Lo que sigue es una respuesta a un comentario de Alfredo al escrito inaugural de este blog. Por su extensión, he optado por publicarla en el formato de una nueva entrada (privilegios de que esta sea mi bitácora), en lugar de como un comentario consecutivo.
Sostiene Alfredo que, si bien mis consideraciones sobre el progresismo no carecen de interés, quedan descalificadas por el hecho de que yo confiese creer en Dios. Dice:
“Sin ofender, cualquiera que afirme creer en Dios, sin ninguna prueba objetiva, está descalificado para hablar de datos científicos, pruebas objetivas, etc. de cualquier otra disciplina.”
Y remacha:
“Insisto. Respeto a cualquier adulto que crea en Dios o en Papá Noel, pero dudo de cualquier otro razonamiento que esa persona haga, ya que puede estar basado en la misma falta de pruebas que la existencia de Dios.”
Para empezar, cabe dudar del “respeto” de alguien que asimila la creencia en Dios a la creencia infantil en Papá Noel, pero pasemos esto por alto. Comparar el monoteísmo con las creencias más primitivas o ingenuas, como los dioses de Homero o el Ratoncito Pérez, es un motivo habitual de la literatura y especialmente de los foros escépticos, que divierte mucho a sus participantes. Supongo que experimentan con ello un vago sentimiento de superioridad, de personas maduras que hace tiempo dejaron atrás los cuentos de viejas.
En segundo lugar, y antes de entrar en el fondo del asunto, no deja de chocarme, en alguien que de algún modo presume de racionalista, que valore tanto el argumento de autoridad de “unos cuantos premios Nobel” que, según él, contradicen mis opiniones no progresistas. Irónicamente se declara impresionado de que yo me atreva a disentir de tales premiados, pero con franqueza, a mí no me impresiona lo que pudiera pensar José Saramago sobre política o economía, ni en general nadie que haya sido laureado por la políticamente correcta academia sueca, aunque sea con merecimiento. Por lo demás, sospecho que si nos ponemos a recolectar citas de premios Nobel de literatura, economía o física, el resultado será lo suficientemente plural y hasta contradictorio para que cada cual encuentre alguna corroboración de sus opiniones favoritas.
Aprovecho de paso para aclarar lo que en mi artículo quise decir sobre la “emocionalidad” del progresismo, y que Alfredo cree atribuible también a los defensores del mercado libre. Por supuesto, cualquiera puede defender apasionadamente sus ideas, pero la cuestión es si esas ideas se basan en algo más que emociones. Difícilmente se puede considerar el concepto de mercado como emotivo; más bien resulta enormemente contraintuitivo, y de ahí proviene su difícil aceptación popular. En la mentalidad vulgar se halla fuertemente arraigada la falacia de la “suma cero”, es decir, que si una parte obtiene un beneficio en una transacción económica, la otra parte necesariamente pierde. Esta falacia alcanza su máxima formulación intelectual en la teoría marxista de la plusvalía, aunque no por ello deja de reposar en un error, refutado por la experiencia de las millones de personas que han salido y están saliendo de la pobreza gracias al mercado libre, primero en Europa y América, luego en Asia, y ahora incluso en África.
Pero vamos a la parte mollar del comentario de Alfredo: “cualquiera que afirme creer en Dios, sin prueba objetiva, está descalificado para hablar de datos científicos”, etc.
Parece claro que por “pruebas” se refiere Alfredo a pruebas empíricas. Así, tenemos pruebas de la existencia de enormes reptiles prehistóricos en los restos óseos hallados en estratos geológicos, y tenemos pruebas de la expansión del universo en los espectros de la luz procedente de otras galaxias. Y parece también obvio que no podemos esperar ningún tipo de pruebas similares de la existencia de Dios. ¿Qué tipo de fenómeno podría ser considerado como un elemento probatorio de la existencia de un ser trascendente, que por definición está más allá de la experiencia?
Ahora bien, que algo no pueda ser probado científicamente no lo convierte automáticamente en una tesis descartable, sin sentido o irracional. Por ejemplo, no podemos probar sucesos futuros, ni siquiera que mañana saldrá el sol (como ya señaló Hume), porque por definición no son observables en el presente, y tampoco podemos demostrar que sucesos del pasado se repetirán en el futuro. De manera general, la ciencia entera se basa en la idea de la inteligibilidad de la realidad, es decir, en la existencia de leyes generales invariables, a las cuales estarían sometidos todos los fenómenos. Ahora bien, de esta idea no puede existir ninguna prueba objetiva, porque es precisamente la premisa en la que se basa cualquier exigencia de una prueba objetiva. Puedo decir que mañana saldrá el sol, porque así nos lo garantiza la ley de la gravedad, y otras leyes que aseguran las regularidades físicas, salvo catástrofes raras y en principio también enmarcables dentro de leyes generales. Pero no puedo probar que esas leyes seguirán verificándose mañana, o ni siquiera dentro de una hora –hasta que no haya pasado una hora, o un día. Y a pesar de todo, creo en ellas, como creían Newton y Einstein.
Sostengo, pues, que es falsa la idea de que toda tesis no verificable empíricamente es irracional o rechazable de algún modo, como pretenden los positivistas. Al contrario, sin algunas de estas tesis, ni siquiera sería posible la ciencia. Ahora bien, aún admitiendo esto, estamos lejos de haber demostrado que la creencia en Dios no sea tan infantil como la creencia en Papá Noel, por tomar prestada la provocativa comparación de Alfredo. Trataré de argumentar que no sólo no es infantil, sino una tesis extraordinariamente potente.
Hay dos grandes metafísicas fundamentales posibles, dentro de las cuales podríamos clasificar todas la variantes imaginables. O bien consideramos que el principio fundamental de la realidad es impersonal, o bien que es de carácter personal. (Herbert Spencer sostuvo que tal vez no fuera ni lo uno ni lo otro, pero esto contradice, en mi opinión, el principio lógico tertium non datur: entre una tesis y su negación, no hay una tercera posibilidad.)
La idea de que el fundamento de todo lo real es impersonal tiene a su favor la experiencia de la gélida indiferencia de la naturaleza hacia entes personales como los seres humanos, e incluso los seres vivos en general. Las personas sucumben a enfermedades, catástrofes meteorológicas o geológicas, escasez de alimentos, etc., sin que nada en el universo, cuando estas cosas suceden, parezca preocuparse lo más mínimo por su suerte. En contra de lo que se suele pensar, la idea (o más exactamente, su formulación consciente) de que la realidad, en su sustrato último, es impersonal y por tanto amoral, pudiera ser más antigua que la contraria. Si analizamos las viejas mitologías politeístas y las creencias religiosas animistas, llegamos a la conclusión de que, por encima de las acciones de dioses o espíritus diversos, existe un fatum o destino ciego al que están sometidos incluso un Zeus, un Júpiter o un Odín. (Que en esto se distinguen radicalmente del Yavé bíblico, por cierto.) Y en las primeras cosmogonías conocidas, el mundo se forma a partir de un caos primigenio que habría existido desde un tiempo indefinido: es decir, que la materia informe precedería de algún modo a la inteligencia ordenadora, al contrario de lo que sostiene la tesis de la creación, desarrollada muy posteriormente por los hebreos, y precisada por los primeros filósofos cristianos, aunque a nuestra cultura occidental le parezca tan vieja como el rascarse.
Digámoslo sin ambages: la creencia en que el mundo está regido, en última instancia, en su más profunda esencia, por leyes impersonales, carentes de todo propósito consciente, es poderosamente intuitiva, y ha atraído a los hombres seguramente desde la prehistoria. Aunque parece que su explícita formulación como ateísmo o agnosticismo sólo en nuestro tiempo se ha convertido en una convicción popular, tiendo a pensar que desde siempre ha habido al menos un hueco en el corazón humano, incluso en los tiempos en que el cristianismo era el pensamiento dominante, para la sospecha de que acaso nada obedezca a un designio inteligente, de que ni hay Dios ni otra vida después de la muerte. La religión no sería más que un intento desesperado, y en el fondo poco efectivo, para eludir una conclusión tan poco gratificante para la autoestima humana.
Aquí podría terminar nuestra reflexión, y aquí es donde termina la de muchos. Pero resulta que la tesis de la impersonalidad última de lo real también tiene sus problemas, y mucho más serios de lo que suelen admitir sus más entusiastas defensores. Uno es el problema moral: cómo podrían existir leyes morales en un mundo que en su fundamento último es amoral. Esta cuestión es crucial, aunque aquí sólo la dejo apuntada. El otro problema es el siguiente:
Admitiendo que las leyes y constantes más generales del universo son impersonales, cabe preguntarse por qué existen estas leyes y no otras, e incluso por qué existen siquiera leyes, y no un mero caos sin orden alguno. Podemos exponer con más precisión esta cuestión. Imaginemos que existen otros universos lógicamente posibles (reales o no) además del que conocemos, es decir, mundos en los que las leyes físicas fundamentales son distintas del universo conocido. Llamemos A a este, y B, C, D…, etc. a los otros univeros concebibles, en número probablemente infinito. Pues bien, nuestro problema se podría formular así: ¿por qué existe el universo A y no cualquiera de los otros, o simplemente ninguno?
Tendríamos, según creo, dos tipos de respuestas posibles (aparte de la teísta), dejando de lado la posición positivista, que se limita simplemente a rechazar la pregunta, o lo que es lo mismo, a decir que las cosas son así, y punto. La primera respuesta sería que los universos B, C, D…, etc., si pudiéramos analizarlos exhaustivamente, nos revelarían ser inconsistentes, y por tanto lógicamente imposibles. Es decir, A sería el único universo posible; no podría existir otro universo con leyes fundamentales distintas. La otra respuesta sería que, en realidad, existe la serie infinita de todos los universos paralelos A, B, C…, etc.; es decir, que todas las posibilidades existen de algún modo, aunque desde nuestro universo no podamos observar los otros. (Tesis del multiverso, o más exactamente, del multiverso extremo.)
La primera respuesta es muy difícil de sostener seriamente. Significa que no podemos imaginar ningún conjunto de leyes fundamentales, por simples que sean, distintas de las que rigen nuestro universo, y que sean consistentes. Se trata de una afirmación muy difícil de creer, y que en todo caso es inverificable, pues puedo demostrar que un universo virtual determinado es inconsistente, pero no que no exista ningún universo consistente, además del conocido.
La segunda respuesta aún es más problemática. En primer lugar, por definición tampoco podría demostrarse. No puedo observar universos basados en leyes físicas distintas del nuestro, salvo que en realidad no sean universos distintos, sino remotas regiones del que conocemos, y por tanto sometidas a las mismas leyes generales, con todas las particularidades locales que se quieran. (Lo cual nos conduciría a la primera respuesta.) Y en segundo lugar, una consecuencia inevitable de la tesis del multiverso extremo son los universos bromistas.
Un universo bromista es aquel en el que existen leyes que se verifican durante un tiempo, o incluso la mayor parte del tiempo, pero que en cualquier instante pueden quedar en suspenso, sea por un breve período o indefinidamente, y sea universalmente o localmente. Estos universos pueden súbitamente colapsar debido a una breve interrupción catastrófica de alguna ley fundamental, o bien simplemente pueden registrar alguna irregularidad anecdótica, de efectos meramente locales. Imaginemos, por ejemplo, un universo en el que de repente “fallara” (en rigor, dejara de verificarse) la ley de la gravedad, provocando automáticamente una disgregación apocalíptica, a escala cósmica; o bien otro en que la gravitación sólo se interrumpiera, por unos instantes, en una habitación, y los muebles empezaran a levitar.
Todo esto puede parecer una fantasía, y en efecto lo es. Pero más exactamente es un tipo de fantasía emparentada con lo que en ciencia y filosofía se denomina “experimento mental”, con precedentes en las famosas aporías de Zenón de Elea. Por supuesto, yo no creo en los universos bromistas, pero la cuestión es si son lógicamente posibles, y creo que eso difícilmente puede negarse. Es decir, lo decisivo es si la realidad tiene obligatoriamente que ser inteligible, por siempre y en todo lugar. Si el universo está regido por un principio impersonal, no vemos por qué debería ser así. Podríamos tener la suerte de habitar en un universo no bromista, en el que las leyes fundamentales se mantienen invariables siempre, pero nada nos garantiza que esto vaya a contimnuar siempre así, y que en cada instante no se pueda venir abajo nuestra confianza en la regularidad de la naturaleza.
Estas especulaciones, que acaso puedan parecer un tanto sofísticas, podrían expresarse de otro modo si meditamos más profundamente sobre la naturaleza de lo real. Parece que su carácter tenazmente inteligible no congenia fácilmente con su supuesta esencia impersonal. La carencia de todo propósito consciente es algo que choca con la elegancia y regularidad de un universo que podría haber sido mucho más imprevisible, mucho más caótico, incluso sin llegar a ser por ello totalmente hostil a la materia orgánica. ¡Nuestro universo es mucho más inteligible y elegante de lo que sería necesario siquiera para que la vida humana sea viable!
La alternativa al principio impersonal de la realidad es la tesis monoteísta. Según esta, el principio fundamental es un ser personal, una inteligencia ordenadora, preexistente a todo (y por tanto, ilimitada, infinita), que habría elegido dar existencia al universo conocido entre los infinitos posibles. Esto explicaría por qué el universo es inteligible, por qué existe este universo y no otro (o simplemente ninguno) y al mismo tiempo no rechazaría la posibilidad lógica de otros universos, aunque no existan realmente. Es lo que la teología expresa diciendo que Dios es un ser necesario, mientras que el mundo es contingente.
La tesis teísta, al igual que las ontologías de tipo impersonal, tampoco puede probarse. Pero en mi opinión es la que ofrece la explicación más satisfactoria de por qué hay un mundo, y por qué hay este mundo y no otro. Lo que nos dice es que la inteligencia no es algo al final de un proceso evolutivo y contingente, sino que se hallaría en el origen. De ahí que el mundo sea inteligible, y por ello aparece también en él una forma de inteligencia finita como la humana, que es un reflejo de las inteligencia divina.
El teísmo no es en absoluto incompatible con la ciencia, ni con la teoría de la evolución ni con el modelo cosmológico actual. La idea de que la ciencia apadrina la concepción materialista de la existencia es una opinión particular de algunos pensadores y divulgadores, científicos y no científicos, y nada más que eso. Y sostengo que además es falsa. (Recomiendo al respecto el libro Mitología materialista de la ciencia, del filósofo de la ciencia Francisco José Soler, en el que se habla de las teorías del multiverso y muchas otras cuestiones apasionantes.)
Como he dicho antes, no estoy nada seguro de que el monoteísmo sea una idea precisamente natural, más bien tardó miles de años en forjarse y depurarse, imponiéndose sobre cosmogonías que en última instancia se basaban en un principio impersonal (el destino o algo similar, que todavía sigue gozando de popularidad), pese a que su profusión de entes antropomórficos o zoomórficos lo disimulara. Por eso no bastan las consideraciones metafísicas precedentes para creer en Dios: el ser humano necesita que el propio Dios se le revele, que salga a su encuentro. Eso sí, el hombre siempre puede cerrarse a la fe, si se empeña en ello.
Ateos y agnósticos se ven a sí mismos como insobornables buscadores de la verdad, que no se conforman con fábulas consoladoras o edificantes. Sospecho que en su actitud haya motivaciones menos nobles. Un cierto orgullo de quien no quiere correr el riesgo de engañarse, y que para ello opta por la desconfianza sistemática. Y al mismo tiempo, una especie de temor a la desilusión, que les lleva a rechazar lo que ellos consideran que son ilusiones. Espero que estas meditaciones ayuden a Alfredo o a otros a ver más claro en sus propios motivos, y a despejar la maraña de falacias que les dificultan abrir su corazón a Dios.