, en especial desde que Carl Sagan divulgó, en su inolvidable serie documental Cosmos, los intentos científicos serios por hallar indicios de civilizaciones ET.

La premisa teórica es sobradamente conocida. En una galaxia como la Vía Láctea, por limitarnos a este insignificante rincón del universo conocido, donde con toda probabilidad hay millones de planetas con condiciones astrofísicas aptas para la aparición de la vida, resultaría sorprendente que la vida inteligente solo haya aparecido una vez (en la Tierra) en los últimos miles de millones de años. De aquí se deduciría que ahí fuera debe estar lleno de civilizaciones, con las que algún día podríamos establecer contacto, si no lo hemos establecido ya, según piensan algunos.

Hay sin embargo una objeción a esta deducción que fue formulada en 1950 por el físico Enrico Fermi, según algunos testimonios, aunque desconozco si existe una constancia documental de ello. Al parecer Fermi planteó, en una conversación informal, una sencilla pregunta. Si la inteligencia ha aparecido más de una vez en nuestra galaxia, quizás decenas de veces o muchas más, dadas las probabilidades estimables en tan gran número de planetas y períodos de tiempo de escala geológica, ¿dónde está todo el mundo? (Where is everybody?) ¿Por qué no disponemos del menor indicio de la existencia de civilizaciones procedentes de otras estrellas?

Para comprender el alcance de esta cuestión, no podemos quedarnos en señalar que las distancias interestelares son muy grandes, lo cual, unido al límite de la velocidad de la luz, dificultaría enormemente el contacto físico entre civilizaciones de distintos planetas, si es que no lo hace imposible. Siendo esto cierto, además del factor espacio, debemos considerar el factor tiempo. Si en los últimos miles de millones de años han aparecido varias civilizaciones en nuestra galaxia, de las cuales un número determinado de ellas no se han extinguido, por mera ley probabilística debería haber al menos una, y probablemente más de una, mucho más vieja que la nuestra, la cual según los registros arqueológicos data de unos diez mil años, cuando surgieron la agricultura y la división del trabajo, y por tanto las primeras ciudades.

Ahora imaginemos civilizaciones que tengan no diez mil años de antigüedad, sino cien mil, un millón, diez millones… Incluso si desarrollaran una tecnología de viajes espaciales que no superara la media de un diez por ciento de la velocidad de la luz, se ha estimado que en un período de tiempo de alrededor del orden de magnitud de un millón de años habrían colonizado la galaxia entera. Es decir, deberían haber llegado a la tierra hace mucho tiempo, quizás ya en el paleolítico, según imaginaba la película de Stanley Kubrick, 2001: Una odisea del espacio (1968). Pero, vuelvo a repetirlo, por mucho que otros nos vendan otra historia: no hay la menor prueba seria de que esto haya ocurrido. ¿Dónde están, pues, esas civilizaciones tan avanzadas?

Las respuestas hipotéticas a esta pregunta crucial son numerosas, desde las más verosímiles hasta algunas francamente ingeniosas, por no decir extravagantes. Pero desde un punto de vista puramente lógico se pueden clasificar en dos tipos. Las que sostienen que esas civilizaciones, después de todo, no existen por alguna razón, y las que sostienen que aunque existen, son indetectables para nosotros, también por diversos motivos imaginables, entre ellos que los ET se ocultan deliberadamente. Cae de suyo que antes de considerar las hipótesis del segundo tipo, habría que tratar de explorar las primeras, si realmente existen seres inteligentes extraterrestres, detectables o no.

Sin salirnos del análisis meramente lógico, las explicaciones por las que tal vez estemos solos en el universo, o al menos en nuestra galaxia, se pueden también a su vez reducir a dos. La primera, que quizás las civilizaciones no consiguen sobrevivir períodos tan grandes de tiempo, al menos no lo suficiente para expandirse mucho más allá de sus sistemas solares de origen, ni dejar huellas de su existencia detectables a miles de años luz. Esta parece ser que era la explicación que tenía en mente Fermi cuando hizo su incisiva pregunta. Consideremos el contexto. El científico italiano estaba trabajando en aquella época en el laboratorio de Los Alamos, desarrollando las bombas atómicas, que ya habían sido lanzadas sobre dos ciudades japonesas cinco años antes. El temor a una guerra nuclear que acabara con la especie humana no era nada infundado, e incluso hoy no es desdeñable. Pero las civilizaciones no sólo pueden extinguirse por autodestrucción, sino que existen diversas catástrofes cósmicas o incluso de menor escala que pueden acabar con la vida inteligente de un planeta antes de que haya podido expandirse fuera de él. La esperanza de vida de una civilización podría ser mucho menor de lo que el optimismo tecnológico lleva a creer.

La versión más pesimista de esta hipótesis sería que quizás la probabilidad de que, ya no una civilización dure, sino de que llegue a aparecer, antes de que una especie de vida inteligente se extinga, es realmente irrisoria, casi milagrosa. ¿Cuántas veces podría haberse extinguido el ser humano ya en el paleolítico, por algún tipo de catástrofe natural global o incluso meramente local, cuando el número de individuos era enormemente reducido, inferior al de algunas ciudades actuales? El ejemplo de los grandes saurios, desparecidos hace sesenta millones de años, al parecer por los efectos del choque de un asteroide, es suficientemente ilustrador. John Gribbin (Solos en el universo) ha señalado que la existencia de los planetas gaseosos gigantes en nuestro sistema solar (Júpiter, Neptuno y Urano) ha podido jugar un papel clave en el desvío de asteroides peligrosos en órbita de colisión con los planetas interiores, uno de los cuales habitamos. Una frecuencia mayor de colisiones con objetos más grandes (pongamos cada millón de años, en lugar de cada cincuenta millones) podría hacer imposible que una especie inteligente superara el cuello de botella que la separa de la expansión extraplanetaria, a cuyas puertas estamos nosotros. Apenas estaría ensayando las primeras herramientas de piedra cuando caería el siguiente meteorito, y adiós. Imposible llegar a descubrir la agricultura, no digamos ya el chip electrónico, con semejante inestabilidad.

La segunda explicación de la aparente soledad del ser humano en el cosmos, al menos intragaláctico, es de índole más filosófica, porque nos obliga a plantearnos qué es realmente la civilización y la inteligencia misma. Puede que una inteligencia muy avanzada ya no desee después de todo expandirse espacialmente. No porque, como algunos podrían pensar, la conquista del espacio sea una mera extrapolación de un imperialismo primitivo. Colonizar otros planetas obedecería a una estricta racionalidad de supervivencia como especie a muy largo plazo, incluso si el planeta de origen dejara de ser habitable por cualquier causa. Pero ¿y si las especies más evolucionadas consiguieran algo cercano a la inmortalidad más allá de la mayoría de contingencias biológicas y físicas? ¿Qué necesidad tendrían de ninguna expansión? Max Tegmark (Vida. 3.0) se adentra en especulaciones de carácter gnóstico, según las cuales a largo plazo la vida inteligente llegaría a liberarse de la materia, en la dirección que apunta el transhumanismo, el cual en su versión más radical ve posible en un futuro desvincular por competo la mente de cuerpo, del mismo modo que una aplicación o un sistema operativo informáticos pueden pasar de un soporte o dispositivo a otros. Estas especulaciones adolecen de un problema grave, y es que un ser finito, por muy evolucionado que esté, no podrá jamás reinventarse absolutamente desde cero: nunca llegará a ser Dios, por la misma razón esencial de que añadiendo cantidades a un número nunca alcanzaremos un valor infinito. La hipótesis de una vida inteligente que deja atrás por completo la materia, sin mediación trascendente, se me antoja un sucedáneo tecnófilo de la religión muy problemático. Una inteligencia extraterrestre que de algún modo eludiera el contacto con el universo físico recuerda de algún modo a los dioses epicúreos, tan inalcanzables como superfluos, y por definición indemostrables.

No veo problema teológico alguno en que la creación esté poblada de inteligencias separadas por espacios interestelares. De hecho, no conjuga mal con el carácter superabundante de la omnipotencia divina. Pero tampoco es descartable que el Creador hubiera optado por un universo con el ser humano como único habitante inteligente, por razones que no son asequibles para el hombre. La cuestión sólo podrá responderse empíricamente, si se produce un día el encuentro entre nosotros y otra inteligencia originaria de una estrella diferente. Mientras tanto, permanecerá completamente abierta.

El debate trampa de la constitucionalidad

El debate sobre la constitucionalidad o no de la amnistía, que los separatistas (ERC y Junts) exigen a Sánchez para investirlo presidente, es un claro ejemplo de debate trampa. Nos hace perder tiempo con una cuestión que en todo caso terminaría decidiendo el Tribunal Constitucional con criterios políticos y no jurídicos, tal como demuestra su ya larga trayectoria desde que el socialismo lo adiestró en reconocer la voz de su amo, sea para bendecir el latrocinio de Rumasa, para legalizar a Bildu o para dar por buena la ley de plazos del aborto. Ello sin contar que, aunque meses o años después el TC declare inconstitucional una medida del Gobierno, como ocurrió con los confinamientos por la pandemia, aquí no pasa absolutamente nada y el único que dimite es Rubiales.

Tampoco la cuestión de fondo es si el proyecto de ley de amnistía filtrado por Alvise Pérez es verdadero (y no un mero borrador salido del mundo separatista) ni si es cierto que el rey echó a Sánchez de la Zarzuela, o poco menos, cuando éste se lo presentó para que fuese haciéndose a la idea de lo que tendría que firmar. Sin embargo, estas informaciones, sea cual sea la credibilidad que les otorguemos, al menos nos permiten centrar nuestra atención sobre temas de mucha más enjundia, como son el papel de la Corona, por un lado, y los términos concretos y precisos en los que se está planteando la amnistía, por otro. Estos irían mucho más allá de archivar el sumario de Puigdemont, pues abarcarían los de todos los participantes en hechos delictivos relacionados con el separatismo desde enero del 2013, y llegarían a detener y prohibir cualquier investigación judicial y policial de los mismos. Es decir, se trataría nada menos que de rehabilitar por completo el golpe separatista, y de poner en solfa toda la jurisprudencia del TC desde la sentencia sobre el Estatut. En la práctica supondría reconocer al más alto nivel la existencia de un conflicto entre Cataluña y el “Estado español” que sólo puede resolverse por la vía del referéndum de autodeterminación.

El texto filtrado por Alvise, vale la pena reseñarlo, no se corta un pelo. Toma explícitamente como precedente la ley de amnistía de 1936, por la cual fueron excarcelados Lluís Companys y los demás organizadores del golpe de octubre de 1934 contra la República. Pocos meses después de la salida de prisión de Companys, estallaría la Guerra Civil. Quienes han redactado esta proposición de ley son unos irresponsables de la peor especie, y poco importa si Sánchez ya la ha hecho suya y la ha presentado al Rey, o si una garganta profunda se ha anticipado a los acontecimientos. Que el texto en sí no lo ha inventado un aficionado, resulta obvio solo con leerlo. Que al final una ley de amnistía vendrá a ser más o menos eso, ofrece pocas dudas. La amarga ironía de todo esto es que el redactado se inspira, a veces con coincidencias literales, en la ley de amnistía de 1977, que facilitó la reconciliación entre españoles apenas dos años después de la muerte de Franco. Comparen si no el arranque de los dos artículos primeros. El de 1977 reza: “Quedan amnistiados: a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.” El filtrado por Alvise, tras un largo preámbulo, dice: “Quedan amnistiados todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos…” ¿Les suena de algo?

La diferencia de espíritu de ambas leyes es sin embargo abismal. En un caso, se trataba de resolver un conflicto histórico; en el actual, se trata de hacerlo irresoluble como no sea mediante la plena satisfacción de las pretensiones separatistas. No otra es la auténtica cuestión de fondo. Si España, cuya unidad es el fundamento de la Constitución, y no al revés, como ésta declara explícitamente, se puede acabar disolviendo como nación por las ansias ciegas de poder tanto de Sánchez y sus socios como de los separatistas. Por supuesto, la clave es que no lo presentarán así, como no presentaron la reanimación política de ETA, durante los gobiernos de Rodríguez Zapatero, como lo que fue. Pronunciarán palabras de paz, diálogo, democracia. Con ellas y con las polémicas amarillistas que se inventan ya casi a diario proseguirán el tratamiento de sedación. Cuando los españoles, o al menos una buena proporción de ellos, despierten, el crimen ya estará consumado. Conviene decir que contarán con la colaboración de cierta derecha ayusista (tenga o no culpa la aludida) que no ve más allá de la comunidad madrileña. Una derecha que ya se ha desengañado hace tiempo del Rey, porque según ella no hace nada para frenar esta deriva, y que incluso asegura preferir que Cataluña y el País Vasco se independicen, con tal de que no nos saquen más dinero y dejen de afrentarnos. Curiosa forma de hacer frente a los enemigos concediéndoles todo lo que estos desean: la república (último requisito de un régimen plenamente bolivariano) y la disgregación territorial. Quiero tener fe en que todavía hay una parte de españoles que no piensan rendirse tan fácilmente, entre ellos el rey Felipe VI.

Los inventos de la izquierda

La izquierda es maestra en inventar causas artificiales y reivindicaciones impostadas, por no hablar de polémicas trucadas. Ejemplo actual es la pretensión de que se utilicen las lenguas regionales en el Congreso, cuando todos los diputados hablan y entienden perfectamente la lengua común española, sin entrar en la mediocre oratoria de muchos, que es harina de otro costal. Pero oyendo sus justificaciones parece que los contrarios a la onerosa y absurda contratación de intérpretes innecesarios, y sobre todo los contrarios al escarnio de la segunda lengua más hablada en el mundo, son enemigos de las lenguas catalana, vasca y gallega, unos fanáticos jacobinos (aunque los llamarán franquistas, su nivel intelectual no da para más) que quisieran verlas erradicadas.

La inventiva de la izquierda viene de lejos. Hace veinte años, el presidente socialista del gobierno autónomo catalán, Pascual Maragall, se inventó el Estatut. Por supuesto que ya existía uno desde inicios de la Transición, que se había desarrollado hasta el mayor nivel de autogobierno de la historia de Cataluña (sea eso bueno o malo), probablemente desde tiempos de Fernando el Católico. Pero Maragall se inventó, hablando con precisión, el clamor por reformarlo, la insatisfacción general por el texto vigente, cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de catalanes ni nos acordábamos de él, ni nos importaba un pebrot. Como ocurre ahora con las lenguas regionales en el Congreso, también entonces se acusó a quienes ponían objeciones al nuevo estatuto de ser enemigos declarados de Cataluña. De esa frustración de laboratorio por un texto autonómico que apenas había pedido nadie cinco minutos antes, hasta que TV3 convenció a dos millones de espectadores de que no podían vivir sin él, nació el llamado procés, que culminaría en el golpe de Estado separatista.

Recordemos que a esta calamidad contribuyó decisivamente el presidente socialista Rodríguez Zapatero, animando al parlamento catalán a presentar un texto lo más inconstitucional posible, y así poder embarrarlo todo. Zapatero, no en vano, fue maestro de maestros en el arte inventiva. Se inventó nada menos que la Paz, cuando ETA estaba prácticamente derrotada, asfixiada policial, financiera, y sobre todo políticamente, gracias a la prohibición de su brazo político. Llegó Zapatero (el cómo llegó es el capítulo más negro de este siglo) y consiguió, al final de su segunda legislatura, devolver a los terroristas a la vida política. Presentó como su personal logro negociador, y no como incapacidad material de los criminales, que dejaran de matar y extorsionar. Y lo llamó paz, para que los críticos con semejante maniobra de reanimación de la ultraizquierda separatista pudieran ser acusados de nostálgicos de las bombas, de vivir mejor contra ETA que sin ETA.

No contento con la paz, Zapatero se inventó incluso el Amor. Hasta entonces este había sido sobre todo un precepto evangélico, y no casualmente el principal motivo de la literatura occidental. Tristán e Isolda se enamoran al beber ambos de una poción amorosa. No hay aquí elección, sino fatalidad (lo que románticamente sustituye a la convención), pero lo importante es que desde un determinado momento el centro se sitúa no en el yo, sino en el otro. Para la sofistería zapaterista, el amor sería ante todo amar a quien se quiera, como quien elige en el mercado entre los distintos productos de la oferta. La clave se pone ya no en el compromiso ni en la pasión, sino en la libertad de elección, que distingue al amor de pareja de otros tipos de amor, pero no lo explica, no barrunta ni lejanamente el abismo de autonegación y entrega absoluta al que se asoma un Wagner, por no decir el cristianismo, matriz última del Liebestod, como de toda nuestra alta cultura, por muy secularizada o paganizada que se muestre. Pero una vez más, quienes argumentaron, generalmente más con razonamientos antropológicos que religiosos, contra el matrimonio homosexual, fueron acusados de odio, de mentalidad retrógrada y cerrada, de estar en definitiva contra el amor, a pesar de que dos días antes, la inmensa mayoría de homosexuales no había pensado remotamente en casarse entre ellos. Luego sí, retrospectivamente resulta que habían vivido amargados por no poder oficializar sus relaciones de pareja hasta que Zapatero los liberó.

La derecha casi siempre queda desconcertada ante las invenciones de la izquierda. Lo suyo es más la conservación, más el mantenimiento que la innovación. Más la rutina que la aventura. La izquierda sabe extraer petróleo de esta aparente debilidad. Con sus invenciones no pretende sinceramente mejorar la vida de nadie: lo que desea es precisamente descolocar a la derecha, situarla a la defensiva, en posición incómoda, antipática, ridícula, odiosa. Esa es, bien mirado, la mayor invención de la izquierda, la que subyace a todas las demás: la invención de la derecha retrógrada, enemiga del progreso, de la pluralidad, de la paz, del amor. Sin la derecha que ella misma se ha inventado en gran medida, la izquierda no sería absolutamente nada.