Por qué soy de derechas

Para explicar por qué soy de derechas, suponiendo aventuradamente que a alguien le importe lo más mínimo, es imperativo empezar criticando el mito de la izquierda, posiblemente el más poderoso de nuestra cultura. Sin esta tarea previa, cualquier cosa que uno diga en favor de ideas conservadoras solo servirá para ser utilizada en su contra.

Ser de izquierdas, en síntesis, es querer cambiar el mundo. No resolver esta injusticia o aquélla, sino transformar la sociedad entera, desde sus cimientos, para que no haya en ella siquiera la posibilidad de la injusticia. Fue Karl Marx quien formuló el principio fundamental de la izquierda, con su célebre undécima tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos simplemente han interpretado el mundo de diversos modos, de lo que se trata es de transformarlo.”

Este lema es de una inmensa arrogancia. Querer transformar el mundo implica considerarse su dueño, por mucho que esta apropiación se disfrace de noble altruismo, de ambición colectiva o revuelta de los desposeídos. Siempre hay un tirano en ciernes que sabe ver la ocasión en medio del caos revolucionario. Por lo demás, el más elemental sentido de la prudencia debería advertirnos de los riesgos inherentes a una pretensión tan osada. En la civilización hay un sinfín de cosas que funcionan bien, y que tendemos a dar por sentadas, como señaló Edmund Burke: “Somos demasiado propensos a considerar las cosas en el estado en que las encontramos, sin darnos cuenta suficiente de las causas por las que han sido producidas y sobre las que posiblemente se sostienen.” En una revolución inevitablemente se trastocan y pierden muchas cosas valiosas y necesarias. Y siempre son los más débiles quienes sufren en primera línea los desórdenes y los desabastecimientos.

Pero analizando con mayor detenimiento el lema de Marx, descubrimos que no solo es arrogante y temerario, sino además internamente contradictorio. Porque trasformar el mundo activamente es imposible sin una interpretación previa de él, sin una visión de lo que está mal y de a dónde queremos llegar. Marx pretendía que es la vida la que determina la conciencia, no la conciencia la que determina la vida. Muy bien, pero esto es ya una forma de conciencia, y como tal se podrá discutir. ¿O no? El pensador alemán diría que es irrelevante la discusión teórica, oponer frases a otras frases, y que lo único que importa es la evolución de las relaciones sociales. Pero esto es algo que se desprende de lo anterior, no una prueba a favor. La concepción materialista de la historia, aunque pretende estar basada en el conocimiento empírico, es de hecho tan inasequible a la contrastación factual como el idealismo que critica.

Prueba de ello es que Marx y sus seguidores hicieron de la propaganda y la concienciación su primera arma política. Luego no estaban tan seguros de que la mera evolución de las condiciones materiales iba a traer el comunismo. En efecto, si la cultura, los productos de la conciencia son meros ecos y reflejos de la actividad material humana, ¿por qué las clases dominantes los necesitan para justificar el orden social? ¿Por qué los revolucionarios se molestan en cuestionar esas teorías y creencias, tildándolas de patrañas? Si el pensamiento es un epifenómeno de la materia (por tanto, algo no menos material en sí), ¿en qué sentido puede ser verdadero o falso?

El marxismo nunca ha escapado a esta contradicción entre su determinismo materialista y el voluntarismo político, por la sencilla razón de que el materialismo es una contradicción en sí mismo. O bien el pensamiento no es más que un nombre que damos a ciertos procesos de la materia, en cuyo caso no tiene sentido decir de ningún pensamiento que es real o ilusorio, como no lo tiene decirlo de ningún fenómeno natural, o bien es irreductible a la materia; en cuyo caso el materialismo es falso. Decir no hay más que materia es como decir que no existe ninguna verdad, frase evidentemente paradójica, que se refuta a sí misma.

Marx fue el primero en no ser consecuente con el materialismo, al valorar moralmente, de forma subrepticia, los hechos sociales e históricos. Es frecuente en él referirse a formas sociales del pasado, o que cree caducas, como “bazofia” o “inmundicia”, lo cual contrasta con los aires “científicos” que se da. Si la evolución de las relaciones sociales es un proceso puramente material, como los cambios más lentos de la geología, no se comprende fácilmente por qué debería el futuro ser considerado mejor que el pasado, o por qué deberíamos señalar unas determinadas relaciones de producción o intercambio como más injustas que otras.

Sin embargo, creo que hay una explicación del carácter bipolar del marxismo. Su impulso moral procede a todas luces del judeocristianismo, en cuyo seno nació como cualquier otro movimiento cultural europeo. Lo que hace Marx no es más que sustituir la Providencia por la concepción materialista de la historia; la voluntad divina por la necesidad. Con ello el hombre no puede hacer otra cosa que tratar de conocer las leyes que constituyen la necesidad para resignarse a ellas, para no ir inútilmente en contra del sentido de la historia. En cualquier caso, esta sigue su marcha imparable, con o sin nuestra colaboración. Se trata, cabe señalar, de algo muy distinto de la resignación cristiana, que se basa en la entrega confiada a una voluntad infinita, a la que sí le importa nuestra voluntad, por insignificante que sea a su lado. El cristiano reza “venga a nosotros tu Reino”. No pretende transformar el mundo, sino que sabe que su tarea es transformarse él mismo, tratando de hacer el bien en su limitado entorno. No es él quien debe sentirse encargado del mundo, pues para eso ya está Dios.

Ciertamente, hay una derecha no cristiana, que inspirada en pensadores como Nietzsche, culpa al cristianismo del surgimiento de la izquierda. Es una derecha que acaba cayendo en otro tipo de idolatrías, en lugar del materialismo histórico. Pueden ser la nación, la raza, el mercado como panacea, o bien un positivismo jurídico que solo sirve para ir asumiendo, con más o menos retraso, las “conquistas” legislativas de la izquierda.

La derecha que yo profeso es antes que ninguna otra cosa cristianismo. Creo en unos principios morales eternos y creo en el pecado original. Por eso estoy convencido de que el poder político debe ser limitado, que ni la democracia ni menos aún un despotismo científico pueden justificar cualquier cosa. Creo que hay que fomentar la formación de familias sólidas, basadas en la unión estable entre hombre y mujer, con muchos hijos a poder ser, y prohibir el aborto y la eutanasia. Creo también que debemos defender nuestra cultura cristiana y nuestra patria frente al islam que día a día crece en Europa. Creo que hay que poner en su sitio al ecologismo apocalíptico, y protegernos sin complejos frente a China y Rusia. Todo ello sólo puede lograrse preservando la libertad individual, que a fin de cuentas es hija del judeocristianismo, pero sin confundirla con el mantra relativista de que todos los modos de vida son igual de valiosos, ignorando que unos contribuyen mucho más al bien común que otros. Que estos principios sean calificados de reaccionaros, no me importa absolutamente nada. Que se los califique de “fascistas” me parece simplemente una cretinez, sobre todo porque es desconocer que el fascismo y el nacionalsocialismo no fueron más que mutaciones de la extrema izquierda. Renegaron igual que ella del cristianismo para adorar ídolos más acordes con la sed de poder.

Me he encontrado a mí mismo, aparte de en las Escrituras y el pensamiento clásico y cristiano, desde Platón y San Agustín hasta Ratzinger, con la lectura de autores clásicos como Burke, Tocqueville, Donoso Cortés, Nicolás Gómez Dávila, Jean-François Revel, y autores vivos como Francisco José Contreras, Pío Moa, Ben Shapiro, Samuel Gregg y Ryszard Legutko. Nada me complacería más que animar a leerlos a quien no lo haya hecho. Y que esto le ayudara, como me ayudó a mí, a liberarse de una vez por todas del mito de la izquierda.

El destino de Occidente

Las reacciones ante el brutal ataque sufrido por Estados Unidos en su territorio, hace hoy veinte años, fueron de dos tipos. Ambos pretendían responder de algún modo a la pregunta ¿Por qué nos odian tanto? Pero mientras unos analizaban el islamismo como una ideología teocrática que en germen ya contenía la posibilidad de una matanza semejante, otros trataban de comprender la rabia de los atacantes como una consecuencia de agravios sufridos en el pasado, o todavía en curso: las Cruzadas, el imperialismo, las desigualdades entre Norte y Sur, etc.

Esta clasificación es una simplificación, naturalmente, pues dentro de cada uno de los dos tipos cabe hacer subdivisiones. Por ejemplo, una explicación muy común, dentro del análisis de islamismo, consiste en señalar que el islam no ha pasado por una Ilustración como la que surgió en la Europa cristiana del siglo XVIII. Esta teoría, aparte de albergar supuestos muy problemáticos sobre la relación entre el cristianismo y la sociedad, parece ignorar esenciales diferencias entre las religiones, lo que lleva a sostener que todas podrían pasar por unas fases similares.

Dejo solo apuntado ese debate. Consideremos ahora el segundo tipo de teorías, las que tienden a culpar a las propias víctimas de los ataques. Aquí básicamente podemos distinguir dos subtipos, aunque suelen presentarse combinados. Por un lado, están quienes explican el 11-S como un episodio más de una espiral de venganzas que habríamos iniciado los cristianos con las Cruzadas. Estos olvidan que fueron los musulmanes quienes empezaron por imponer su religión con la espada desde el siglo VII, en territorios más o menos cristianizados desde época romana. Pero sin remontarse a la Edad Media, muchos acusan a los Estados Unidos de haber fomentado el resentimiento con sus intervenciones militares en Oriente Medio. De nuevo olvidan cosas como que este país tiene entre algunos de sus más firmes aliados a países musulmanes, que apoyó a los muyahidines en Afganistán contra la URSS, que estuvo del lado de los musulmanes kosovares y albaneses en las guerras balcánicas de finales del siglo pasado, etc. En resumen, presentar a la nación norteamericana como un enemigo del islam en bloque es una mentira muy burda.

Luego tenemos las explicaciones que acusan a los Estados Unidos como el país paradigmático del capitalismo, al cual culpan de la pobreza del llamado Tercer Mundo. Ya esta teoría sobre el origen de la desigualdad, obviamente marxista o de matriz marxista, es sumamente discutible. Pero incluso sin entrar en un debate que requeriría alguna extensión, cabe preguntarse por qué fueron precisamente musulmanes, entre cuyos países los hay riquísimos (empezando por la Arabia Saudita de la que procedía el multimillonario Ben Laden) quienes habrían reaccionado atacando los centros financiero y militar de la potencia supuestamente opresora.

Me basta lo dicho para mi propósito de sugerir la debilidad de las teorías autoculpabilizadoras, antiamericanas o anticapitalistas. Pero hay una cuestión que me parece especialmente interesante: ¿Cuál es la causa de la popularidad de estas concepciones, sobre todo entre las personas instruidas? En mi opinión, dejando de lado aspectos emocionales más turbios, hay una razón principal: el marco intelectual general en el que se encuadran, que las hace sugestivamente plausibles. Este marco no es otro que el pensamiento materialista, en gran medida inspirado en Karl Marx, aunque sin duda sea anterior a éste. Según esta concepción, quedarnos en los motivos ideológicos y subjetivos de los terroristas es un análisis idealista y burgués, como se estilaba decir no hace tanto, que no tiene en cuenta las relaciones de poder objetivas.

Ahora bien, establecida tal posición filosófica, no tardan en aparecer las contradicciones. Porque estos mismos que reducen la historia a un sórdido conflicto económico suelen ser los mismos que luego nos advierten contra la islamofobia, y contra muchas otras fobias, a las que pretenden combatir con pedagógicas campañas de sensibilización, visibilización y normalización, a fin de impedir que los ciudadanos se sientan atraídos por prejuicios irracionales, prestos a ser explotados por las fuerzas de la ultraderecha y el populismo. Es decir, son materialistas para explicar los actos terroristas, pero idealistas (que creen en la fuerza de las ideas) para defender lo que consideran justo. Este idealismo ha alcanzado hoy su expresión más extrema con la teoría de género, que considera la identidad sexual como algo completamente independiente de la biología.

Entre una parte de la izquierda intelectual está creciendo un considerable recelo hacia estas tendencias, y más en concreto hacia los discursos identitarios que han postergado como colectivos a emancipar a los pobres y a los trabajadores, sustituyéndolos por las mujeres, los homosexuales, los transexuales y las minorías étnicas. Pero la aporía irresuelta entre lo ideal y lo material se hallaba ya en la propia izquierda decimonónica. Siempre ha estado allí. Si el hombre es un animal más, un organismo surgido por azar de formas de organización molecular menos complejas, ¿qué sentido tiene cualquier lucha por la igualdad, la libertad o la justicia? ¿No son estos principios, acaso, meras entelequias metafísicas, meros epifenómenos neuronales en un mundo regido por leyes causales y amorales?

Como plasmó Arthur Koestler en un memorable pasaje de su novela El cero y el infinito, solo hay dos concepciones éticas posibles: una basada en la persona, como ente espiritual irreductible, y otra en los colectivos, los cuales pueden ser abordados como hace la ingeniería con cualquier otro material o fuerza inanimada. El progresismo intenta conciliar ambas cosmovisiones mediante la retórica de la marcha imparable del progreso, acompañada del “vertedero de la historia”, adonde van quienes se resisten inútilmente a aquél. Pero por la forma en que nos advierte sin descanso de la amenaza del fascismo, no parece tener tanta fe en ese progreso imparable. Más bien se diría que cree en algún tipo de justificación por la fe, o las opiniones, aunque sean en última instancia causalmente irrelevantes.

Como ha señalado Daniel Rodríguez Herrera en un reciente artículo, el progresismo sería a fin de cuentas una desviación del cristianismo protestante. Ahora bien, esta herejía laica y decadente, compuesta de una extraña mezcla de hedonismo nihilista y autoodio, no tiene la menor posibilidad de hacer frente por mucho tiempo a esos otros herejes que destruyeron las Torres Gemelas, capaces de sacrificar su propia vida por sus creencias. Si Occidente no se reencuentra de algún modo en la ética cristiana que le confirió su carácter, deshaciéndose de sus debilitadoras desfiguraciones, es dudoso que pueda ganar la guerra que le fue declarada al empezar este siglo.

El tabú de Vox

Los informativos de las cadenas de televisión generalistas, tanto la pública como las privadas, muestran rutinariamente declaraciones del Partido Popular y de Ciudadanos, sobre el asunto que sea, mientras que omiten frecuentemente las de Vox, que es la tercera fuerza parlamentaria, con muchos más escaños en el Congreso que el partido naranja. Parece como si existiera un tabú que impide o dificulta nombrar a Vox, salvo que no haya otro remedio.

No he empleado al azar la palabra “tabú”, ampliamente (por no decir abusivamente) divulgada por la antropología y el psicoanálisis freudiano. Cuando, también de manera reiterada, políticos y periodistas claman por aislar a Vox mediante un “cordón sanitario”, como si se tratara de un ente impuro y contaminante, y hasta se le aplican calificativos de orden escatológico o patológico, es tentador recordar la gran variedad de prohibiciones mágicas y religiosas que encontramos en numerosas culturas.

Juan Soto Ivars, en su reciente libro La casa del ahorcado (Penguin, 2021), ha utilizado el concepto de tabú, así como el de herejía, para comprender el fenómeno de las identidades políticas y la cultura de la cancelación. En mi opinión, en nuestros días se detectan tabúes un tanto alegremente, con ánimo de cuestionar cualquier costumbre, por el mero hecho de serlo, y de liberarnos de cualquier sentimiento de vergüenza, de asco o de culpa, como si tales sentimientos en ningún caso tuvieran justificación. Sin embargo, es innegable que en la medida en que el concepto de tabú nos permite tomar distancia crítica frente a algo, a veces resulta iluminador.

Así sucede con el sonado caso de James Damore, explicado con detalle en el capítulo 5 del citado libro. Como muchos recordarán, Damore era un empleado de Google, con formación en biología, que en 2017 fue despedido fulminantemente por apuntar la hipótesis, en un escrito de uso interno, de que las diferencias de género dentro de la empresa no solo podían tener causas culturales (el machismo) sino también de carácter psicobiológico, las cuales explicarían que las mujeres se inclinaran menos por profesiones tecnológicas y absorbentes puestos directivos. Damore no trataba de justificar esta situación con un argumento naturalista; por el contrario, sugería medidas más eficaces para facilitar la igualdad, pero basadas en conocimientos empíricos, no en consignas ideológicas.

La reacción al sobrio escrito de Damore, filtrado por alguien a la prensa, fue tacharlo casi unánimemente como un cavernario “manifiesto machista”. Ivars recopila titulares de los principales medios españoles, reflejo mimético de los anglosajones, que transmitieron una idea completamente falsa del memorando y de las intenciones del empleado despedido por Google. “La mentira, el menosprecio y la difamación de aquella campaña mediática me dejaron estupefacto”, confiesa Ivars. Pues bien, mientras leía el relato del caso James Damore, no podía evitar encontrar un fuerte paralelismo con otra campaña mediática, aunque mucho más prolongada, como es la que viene sufriendo Vox prácticamente desde su existencia. ¡Bienvenido a la estupefacción que experimentamos los simpatizantes y afiliados de este partido desde hace años!

Por supuesto, las ideas de Vox se pueden compartir o no, pueden gustar más o menos, del mismo modo que el escrito de James Damore puede ser discutido y criticado. Pero afirmar que Vox es racista porque señala los problemas originados por la inmigración ilegal, o que es machista porque no admite la teoría de género sobre el patriarcado estructural, o que es homófobo porque defiende el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones morales, es exactamente la misma clase de manipulación y caza de brujas que sufrió James Damore. No se escuchan los argumentos, mejores o peores: se condena sin siquiera juicio al que se ha atrevido a violar el tabú, con unos términos infamantes que por sí solos pretenden disuadir de cualquier debate, de cualquier contacto con la impureza.

Pero Ivars no solo es ciego ante el paralelismo entre los casos de Damore y de Vox, sino que incurre en la misma manipulación que con tanta razón critica, al acusar al partido presidido por Santiago Abascal de criminalizar en bloque a todos los inmigrantes, cosa radicalmente falsa. Ivars no niega que la inmigración masiva cause problemas, e incluso reprocha a la izquierda su insensibilidad hacia las clases sociales que más los sufren, que no son precisamente las más acomodadas. Pero no nos dice cómo habría que hacer las cosas, no propone soluciones a los problemas que vagamente admite. Todo lo contrario, al único partido que se enfrenta al lenguaje identitario de la izquierda, la cual ve por doquier una guerra de clases, de sexos y de razas, lo acusa del mismo error identitario, solo que en este caso con la patria como idea supuestamente conflictiva.

El truco es poco original. Se trata de equiparar los nacionalismos periféricos a un supuesto nacionalismo español. Se trata de igualar el islamismo a un supuesto integrismo católico. Es más: las mayores amenazas, para los progresistas, siempre acaban siendo el españolismo, el ultracatolicismo, la islamofobia, la ultraderecha, el populismo de derechas o lo que ellos consideran como tales. Como señala el filósofo polaco Ryszard Legutko:

“Los guerreros de la corrección política se ven a sí mismos en una lucha como la de David y Goliat. No pueden estar más alejados de la realidad. Pertenecen a la corriente mayoritaria y tienen todos los instrumentos de poder a su disposición. En sus filas están los tribunales nacionales e internacionales, la ONU y sus agencias, la Unión Europea con todas sus instituciones, incontables medios de comunicación, las universidades y la opinión pública.” (Los demonios de la democracia, Encuentro, 2021.)

Este complejo de David frente a Goliat viene de lejos, cuando desde Occidente se trataba con suicida indulgencia al totalitarismo socialista, y frecuentemente se desdeñaba al anticomunismo como una paranoia macartista. En contraposición, el fascismo, por fortuna derrotado en 1945, era percibido como un enemigo formidable, preparado para renacer en cualquier momento. Es difícil no ver en ello una hábil estrategia, promovida por el comunismo y sus tontos útiles, para neutralizar el instinto defensivo de las democracias parlamentarias. Preocupadas por el regreso de Hitler, desde hace ochenta años vienen ignorando las serias advertencias que, desde Tocqueville hasta Aldous Huxley y George Orwell, nos previenen contra el peligro de una evolución totalitaria a partir de ideas e instituciones aparentemente democráticas, progresistas y científicas.

En sociedades dominadas por el monocultivo del pensamiento progresista, y donde cualquier debate que cuestione la ortodoxia es sistemáticamente cancelado, no hay mayor tabú que denunciar esta situación. Como hacen Vox y pocos más, generalmente individuos aislados. Si no empezamos por reconocer esto, poco aporta a la reflexión política esa palabra de origen polinesio.