El culto al cero

El hombre contemporáneo, casi invariablemente progresista y ateo o agnóstico, hace tiempo que dejó de adorar lo Infinito. No es por tanto sorprendente que haya pasado a convertirse en un adorador de la nada, o en su forma aparentemente más científica, por mensurable, en un idólatra del cero; ese gran invento que nos llegó de la India, a través de los árabes, y que en su extravío metafísico se le antoja más deseable, o al menos más asequible.

Tolerancia cero contra esto o lo otro. Les suena, sin duda. Cero machismo. ¡Bien! Cero racismo ¡Bravo! Cero CO₂ ¡Sí, sí! Cero despilfarro de alimentos. ¡Eso, eso! Incluso en este blog, Cero en progresismo, no hemos podido escapar del todo al espíritu de los tiempos…

Es difícil no simpatizar con quien aspira a erradicar por completo la pobreza o la violencia. Pero una cosa es lo que debería ser, y otra lo que es. Una cosa son los sentimientos y otra los hechos. En la naturaleza, y eso incluye la sociedad humana, es prácticamente imposible reducir nada a cero. La gente que tiene pavor a la energía nuclear, posiblemente desconoce cuáles son los niveles de radiactividad natural. Los celíacos que consumen productos sin gluten (me refiero a los celíacos de verdad, como mi hijo mayor, no a los que siguen modas dietéticas absurdas) saben que en realidad el gluten free significa solo que el gluten se encuentra en proporción inferior a 20 ppm (partes por millón); siempre hay alguna traza, por infinitesimal que sea.

No es una cuestión de tecnología. Evidentemente, podemos acercarnos más al cero, pero llega un momento que el coste de cualquier minimización es mayor que el beneficio. Y esto sucede debido a una de las leyes físicas más fundamentales, la Segunda Ley de la Termodinámica. El universo en su conjunto avanza hacia el desorden. Todo proceso genera calor, es decir, pérdida de energía que, si bien no se destruye, tampoco se recupera. O por decirlo en términos matéricos: desperdicios, escoria. ¿Podemos conseguir despilfarrar menos, ser más eficientes? Naturalmente, pero nunca al cien por cien, ni frecuentemente mucho menos. Siempre sobra algo, siempre hay un resto.

Es más, no solo los esfuerzos por conseguir el cero de cualquier cosa, más allá de cierto límite, son quiméricos (¡un despilfarro de esfuerzo!) sino que en muchos casos serían indeseables. Reducir las emisiones de CO₂, entre otros gases de efecto invernadero, lo estamos pagando cada vez más caro. Y todo por unos hipotéticos beneficios que disfrutarán las generaciones futuras, suponiendo que el cambio climático actual, a diferencia de los que ha habido hace miles o millones de años, se deba principalmente a la acción humana. Pero además, el dióxido de carbono es un gas imprescindible para la vida. ¡Carbono, probablemente el elemento más característico de todo ser vivo! Un mundo con cero emisiones del gas que todos expelemos al respirar, a cada instante, no solo sería imposible, sino indeseable. Sería un mundo sencillamente muerto.

Sucede lo mismo con cualquier otra cosa que nos empeñemos en erradicar de manera absoluta. Ya hemos traspasado hace tiempo el Rubicón en que la lucha contra el machismo se ha convertido en una guerra abierta contra la masculinidad, en que cualquier palabra o conducta que no hace tanto tiempo eran consideradas heroicas o románticas, ahora son objeto de sospecha, cuando no se condenan de modo inapelable.

Desvalorizando la familia clásica, las virtudes heroicas o el romanticismo no disminuye la violencia contra las mujeres, como está más que comprobado a estas alturas. Al contrario, socavamos los mismos principios que nos llevan a protegerlas y ensalzarlas. O dicho en lenguaje teológico: El mal es la negación del bien. Solo Dios, que es el Bien absoluto, está exento del mal. Pero en este mundo finito, la obsesión erradicacionista por reducir el mal a cero solo podría alcanzarse destruyendo incluso el bien, sin el cual el mal no es posible, como la sombra no es posible sin la luz. Por eso los nihilistas más consecuentes, retratados por Dostoyevski en su novela Los demonios, soñaban con la destrucción de todo, con la aniquilación del universo entero, si hubieran tenido poder para ello.

Las tres enfermedades de la derecha

Las enfermedades de la derecha, como los enemigos del alma según San Juan de la Cruz, son tres: el economicismo, la conspiranoia y el antisemitismo. El primero es el más extendido. Se basa en la idea de que lo importante, lo que realmente mueve el mundo y preocupa a la gente es la economía. Habitualmente se presenta como una forma de liberalismo vulgarizado, según el cual bastaría con abolir los intervencionismos gubernamentales en el mercado para solucionar prácticamente todos los problemas sociales, a corto o largo plazo.

No es difícil darse cuenta de que detrás de esta concepción hay un adanismo o negación de la naturaleza caída del hombre, visión que el economicismo comparte con el progresismo en general. Por eso coincide con el centrismo, la aproximación servil hacia las posiciones morales (o más bien inmorales) de la izquierda, renunciando a todo debate de ideas más allá de la economía, e incluso adoptando en este campo posiciones llamadas socialdemócratas.

Hay una reacción frecuente contra el economicismo que en realidad yerra el tiro: consiste en negar lo bueno del liberalismo (la defensa de la libertad del individuo frente al Estado o la colectividad) y en una especie de nostalgia idealizadora de instituciones precapitalistas. Con ello sin duda nos salimos del liberalismo, pero no del economicismo, que es el verdadero mal.

A fin de cuentas, el economicismo es un materialismo, la negación u olvido de la esencia espiritual del hombre. Y este es también el origen (aunque no lo parezca) de la otra enfermedad o desviación de la derecha: la conspiranoia. Uso este término despectivo con reticencia, pues nació para desacreditar a las informaciones e investigaciones que pusieron en duda la versión oficial sobre los atentados del 11-M, para lo cual hay razones muy serias. Pero el conspiranoico no es el que sostiene la existencia de tal o cual conspiración, referente a un atentado, un magnicidio o acontecimiento similar. La teoría de la conspiración postula la existencia de una conspiración única, universal y, sobre todo, omniexplicativa. Todo lo que sucede, para el conspiranoico, es un indicio, una señal de la conspiración que mueve los hilos del mundo y la historia.

El error del conspiranoico consiste en atribuir sistemáticamente el mal no a voluntades individuales o ideas equivocadas o perversas, sino a fuerzas impersonales o casi impersonales (es decir, en esencia, estructurales, materiales) a veces identificadas con el dinero o el capitalismo, a veces con organizaciones secretas como la masonería o un legendario sanedrín judaico. Esta última puede adquirir un carácter tan obsesivo y monotemático que merece ser tratada aparte, como la tercera enfermedad de la derecha, sobre todo por las atroces consecuencias que tuvo el siglo pasado.

Aunque el odio a los judíos tiene raíces en la Antigüedad (al principio empezó como una persecución contra los cristianos), el antisemitismo contemporáneo nace en la constelación de teorías conspirativas sobre la Revolución francesa, que algunos tempranamente quisieron ver instigada por la masonería, exagerando desmedidamente la parte de verdad que hay en ello. Ello acabó degenerando en elucubraciones puramente fantásticas, en las que aparecían hasta los templarios, y pronto los judíos.

Lo cierto es que los monjes guerreros nunca han podido ser protagonistas de ninguna conspiración, porque, de hecho, ellos fueron víctimas de una, que los destruyó: Urdida por el rey francés Felipe el Hermoso, quien detuvo en 1307 a todos los templarios de Francia en una acción coordinada que prefigura asombrosamente las purgas de Stalin.

En cuanto a los judíos, el proceso que terminó en el Holocausto fue iniciado, antes de la llegada de Hitler al poder, por la policía secreta zarista, al difundir una obra conocida como los Protocolos de los Sabios de Sión, editada e imitada innumerables veces. Era ésta una ficción sumamente grosera sobre un plan secreto de los judíos para dominar el mundo, cuyo origen literario, plagiando numerosos pasajes de una obra de Maurice Joly, está sobradamente demostrado, pese a lo cual sigue impresionando a muchos incautos.

El antisemitismo, como toda conspiranoia, es una recaída en el viejo y persistente gnosticismo que se enfrentó con la Iglesia prácticamente desde su origen. Se trata de la creencia de que existe un conocimiento esotérico (es decir, al alcance de unos pocos iniciados en el secreto) que proporciona una interpretación del mundo maniquea, y eventualmente las claves para dominarlo. El resultado de estas concepciones de tipo mágico, con sus ilusiones de control de la realidad y dominio sobre los demás, es la negación de la doctrina cristiana de redención. Aquí ya no hay gente equivocada, o que hace cosas malas, sino personas a las que hay que combatir, y en última instancia exterminar, por ser lo que son, aunque no hayan hecho nada. Llámense judíos, burgueses o propietarios rurales. Las enfermedades de la derecha, después de todo, no son tan distintas de la izquierda como superficialmente puede parecer.

¿La moralidad es el problema?

Hace tiempo que vengo siguiendo al psiquiatra Pablo Malo, a través de su blog y su cuenta de Twitter @pitiklinov, porque me interesa la psicología evolucionista desde que leí, mucho antes, dos libros de Steven Pinker: Cómo funciona la mente y La tabla rasa. En ambas obras, y en especial la segunda, el autor norteamericano arremete contra el “modelo estándar de las ciencias sociales”, que desdeña los fundamentos biológicos de la naturaleza humana y considera que nuestro comportamiento puede explicarse básicamente en términos culturales, como algo inculcado socialmente. Por el contrario, Pinker, y en España Pablo Malo, partiendo de la teoría de la evolución de Darwin, y apoyándose en una rica literatura de las ciencias experimentales, sostienen que, sin necesidad de negar dogmáticamente influencias ambientales obvias, muchos de los patrones de conducta e inclinaciones humanos se explican consistentemente como un producto de la evolución y la adaptación al medio por selección natural. Es decir, no somos una tabla rasa, como creía, influido por Locke, el influyente filósofo de la Ilustración Helvétius.

Es fácil ver las vastísimas implicaciones que tienen estas dos concepciones (la culturalista y la evolucionista) para los debates políticos e ideológicos actuales. Si tuviera razón Helvétius, sería posible perfeccionar ilimitadamente al hombre mediante la educación. El progresismo, desde hace dos siglos, y más aún en las últimas décadas, se basa exactamente en esta pretensión de reformar la sociedad cambiando los modos de pensar de la gente, las instituciones y el lenguaje. Si no hay una naturaleza humana fija, en principio no hay obstáculos insalvables a lo que unos ingenieros sociales, supuestamente benévolos, pueden llevar a cabo para conseguir establecer una sociedad perfecta, sin conflictos ni injusticias. En cambio, si hay una naturaleza humana, se deducen dos cosas. La primera, que no será posible alterarla exclusivamente mediante una especie de reprogramación educativa o propagandística. La segunda, que las tendencias o patrones de conducta innatos ya no se pueden considerar meramente como reminiscencias de una ignorancia primitiva, de la superstición religiosa o del heteropatriarcado. Lo primero no significa que la educación sea inútil, ni lo segundo quiere decir que toda conducta innata sea buena. Pero claramente desautorizan el lema formulado por Marx hacia 1845, conocido como la oncena tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos simplemente han interpretado el mundo de diversos modos, de lo que se trata es de transformarlo.” Difícilmente podremos trasformar el mundo (¡sin hacer un destrozo, se entiende!) si no conocemos antes el ser que es sujeto y a la vez objeto de esta transformación.

Aparentemente, el progresismo posmoderno supone una ruptura con el marxismo, al poner en la picota todos los “metarrelatos”. Pero hay un hilo conductor que une estas concepciones: ambas critican el conocimiento objetivo y de algún modo lo supeditan a la acción. Marx y Engels, porque lo consideran como parte de la superestructura ideológica al servicio de la clase dominante; los posmodernos porque lo consideran una construcción lingüística también al servicio del poder. Por eso yo sostengo que la nueva izquierda no es más que una reedición o remozamiento de la izquierda clásica; no, como pretenden algunos, una especie de simulacro al servicio del neoliberalismo. Otra cosa es que las grandes empresas crean, con razón o sin ella, que adoptar la sofistería sobre la “diversidad” es un precio irrisorio a cambio de la paz sociolaboral, además de un adorno cool para sus imágenes de marca. En cualquier caso, lo grave de estas doctrinas es que echan por tierra la idea de un conocimiento neutral y objetivo, liberado de sesgos políticos y moralistas, lo cual obviamente es letal para la ciencia, como muy certeramente argumenta Pablo Malo en su interesantísimo libro Los peligros de la moralidad (Deusto, 2021). A continuación voy a comentar esta obra, que me parece repleta de valiosas aportaciones, aunque al mismo tiempo discrepo de su tesis fundamental.

La tesis del autor es que la moralidad, aunque necesaria socialmente, y por contraintuitivo que parezca, es también la responsable no solo de contaminar la ciencia y extremar las posiciones políticas, sino de las mayores atrocidades perpetradas por el hombre, como las guerras y los genocidios. Quien está convencido de hacer el bien (por Dios, por la patria, la humanidad, el socialismo, etc.) es capaz de eliminar por completo los escrúpulos que normalmente conserva, aunque sea en grado mínimo, aquel que se limita a perseguir sus pequeños intereses o se halla bajo los efectos de una pasión momentánea.  Según Malo, este carácter ambivalente de la moralidad se debe a que se trata de una capacidad forjada evolutivamente, que seleccionó a los individuos que practicaban la solidaridad dentro de grupos pequeños, como eran las bandas de cazadores-recolectores del paleolítico, mientras competían implacablemente con otros grupos. De ahí que uno de los binomios fundamentales de la mente moral sea el nosotros/ellos, fuente de los mayores conflictos, persecuciones y matanzas.

Esta teoría, que simplifico por razones de espacio, parece muy plausible. Pero el autor no se limita a sostener lo expuesto, sino que va más allá. Pablo Malo no solo trata de entender las bases biológicas de nuestros sentimientos morales, sino que hace una afirmación de mucho más calado: que no existe una moralidad objetiva -universal- fuera de la mente moral, sino que ésta ha surgido accidentalmente por evolución natural, carente de toda intencionalidad. La moral no es más que una adaptación biológica, no existen un bien y un mal en sentido absoluto. Malo se sitúa así en la estela de autores como Dawkins y Dennett, los cuales consideran que el darwinismo es la mayor revolución del pensamiento humano; mayor desde luego que la de Copérnico, pues acabó para siempre con la idea de que el hombre, al igual que los demás seres vivos, fueron creados por un ser infinitamente inteligente. Todo puede explicarse de manera mucho más sencilla y consistente como un producto del azar y la adaptación al medio.

Desde luego, la influencia de Darwin en nuestra cultura, aparte de su innegable valor científico, es difícil de exagerar. No hay duda de que es uno de los autores que más ha contribuido a la pérdida del sentido trascendente de la vida de millones de personas. Pero admitir esto es una cosa, y afirmar que realmente el naturalista inglés descubrió algo nuevo en relación a la existencia de Dios, otra muy distinta.

En una entrada anterior he sostenido que en rigor solo hay dos argumentos a favor del ateísmo: el problema del mal y la economía de los principios (lo que hay se basta por sí solo). Quienes interpretan el darwinismo como una refutación del teísmo no hacen más que reeditar la enésima variante del segundo de ellos. Puesto que hemos hallado una explicación natural de la aparición del hombre, y en particular de sus concepciones morales, la idea de un Creador es sencillamente superflua, una hipótesis innecesaria, como ya vino a decir Laplace, mucho antes de Darwin. En efecto, esto vale para la biología, pero también para la física o la astronomía: cualquier explicación en términos causales sirve a los ateos para confirmarles que no es necesaria la intervención de ninguna divinidad. El problema es que el propio hecho de que existan leyes de la naturaleza no se puede explicar mediante ellas mismas, sin caer en una circularidad lógica. La inteligibilidad del universo, que se da acríticamente por supuesta, nos remite a una Inteligencia primordial. Los ateos creen eliminar a Dios de sus teorías, pero lo reintroducen subrepticiamente en su concepción de la naturaleza como una entidad regida por leyes invariables. Lo mismo sucede con la moralidad, como veremos. Se niega su carácter objetivo al mismo tiempo que implícitamente se presuponen principios que van más allá de un mecanismo adaptativo.

La parte más interesante del libro de Malo es la que se ocupa de la crítica del hipermoralismo (él utiliza expresiones como “epidemia de moralidad”, entre otras) en que se ha convertido el pensamiento progresista dominante (feminismo de género, antirracismo, etc.), sobre todo en el mundo anglosajón, pero extendiéndose a todo Occidente. El autor aplica de manera verosímil conceptos evolucionistas como “tribalismo intragrupal” para entender el fenómeno de la preocupante escalada de la polarización política, de la indignación moral, las cazas de brujas, la cultura de la cancelación y la politización de todos los ámbitos públicos y hasta privados. En especial señala el papel de las redes sociales, a las que no sin razón atribuye un papel perverso como amplificador de estos fenómenos. Pero no se queda aquí, sino que apunta una causa mucho más profunda, y que quizás pueda sorprender, teniendo en cuenta los presupuestos filosóficos que enuncia el libro desde el primer capítulo. Malo suscribe una tesis en la que esencialmente coinciden diversos autores, según la cual el actual progresismo woke (conocido académicamente como teoría de la Justicia Social Crítica) es una nueva religión que ha venido a llenar el vacío dejado por el cristianismo, del cual toma algunos aspectos (sobre todo del protestantismo) pero rechaza otros fundamentales, como el perdón, o la propia idea de Dios, lo cual no contribuye precisamente a hacerlo más amable.

Pese a ello, creo que Malo, como muchos otros autores, se detiene más en las semejanzas entre el progresismo posmoderno y el cristianismo que en sus diferencias, que desde mi punto de vista cristiano (no me pretendo imparcial) son lo decisivo. Dicho de otro modo, para Pablo Malo y compañía, el problema parece ser, al menos en ocasiones, no que nos hayamos separado de nuestra matriz cultural judeocristiana, sino que no nos hemos separado lo suficiente. Aunque por otra parte reconoce que es difícil concebir una sociedad sin religión, sus propuestas se encaminan a disminuir su presencia en la vida pública, y lo mismo con la moralidad. ¿Es este realmente el camino?

Malo defiende que hay que reducir el discurso moralista en la democracia, porque ello conduce a posiciones irreconciliables. En mi opinión, se necesita menos democracia, no menos moralidad. Y antes de que nadie me malinterprete, no estoy defendiendo una dictadura, es decir, atacando el sistema parlamentario, sino al revés: para mí la esencia de la democracia es la elección de los gobernantes y el control del poder ejecutivo por el legislativo y el judicial. Todo lo que va más allá de eso, ideas revestidas de “democracia avanzada” y similares, conducen a una intromisión asfixiante del Estado en todos los aspectos de la vida, que entre otras cosas termina socavando el propio parlamentarismo, al desplazar el poder de los representantes electos a una intrincada administración no elegida, que se arroga competencias crecientes en aras de conseguir la igualdad, la diversidad, la sostenibilidad y todo lo que podemos englobar como una supuesta profundización de la democracia, o “más democracia”. Es lo que ocurre con la Unión Europea, que se atreve ya a rechazar las decisiones de parlamentos y tribunales de los países cuyos gobiernos, democráticamente elegidos, no se ajustan a la visión utópica de los eurofuncionarios. No es de sorprender que cuando la política lo invade todo, se produzcan conflictos morales irresolubles, pero echarle la culpa de ello al moralismo es cuando menos curioso.

Tal como yo lo veo, el hipermoralismo progresista no es tanto una herencia del cristianismo (aunque evidentemente haya cierta continuidad, nada nace de la nada) como una herejía, es decir, una ruptura, una desviación. En algunos momentos Malo parece estar cerca de compartir esta idea, pero en otros se diría que se le escapan sus implicaciones, debido posiblemente a que no es creyente. No se trata, como quizá alguien pueda anticiparse, de proponer una restauración del cristianismo. Desde luego, yo estaría muy a favor de que se produjese, pero no creo que ello solucionara nuestros males sociales, por la sencilla razón de que el cristianismo no es esencialmente una “solución” de ningún mal social, salvo quizás “por añadidura”, dicho sea en lenguaje evangélico.

Acaso entenderíamos mucho mejor el problema del hipermoralismo si en lugar de hablar de moralidad, lo hiciéramos de sentimientos. Porque a fin de cuentas, lo que efectúa Malo al negar que exista una moral objetiva es reducir la moral a sentimientos, a emociones con un trasfondo evolutivo y fisiológico, que no podemos ignorar (esto último es una gran verdad) pero que tampoco podemos identificar con la moral sin más. Los sentimientos morales no son la moralidad, aunque sean en la práctica inseparables de ella.

Malo reduce la moralidad a sentimientos basándose en la teoría de la evolución y en la neurología. Esto ya lo he discutido. Pero además ofrece un argumento filosófico, expuesto originalmente por Platón. En esencia nos dice que la moral religiosa se basa o bien en la obediencia ciega a la voluntad de Dios (si el quinto mandamiento fuera el opuesto, Matarás, matar sería bueno) o bien considera que Dios es bueno y no puede ordenar cosas malas, con lo cual la moral es independiente de la existencia de Dios, y hay que buscar otras fuentes para su fundamentación; por ejemplo, los sentimientos, como propuso David Hume. En cierto modo, se trata de otra variante de lo que yo llamo la economía de los principios, el gran argumento ateo, aparte del problema del mal. Igual que aparentemente no necesitamos a Dios para entender el universo, no lo necesitaríamos para distinguir entre el bien y el mal.

El pensamiento católico, salvo escuelas periféricas como el nominalismo medieval, y salvo tal vez los catecismos dirigidos a gentes sencillas y a los niños, siempre ha sostenido que la moral no se reduce a la obediencia a los mandamientos divinos, sino que estos responden a la propia naturaleza del bien, que en su modo absoluto coincide con Dios. Es decir, Dios no puede ordenar unos mandamientos opuestos a los revelados, no porque esté supeditado al bien, por así decirlo, sino porque Él es el Bien: sería ir contra sí mismo. Por eso San Agustín define el mal como el alejamiento de Dios, y no en un sentido figurado, sino ontológico: alejarnos del Ser absoluto significa que nos deslizamos hacia la nada, es decir, que perdemos nuestra esencia humana para volver a la animalidad, a la materia inerte.

Todo esto puede sonar muy especulativo, pero lo cierto es que se trata de la única alternativa a reducir la moral a hechos fácticos como los sentimientos, que es tanto como abolirla. Y lo bueno es que incluso quienes sostienen posiciones reduccionistas similares, casi siempre acaban presuponiendo, de manera implícita, una moral objetiva, por encima de nuestros precarios sentimientos morales. Afirma Pablo Malo, partiendo de la psicología evolucionista: “Favorecemos a los de nuestro grupo y desconfiamos de los de fuera. Es verdad que existe esta tendencia y no debemos negarla. Pero no tenemos por qué considerarla buena moralmente. Al contrario, nuestros valores morales nos dicen que queremos construir un mundo en el que no nos matemos unos a otros.” ¿A qué valores morales se refiere el autor? ¿No quedamos en que se originan en una evolución contingente? ¿Desde qué otro sistema moral podemos juzgarlos?

Creo que el libro de Pablo Malo es enormemente interesante, informativo y ayuda a pensar. Estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice. Pero yerra el tiro en su tesis fundamental, al hablar de moralidad, en lugar de los sentimientos. Decir que los nazis exterminaron a millones de personas por culpa de sus ideas morales creo que no solo es contraintuitivo: también es falso. Lo que les llevó al genocidio no fue la moralidad: fueron unos sentimientos que podemos llamar morales o quizás seudomorales, que en algunos casos podían experimentar sinceramente, pero eso no les podía impedir darse cuenta de que estaban subvirtiendo por completo la moral judeocristiana en la que sin duda habían sido educados. Es propio del ser humano racionalizar (moralizar) su conducta para justificarse, pero no por ello decimos que la razón es culpable de los mayores crímenes. Ni tampoco la moral misma.

C. S. Lewis hizo una observación, en su libro Mero cristianismo, que en principio resulta chocante, pero que arroja luz sobre una clave de las tinieblas del corazón humano: “Los nazis, al principio, tal vez maltratasen a los judíos porque los odiaban; más tarde los odiaron mucho más porque los habían maltratado. Cuanto más crueles seamos, más odiaremos, y cuanto más odiemos, más crueles nos volveremos…” Esto nos sugiere que tal vez no deberíamos dar más importancia de la imprescindible a los móviles morales, seudomorales o ideológicos de quienes hacen el mal.

Volviendo a la actualidad, el gran problema que amenaza a la convivencia no es un exceso de moralismo, sino de sentimentalismo, hasta el punto de hacer imposible el debate racional. Si yo siento que quien discrepa de mis ideas está movido por el odio, e incluso me odia a mí personalmente, como perteneciente a un “colectivo vulnerable”, quedo eximido de argumentar, porque no tendría sentido oponer razonamientos a emociones. Por supuesto, esto es letal para la ciencia, la libertad y la democracia parlamentaria. Pero el problema no viene de que yo haya moralizado el debate, sino que lo he planteado en términos puramente emocionales (egocéntricos, a fin de cuentas), aunque disfrazados, más o menos burdamente, de moralidad.

Sin duda, tiene razón Pablo Malo cuando dice que es simplista y esencialmente errónea “la visión de que hay personas buenas (morales) que hacen cosas buenas y personas malas (inmorales) que hacen cosas malas”. Pero no porque la moralidad sea la que autorice, o incluso anime, a las personas buenas a hacer el mal, sino porque después de todo, tal vez no eran tan buenas. ¿Cómo clasificamos a una persona como buena? ¿La que saluda cortésmente a sus vecinos, la que respeta las normas de tráfico, la que trata con afecto a sus familiares cercanos? Que alguien se comporte decentemente en circunstancias ordinarias no es una prueba infalible de bondad. Son recurrentes los casos de peligrosos criminales que, tras cumplir su condena, o durante la libertad condicional, reinciden con un crimen horrible. En estos casos, es habitual escuchar una frase exculpatoria de las autoridades judiciales o penitenciarias: “Se tuvo en cuenta su buena conducta en la cárcel.” Oh, claro, es cierto, no violó ni asesinó a nadie dentro de la cárcel. ¿Quién iba decir que lo haría fuera?

Mucho más cerca de la verdad está Solzhenitsyn, citado por Malo, cuando dice que “la línea que divide el bien del mal atraviesa el corazón de cada ser humano”. Pero no creo que aquí el escritor ruso apoye la tesis del autor. Lo que dice Solzhenitsyn, y en esto habla como cristiano, es que el mal procede de nuestra voluntad. Pero el hombre es una unidad, y sabe arreglárselas para que su voluntad concuerde con sus ideas morales e incluso con su religión. Dicho más exactamente, modifica sus ideas morales e incluso su religión, o las reinterpreta, para que se adapten a sus deseos. Los terroristas pueden creer sinceramente que están luchando por una buena causa, pero matar a personas inocentes no es algo de que debamos responsabilizar genéricamente a tener una visión moral del mundo, por el mero hecho de que los asesinos crean tenerla, y necesiten creerlo.

Pablo Malo nos dice que cualquiera de nosotros, si nos dejamos llevar por una moralidad desbocada, podemos convertirnos en monstruos. La idea es inquietante, pero no más que la subyacente en el milenario pensamiento judeocristiano: En cualquiera de nosotros, desde la Caída, ya hay un monstruo, y a buen seguro que, si le dejamos, encontrará la “moralidad”, o la interpretación de la misma, que le permita reivindicarse. Como decía San Juan de la Cruz, la forma más habitual en que el diablo nos engaña es “debajo especie de bien, y no debajo de especie de mal; porque ya sabe que el mal conocido apenas lo tomarán. Y así siempre te has de recelar de lo que parece bueno, mayormente cuando no interviene obediencia.” La última observación sobre la obediencia hay que entenderla en el contexto de la vida monástica, pero lo importante de las palabras del santo es que nos pone sobre aviso del mayor peligro: de que el mal se disfrace de bien, o dicho de otro modo, de moralidad. O de cualquier otra cosa que le sirva, como la racionalidad, o la ciencia.