Resurgen en momentos críticos, como las brujas en la noche de Walpurgis, anunciando infortunios. Pocas semanas antes de la guerra civil, Unamuno se refirió en el diario Ahora a las “tiorras desgreñadas, desdentadas y desaseadas” que participaban en una manifestación muy poco pacífica (“turba de energúmenos dementes”, precisó). Hay algún testimonio de que el profesor ya había empleado oralmente la expresión “tiorras”, el mismo día de la proclamación de la República (que él inicialmente apoyó), al fijarse en algunas señoritas, como se decía entonces, que saludaban a gritos el nuevo régimen. “Esto empieza mal, porque con estas tiorras la República va a adquirir un aspecto…” (Conversaciones con Fabián Estapé, Bellaterra, 1989.)
Algunas de las manifestantes a las que se refirió Unamuno en el citado periódico portaban una pancarta con la leyenda “¡Viva el amor libre!”. Hoy sabemos que esa consigna en realidad no iba a favor del amor, sino en contra, al reducirlo “a un episodio semejante a encender un cigarrillo o silbar una cancioncilla”. Bueno, Chesterton lo sabía incluso antes, como expuso en un libro suyo, Lo que está mal en el mundo, al que pertenecen las palabras entrecomilladas. Se publicó en 1910.
Si las tiorras estaban ya desfasadas en 1936, imaginen ochenta años después. Hoy ya no son desdentadas, ni probablemente descuidadas en su higiene, que en odontología y jabonología sí hemos avanzado algo. Pero comparten con sus antepasadas espirituales el mismo gusto por lo obsceno, el mismo odio sectario, los mismos espumarajos de rabia contra la tradición, la familia y la Iglesia. No otra cosa puede decirse de esa poetisa (o eso dicen) llamada Dolors Miquel, que amparada por la alcaldesa de Barcelona, profirió una parodia brutalmente blasfema del Padrenuestro (legado directamente por Cristo a los apóstoles, según el Evangelio), santificando el coño y llamando “hijos de puta” no sé muy bien a quién, aunque lo imagino. (Seguro que no a los que piensan como ella.)