La excentricidad de Vox

Hay dos ideas que, a pesar de su ineptitud, se repiten y se seguirán repitiendo durante estos días de precampaña y campaña electoral hasta el 10 de noviembre. La primera es que esta nueva convocatoria de elecciones es un fracaso de la clase política o, más concretamente, un fracaso de un Pedro Sánchez incapaz de obtener los apoyos suficientes para ser investido presidente. La segunda es que si Sánchez vuelve a ganar las elecciones, incluso con mayor número de escaños que ahora, la culpa principal será de la estúpida división de la derecha en tres partidos: PP, Cs y Vox.

Empezaré por la segunda tesis porque sinceramente me pone negro. Si algo me parece singularmente erróneo es pensar que PP, Cs y Vox son “la derecha”, sea lo que sea lo que designemos bajo esta etiqueta. Es decir, que se trataría de formaciones que comparten unos principios fundamentales. En realidad, son mucho mayores las coincidencias esenciales del PP y Ciudadanos con el PSOE que con Vox. Si algo hay dividido es el denominado centro, que hoy no es más que el consenso progresista, aunque yo prefiero llamarlo, más crudamente, el progresismo dominante.

¿Qué es, aquí y ahora, el centro? El centro es hoy la convicción de que el actual modelo socialdemócrata, que recaba grosso modo la mitad del Producto Interior Bruto, esto es, la mitad del dinero de nuestros bolsillos, es básicamente incuestionable. Las leves discrepancias entre los tres partidos del centro se limitan a si todavía hay margen para aumentar los impuestos y el “gasto social”, o si más bien convendría moderarlos un tanto, no vayamos a matar a la vaca de tanto exprimirla.

Profundizando algo más, el centro-progresismo descansa en la firme creencia de que el Estado tiene la obligación de proporcionarnos la felicidad, de buscarla por nosotros y no meramente dejarnos en paz para que cada individuo trate de encontrarla por su cuenta y a su manera. Este principio es el que inspira o aglutina los apartados básicos del discurso centro-progresista: El europeísmo beato, la aceptación acrítica del autonomismo, el multiculturalismo, la ideología de género y el ecocatastrofismo.

Y observen una cosa: partidos supuestamente alejados del centro como Unidas Podemos y los separatistas no hacen más que llevar un paso más lejos, o dos, ideas plenamente aceptadas e identificadas con las posiciones centro-progresistas. Por ejemplo: el derecho de autodeterminación no es más que una exacerbación histérica del culto al Estado como la encarnación de una mítica voluntad democrática. Sólo hay un partido parlamentario que defienda actualmente posiciones divergentes de esta casi unanimidad asfixiante, un partido que podríamos adjetivar perfectamente como excéntrico, y es evidentemente Vox.

Quienes suspiran por una suma del PP, Cs y Vox, sencillamente no han entendido nada, o fingen que no han entendido nada. En buena lógica, lo más clarificador sería que “sumaran” el PP, Cs y el PSOE, si bien es providencial que no lo hagan, porque de lo contrario su predominio sería definitivamente irresistible.

Ahora se verá más fácilmente la ineptitud de la tesis vulgar según la cual las elecciones son un fracaso de Sánchez o de los políticos en general. En realidad, al mostrar sus distancias con UP y los separatistas, Sánchez no hace otra cosa que tratar de convertirse en el líder del centro-progresismo. Y parece que la estrategia le está saliendo bien. No fracasa quien no consigue lo que en el fondo no pretendía.

Los de Casado y Rivera podrán decir lo que quieran, acusar a Sánchez de pactar con Bildu, de que piensa indultar a los políticos independentistas tras las previsibles condenas… Nada de todo esto tiene apenas fuerza mediática frente a los hechos desnudos: que vamos a unas nuevas elecciones por la falta de acuerdo entre Sánchez e Iglesias, en especial respecto al derecho de autodeterminación. Cosa esta última que el presidente en funciones no hace más que poner astutamente de relieve, robándole al Partido Popular, y aún más a Ciudadanos, uno de sus temas más idiosincrásicos, como es la defensa de la unidad de España. Cabe señalar que el pacto del PSOE con los herederos políticos de ETA en Navarra impresiona poco a una opinión pública que en su mayoría se ha tragado con patatas el cuento chino de la derrota de la banda criminal.

Este es, pues, el panorama: unas elecciones en las que se presenta un centro progresista dividido en tres partidos (lo repetiré una vez más: PP, Cs y el PSOE), otro conjunto de siglas que se limitan a desarrollar o exasperar la ideología dominante, como son Unidas Podemos y los separatistas, y un solo partido realmente extramuros del sistema, el dirigido por Santiago Abascal; el único que cuestiona el moderno culto seudorreligioso al Estado Providencia, con sus miniestaditos menores (autonomías) y sus querencias totalitarias.

La culpa de los otros

He adoptado un nuevo lema para mi cuenta de Twitter, Exprogre (@Carlodi67):

Dejé de ser progre el día que comprendí que culpable y otro no son sinónimos.

La más inmediata fuente de inspiración de esta frase es El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, obra de carácter satírico cuyo ingenio con frecuencia logra brillar por encima de un radicalismo a decir verdad muy trillado. Algunas entradas de este libro, escrito, como su título indica, a modo de diccionario, son realmente geniales. Por ejemplo esta: “Curandero, s. Asesino sin licencia.” Nótese que realmente el dardo satírico se dirige a los asesinos con licencia, en la mejor tradición del escepticismo antimédico desde Montaigne.

O juzguen también esta otra: “Culpable, adj. El otro.” Confieso que tenía absolutamente presente esta definición impagable en el momento de concebir mi lema tuitero. Pero también resonaba en mí una sentencia que he escuchado numerosas veces al entrañable Carlos Rodríguez Brown: “El mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio”.

Alguien podrá decir que la búsqueda de culpables no es privativa del progresismo; más aún, que no caracteriza en absoluto al verdadero progresismo. Lo primero lo admito sin reparo alguno. Efectivamente, si alguien llevó la demasiado humana manía de señalar chivos expiatorios hasta cotas de maldad y delirio difíciles de igualar, no fue otro que Adolf Hitler con su patológica obsesión antisemita. Y sin irnos más lejos, aquí entre nosotros, en el nordeste peninsular, tenemos a unos compatriotas que gustan lucir lazos amarillos y culpar de todos sus males, reales e imaginarios, a España.

Nada me complace más que la economía argumental. Si con el mismo razonamiento puedo expresar mi aversión por las ideologías más dispares, me siento feliz. En efecto, no soy progresista por la misma razón, en esencia, por la que tampoco soy ultraderechista o separatista. Y no por ello pretendo que todos los pájaros que mato con el mismo tiro sean de la misma especie.

Con lo que no estoy de acuerdo es con salvaguardar al “verdadero progresismo”, al cual habría que distinguir de sus supuestas desviaciones o tergiversaciones. Yo no sé si hay tal cosa. Me limito a juzgar al progresismo por los que se llaman a sí mismos, con indisimulada satisfacción, progresistas. Y lo que he advertido en ellos, desde siempre, es que tienen automatizada de manera admirable la externalización de la culpa.

Externalizar la culpa es sostener que los grandes males que supuesta o realmente aquejan al hombre (la pobreza, la desigualdad, las guerras, los problemas medioambientales, etc.) son atribuibles o bien a estructuras perversas (el capitalismo, el patriarcado) o bien a unos grupos determinados, que en general podemos denominar como los poderosos. No pretendo que el progresismo se reduzca a esta idea. Sí digo que si quitamos esta idea, no hay progresismo.

Lo esencial de la externalización de la culpa es, primero, su carácter de explicación omnicomprensiva, su función casi gnóstica de secreto del universo. Lo segundo es que se achaca a un colectivo, no al individuo en sí. La culpa es siempre artificial (es decir, antrópica), pero supraindividual. Esto no impide a los progresistas personalizarla en figuras de carne y hueso, sus habituales bestias negras. Verbigracia: Trump, y en general todos los presidentes de Estados Unidos del Partido Republicano. Pero el odio hacia personajes identificados con la derecha, la ultraderecha o el populismo, aunque no desdeñe las ventajas propagandísticas de la encarnación en unos apellidos concretos, es siempre odio a lo que estos representan, al noúmeno más que al fenómeno. Los vicios o defectos que parecen inherentes a un conservador se juzgan accidentales en un progresista, o indicio de que no es un “verdadero progresista”.

Hay dos maneras, en cierto modo opuestas, con las que se consigue desvincular la culpa del pecado original (pues de esto se trata, en última instancia), atribuyéndola a entes distintos del yo o el nosotros. Una consiste en negar, no siempre implícitamente, la libertad humana. Si yo no soy libre, sean cuales sean mis circunstancias, para decidir hasta cierto punto lo que quiero ser, porque el medio social determina de manera implacable mi destino, el hecho de que no alcance cierto nivel de prosperidad o incluso de que me convierta en un delincuente sólo podrá atribuirse a un sistema opresor o injusto.

La igualdad de oportunidades que predica el liberalismo, según el progresismo de manual, sería una farsa: aunque todos puedan acceder a la enseñanza gratuita, los hijos de los ricos gozarán de mayores facilidades, de un entorno más cómodo para concentrarse en los estudios y de una educación privada de superior calidad. Análogamente, si en las carreras tecnológicas sigue habiendo un predominio masculino, forzosamente deber atribuirse a barreras sexistas ocultas, aunque las mujeres no encuentren hoy ningún obstáculo para elegir cualquier profesión.

Dejas de ser progresista cuando comprendes que todo eso son excusas baratas, ya sea para consolarse de las propias limitaciones o errores, ya sea para cultivar un resentimiento políticamente explotable. Las oportunidades están ahí para quien quiera aprovecharlas, con su esfuerzo y su constancia. Los ejemplos de individuos que con casi todo en contra han sabido jugar sus bazas mucho mejor que otros, criados entre los mayores lujos y comodidades, son lo suficientemente elocuentes. Y probablemente más ilustrativos sean los casos de quienes han malbaratado una existencia teniéndolo todo a favor.

Entiéndase, ser o no progresista es menos una cuestión biográfica que de carácter. Hay quien pretende ahorrar a los demás el precio que él mismo ha tenido que pagar. Puede parecer una actitud generosa, pero es dudoso que beneficie a quienes va dirigida. En esta categoría de benefactores dudosos incluyo desde los reconocidos académicos, literatos o artistas que desconfían del talento como ascensor social, hasta empresarios de éxito que creen que la autodisciplina vital, gracias a la cual han triunfado, por alguna razón no basta para ayudar a los que vienen detrás de ellos. En otra ocasión trataré de indagar en el mecanismo psicológico de estos progresistas cuyo mayor contraejemplo son ellos mismos.

La otra manera de teorizar la culpa consiste en lo contrario, aparentemente. En lugar de la despersonalización, ahora se trata de personificar determinados males de origen natural. Sin embargo, el fin es el mismo; se trata de atribuir a determinados grupos o clases una culpa que justifica perseguirlos como enemigos del interés general. Pueden ser desde los llamados imprecisamente “ricos” hasta el más humilde conductor de un vehículo diésel, acusado de poner en riesgo nuestro planeta.

En los inicios de la epidemia del sida surgió una intoxicación periodística (lo que ahora llamamos fake news) que acusaba a los servicios secretos de los Estados Unidos de haber creado el virus del VIH en un laboratorio, con el fin atrozmente inverosímil de exterminar a la población africana. Jean-François Revel, en su obra maestra El conocimiento inútil, rastreó el origen del bulo, que se halla, en efecto, en unos servicios secretos: los soviéticos, vía Berlín Este. De hecho, los propios científicos rusos consideraban ridícula semejante teoría. Victor Jdanov, director del Instituto de Virología de Moscú, preguntado por un periodista sobre si el sida había sido creado por la CIA, respondió: “¿Por qué no los marcianos?”

En la actualidad, la teoría de moda que culpa al hombre (en realidad, a la economía de mercado) de hipotéticas catástrofes es la teoría del cambio climático. Por supuesto, es posible que la actividad industrial tenga algún tipo de efecto en el clima. Pero en la práctica no se puede investigar hasta qué punto esto es así, porque la doctrina oficial, según la cual la principal causa del cambio climático es antropogénica, se da por sentada e incuestionable. Y menos aún se puede explorar (si uno tiene estima por su estabilidad laboral y su reputación) la teoría alternativa, según la cual el cambio climático se debería en su mayor parte a variaciones cíclicas en la órbita terrestre y en la radiación solar que consiguientemente recibe nuestro planeta.

Este empeño en encontrar culpables, incluso de problemas ficticios o que no son causados por el hombre, obedece a una lógica falsamente justiciera. Sostener que los judíos, los burgueses, los kulaks, los prósperos occidentales, los varones blancos heterosexuales, tienen la culpa de que la tierra no sea un paraíso es una sutil invitación a la coacción e incluso a la persecución. Al final de toda teoría de la especie culpabilizadora hay, en el mejor de los casos, un nuevo impuesto o una multa. En el peor, el campo de concentración.

El progresismo, por supuesto, incluye entre su nómina de culpables, en lugar preeminente, a todos sus críticos. Si cuestionamos la guerra de sexos hoy conocida como “perspectiva de género”, somos unos vetustos machistas que desearíamos ver a las mujeres encerradas en casa. Si denunciamos los efectos perniciosos de una inmigración ilegal masiva, somos unos xenófobos que gozamos viendo a los africanos ahogarse en el Mediterráneo… Fácilmente volverá contra nosotros la crítica aquí expuesta y nos acusará de culpar a la inmigración de todos los males.

Pero recordemos que la externalización de la culpa no es más que una suerte de inversión de la doctrina del pecado original, que por esto mismo tiene en común con ella su carácter omniexplicativo. Señalar un mal concreto, por vasto que sea, no es, por sí solo, convertirlo en el chivo expiatorio universal.

Reconocer que determinada inmigración causa problemas y decir que los problemas son a priori culpa de la sociedad de acogida, son formas de razonar antitéticas. La primera, basada en la experiencia, el sentido común y la noción judeocristiana de la responsabilidad individual. La segunda, basada en mantras alejados de la realidad y en un determinismo metafísico que culpa a la sociedad y el medio de las malas decisiones individuales, y por tanto considera la percepción interna de la culpa como una superstición caduca. Aunque como toda verdad negada, acabe resurgiendo con aspecto paródicamente deforme. Cuando se expulsa la culpa de la conciencia, retorna en forma de policía secreta.

La alerta de los necios

El hábito periodístico de adjuntar el adjetivo ultraderechista a Vox parece firmemente arraigado. Si esto conseguirá ponerle un techo electoral insuperable al partido presidido por Santiago Abascal o, por el contrario, terminará desacreditando definitivamente un término del que tanto se abusa, al igual que sucede con sus sinónimos fascista y facha, el tiempo lo dirá.

Ese descrédito sin duda arrastraría a quienes nos alertan un día sí y otro también contra la reencarnación de Hitler en cada líder político que se distancie un centímetro del progresismo culturalmente dominante. Por eso algunos están dispuestos a admitir que, rigurosamente hablando, no se puede decir que Vox sea ultraderechista, sino que se trataría de otra cosa, aunque no mucho mejor.

La tertuliana televisiva Elisa Beni, en un artículo titulado “Alerta, teocracia”, sostiene que lo que distingue a Vox de otras formaciones europeas de “claro signo neofascista” es su “marcado sesgo ultracatólico”. Y por el tono del texto se diría que la horroriza o asquea incluso más lo segundo que lo primero. Para la periodista, lo verdaderamente característico de Vox no es su apelación al patriotismo (la “España imperial”, dice) ni su discurso de regeneración y ahorro de dinero público. Todo esto no es sino mero “confetti que envuelve el verdadero objetivo, que es el de hacer coincidir las leyes civiles con las leyes de la Iglesia. Un camino de vuelta a la teocracia.”

Beni se refiere, como concreta seguidamente, a la oposición de Vox a la ideología de género, que según ella no hace más que asumir como propia la doctrina de la Iglesia sobre la materia, tal como empezó a plasmarse a finales de los años noventa, como reacción a la Conferencia de Beijing de 1995. Ahí, de algún modo, se institucionalizó mundialmente el secuestro del feminismo igualitario por el feminismo de género. La distinción entre ambos la explica muy bien Steven Pinker, psicólogo experimental y profesor de la Universidad de Harvard, en su ya clásico libro La tabla rasa. (Paidós, 2002).

El feminismo igualitario combatió la discriminación sexual y las injusticias contra las mujeres, y fue el inspirador de las dos primeras olas del feminismo. La primera reclamó el derecho al voto y la educación para las mujeres, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX. La segunda ola, ya en los años setenta, reivindicó el acceso de la mujer a todas las profesiones. Pero desde finales del siglo pasado nos encontramos inmersos en una tercera ola, que se corresponde con el feminismo de género.

El feminismo de género pretende que no existe ninguna diferencia empírica entre hombres y mujeres, aparte de los órganos de reproducción sexual, que no sea una construcción cultural, y más concretamente un instrumento de dominio estructural del “heteropatriarcado”. Recientemente, se niega incluso que los genitales puedan determinar el género, pues éste sería una elección que realizan los individuos, generalmente a edades tempranas.

La consecuencia de esta tesis es que cualquier diferencia de conducta o predisposición entre hombres y mujeres debe ser combatida sin descanso mediante leyes coercitivas y reeducación constante, tanto de los hombres, culpables de un machismo obstinado y pertinaz, como de las mujeres, a las que hay que convencer “por su bien” de que se interesen menos en la maternidad, y más en estudios y profesiones de carácter tecnológico, por ejemplo, así como en alcanzar rangos sociales superiores. No basta con que exista igualdad de oportunidades; mientras contabilicemos más ingenieros que ingenieras, o más ajedrecistas de elite masculinos que femeninos, es obligado sospechar que existen barreras ocultas a derribar.

El problema de la tesis del género es que es falsa, pues se contradice, además de con la antropología cristiana y el mero sentido común, con todo el conocimiento científico actual sobre evolución humana, genética y neurociencia. Los hombres y las mujeres no somos idénticos, aunque sí muy similares, en promedio, en capacidades intelectuales. Pero existen diferencias notables de gustos e inclinaciones, y en minoritarios niveles de excelencia (en unas materias a favor de las mujeres y en otras a favor de los hombres) que, si bien no justifican ningún tipo de discriminación individual, es imposible ignorar sin comprometer la felicidad de los individuos de ambos sexos, y sin caer en injusticias (discriminación del varón, ridiculización de la mujer que prioriza la maternidad) como mínimo iguales a las que se declara combatir.

Por supuesto, la realidad es tozuda, y las pretensiones del feminismo de género no dejan de estrellarse contra ella. Pero su reacción invariable es que hay que seguir aumentando los recursos destinados a los chiringuitos del género y endurecer más aún las leyes contra un fantasmal machismo que, paradójicamente, les parece mayor cuanto más se igualan las condiciones entre los dos sexos. Ello incluye la criminalización de cualquier discrepancia, asociándola sin pudor alguno con el maltrato e incluso el asesinato de mujeres.

La Iglesia se opone, en coherencia con la fe y el pensamiento católicos, a la ideología de género. Pero ni siquiera hace falta ser creyente para comprender que se trata de una ideología totalitaria y anticientífica, que rompe con la tradición liberal humanista para engarzar con el marxismo cultural y el posmodernismo majareta de ciertos filósofos, cuyas desquiciadas doctrinas han arraigado en los campus universitarios de los Estados Unidos, irradiando desde ahí con sus mensajes tóxicos al resto del mundo.

Con todo, el efecto más pernicioso de la ideología de género, a la larga, es que nos distrae de la única y verdadera amenaza machista y teocrática, la que procede del islam. El progresismo dominante no sólo se manifiesta permisivo con una inmigración descontrolada que, entre otros problemas, contribuye a aumentar la población musulmana en Europa, sino que condena como islamófoba prácticamente cualquier crítica hacia el islam. Que, al mismo tiempo, personajes como Elisa Beni aún tengan la necia desfachatez de alertarnos contra el supuesto nacionalcatolicismo de Vox, no es serio. Más bien es siniestro.