La ilusión del progreso

El gobierno de Andalucía, formado por el Partido Popular, ha calificado la eutanasia como un “derecho”, y ha avanzado que organizará un equipo móvil dispuesto para desplazarse a los centros allá donde los médicos se nieguen, por objeción de conciencia, a violar su juramento hipocrático, que en resumidas cuentas trata de preservar la vida, no de destruirla. Como señalaba ayer el blog Contando estrellas, el PP ha tardado menos de cuatro años en cambiar la postura que le llevó a votar en contra de la ley de eutanasia en el Congreso. Si me permiten una ironía macabra, tenemos aquí un indudable progreso en comparación con su postura sobre la ley del aborto, que tardó trece años en variar, de contraria a favorable. Cada vez es menor la distancia (al menos cronológicamente) que separa al partido supuestamente conservador del partido socialista y la izquierda en general.

Una crítica inmediata a estos cambios pasa por cuestionar que la eutanasia y el aborto puedan ser considerados un progreso, y en apoyo de ello basta recordar el programa Aktion T4 que inició la Alemania de Hitler en 1939, para eliminar a enfermos incurables “por compasión”, claro primer ensayo del Holocausto. Pero los propios nazis consideraban que estaban en la senda del progreso, o del “progreso”, si lo prefieren. De hecho, la colaboración del estamento médico fue casi total, y la principal oposición vino de la oscurantista y retrógrada Iglesia.

Tratar de distinguir en cada caso entre el progreso y el “progreso”, o entre el progreso bueno y el progreso malo, como se dice coloquialmente del colesterol, es una guerra de guerrillas interminable y agotadora. ¿No sería mejor disponer de un criterio de demarcación claro que de una vez por todas permita aislar los usos espurios del término en cuestión? Juan Carlos Girauta apuesta por restringir el concepto a la tecnología: “El hombre en sí no progresa porque su naturaleza no cambia… Pueden cambiar las instituciones, favoreciendo la libertad y la convivencia, y también pueden cambiar para mal… Es en el terreno tecnológico donde hay propiamente progreso, pues siempre se edifica sobre lo ya logrado.” (Sentimentales, ofendidos, mediocres y agresivos, Sekotia, 2022, págs. 92 y 93.) Contra la extendida idea de la ampliación interminable de derechos, o de democracia avanzada, lo cierto es que siempre persiste el viejo dualismo entre libertad y tiranía, a través de los embelecos más o menos innovadores tras los que se oculta la segunda.

Ojalá fuera tan fácil como sugestivamente lo explica Girauta. Porque tampoco está nada claro que tecnología y progreso sean indisociables. Díganme un invento, un avance que no se vuelva en algún momento contra el hombre, o que no tenga efectos opuestos al pretendido. Emil Cioran, exasperado por un desplazamiento en taxi de una hora entre la caótica circulación parisina, murmura en sus Cuadernos 1957-1972 (Tusquets, 2020), el 6 de diciembre de 1968: “El coche se inventó para que pudiéramos ir más rápido. Y resulta que se ha convertido, en las ciudades, en un factor de inmovilidad. Tarde o temprano, todo lo que el hombre inventa, cualquier cacharro, llega a negar su función primitiva. Podríamos llamar a ese fenómeno traición de los objetos.” Podría parecer la reacción de un cascarrabias ante una contrariedad menor, pero probablemente el ejemplo de los inventos mecánicos no es el más iluminador. Pensemos en los avances más incuestionables de la historia. Quizás el más impresionante de todos sea el descenso de la mortalidad, tanto por la reducción de la miseria como por los progresos de la medicina, verificados sobre todo durante el siglo pasado. Especialmente conmovedora es la drástica disminución de la mortalidad infantil. Pero en lugar de encontrarnos en un mundo poblado de chiquillos y de jóvenes rebosantes de salud, vivimos un desplome de la natalidad que conduce al envejecimiento de naciones enteras, cada vez más achacosas y afectadas por el drama de la soledad de personas sin apenas familiares. Ahora que la probabilidad de supervivencia de los niños es la más alta de la historia, dejamos de tener niños. ¿No es esta la refutación más sobrecogedoramente bíblica de las bondades del progreso?

Sospecho que existe una relación profunda entre el progreso que facilita la vida y la hace más cómoda, y un cierto debilitamiento de las ganas de vivir y de tener descendencia. Esta paradoja se observa también en otros órdenes: el progreso de las comunicaciones y la dulcificación de las costumbres y las leyes. Desde la invención de la imprenta hasta la eclosión de internet, hay más gente alfabetizada y con acceso a la información y la cultura que nunca antes en la historia. Pero las muchedumbres utilizan masivamente internet no para escuchar a Bach o a Beethoven, sino para difundir vídeos idiotas. Incluso entre los estudiantes universitarios, la capacidad de atención y comprensión lectora se está viendo alarmantemente reducida: la adicción a los mensajes breves y audiovisuales está desplazando el hábito de lectura de libros entre la población formalmente instruida. ¿Qué decir de la suavización de las costumbres, de la abolición de la pena de muerte y de los castigos crueles en la mayor parte del mundo (salvo donde rige la ley islámica)? No parece que vaya aparejada con un aumento de la libertad individual, sino exactamente lo contrario: contemplamos un mundo de regulaciones y control estatal crecientes, cada vez más invasivos e ineludibles, como señaló vibrantemente en Davos el presidente argentino Javier Milei.

¿Cuál es la explicación de esta paradoja, del progreso que mejora la vida humana, ha aumentado los bienes materiales y el acceso a la cultura exponencialmente en el último siglo o siglo y medio, pero nos está haciendo cada vez más infecundos, más imbéciles y más esclavos? Para comprenderlo hay que captar el punto omega hacia el cual se dirige el progreso (o mejor dicho: la ilusión del progreso), un estado hipotético, que probablemente jamás se alcanzará, pero que revela su lógica implacable. Nicolás Gómez Dávila lo formula en uno de sus aforismos más inquietantes y lúcidos: “El hombre habrá creado un mundo a imagen y semejanza del infierno cuando habite un mundo totalmente fabricado por sus manos.” (Escolios a un texto implícito, Atalanta, 2009, pág. 1244.) El hombre, en la medida en que trata de ocupar fútilmente el sitio de Dios, de enmendarle ridículamente la plana a Dios (como cuando decide que un varón pueda quedarse embarazado) está abocado a un fracaso apoteósico, a ser víctima de su delirante desafío al Creador. Si el progreso es aspiración legítima, la ilusión del progreso no es más que una hija descarriada de la esperanza.

La muerte del cientificismo

La palabra más prostituida que existe probablemente sea democracia. En su sentido noble (que va más allá de la etimología), democracia es aquel sistema donde el poder está constreñido por el sufragio universal pero también por un Estado de derecho que protege los derechos individuales y establece la división de poderes. Desgraciadamente, este significado con demasiada frecuencia sufre el parasitismo semántico de otro que se desliza fácilmente a lo opuesto: democracia acaba siendo lo que legitima al gobierno para cualquier arbitrariedad o abuso que se identifique, no importa si real o imaginariamente, con la voluntad popular.

Ahora bien, la segunda palabra más manoseada de nuestro vocabulario probablemente sea ciencia. Al igual que sucede con la anterior, también tenemos aquí una acepción parasitaria, que se nutre del prestigio de la más auténtica. La ciencia es un método para conocer la verdad por procedimientos formales y experimentales comprobables por terceros, es decir, objetivos. El sentido espurio, por el contrario, asimila la ciencia a un cuerpo de verdades indiscutibles, que sólo personas ineducadas u oscurantistas se atreven a cuestionar. Es verdad que hay aserciones científicas que es absurdo discutir: el teorema de Pitágoras, que la Tierra gira alrededor del Sol, que las enfermedades infecciosas son provocadas por microorganismos, etc. Pero a menudo se computan entre estas afirmaciónes teorías que son sanamente debatibles, y quién sabe si a la postre falsas, incluso aunque haya un gran número de científicos que las acepten como válidas. En ocasiones, ni siquiera existe ese consenso que el periodismo pretende hacernos creer.

El filósofo de la ciencia Francisco José Soler Gil denomina “mitología materialista” a la presunción según la cual la ciencia ha demostrado la verdad de la metafísica materialista, en la que no tienen cabida Dios ni nada fuera de la materia y la energía en el sentido estrictamente observacional y mensurable. Soler, en su libro titulado precisamente Mitología materialista de la ciencia, argumenta que ni la cosmología, ni la neurología ni la teoría de la evolución han refutado la existencia de Dios ni del alma. Pero mucha gente abriga realmente esta visión de la ciencia como superadora de la religión, convirtiéndola irónicamente en una nueva religión. El hombre contemporáneo da por sentado con pasmosa ligereza que hemos superado no sólo las supersticiones vulgares, sino también concepciones religiosas y filosóficas que a menudo se desprecian desde un conocimiento muy superficial y negligente.

Josep Pla, en su libro El quadern gris, relata la anécdota de un profesor de la Universidad de Barcelona que al sorprender a un alumno sin haber estudiado, trataba de ayudarle: “De manera que no sabe usted la teoría de Kant… Pero sabrá usted sin duda su refutación.” El joven Pla quería reflejar con esa anécdota la atmósfera atrasada y escolástica de la enseñanza en la España de 1919. Pero si nos miramos a nosotros mismos, no somos tan distintos de aquel profesor anticuado, aunque por razones “modernas”. Hoy pensamos que después de Marx, Nietzsche o Freud ya nada es lo mismo; que Aristóteles, Tomás de Aquino o Leibniz están definitivamente caducados, sin realmente analizar sus filosofías a fondo (lo justo sólo para “refutarlas”), sin que se haya producido una discusión profunda y realmente desprejuiciada sobre ellas.

El debate con la metafísica no materialista, que hasta el siglo XVII era predominantemente aristotélica, se cerró en falso en gran medida tras el incidente de Galileo. El historiador de la ciencia Pietro Redondi nos enseñó hace años, en su ensayo Galileo herético, que el copernicanismo nunca fue el verdadero problema para la Iglesia. La leyenda laicista ha cargado las tintas de una Inquisición retrógrada, que se aferraba a unos versículos del libro de Josué para negar el movimiento de la Tierra, contra la inveterada interpretación alegórica de la Biblia sostenida por el catolicismo. En realidad, la condena del heliocentrismo fue una mera excusa para no tener que entrar en el fondo de concepciones de Galileo (¡a fin de cuentas amigo del papa Urbano VIII, que se podría haber visto también salpicado!) que cuestionaban no sólo la física de Aristóteles (algo inevitable) sino también su metafísica. Esta partía de una perspicaz crítica a las concepciones presocráticas que reducían el conocimiento al mundo sensible, aunque también del pitagorismo y del platonismo. Sin duda, la Iglesia cometió un lamentable error al comprometer la fe católica con la filosofía aristotélica, como si sólo aferrándose a ésta pudiera sostenerse el dogma de la transubstanciación. Pero la revolución científica del siglo XVII tampoco refutó a Aristóteles, sino que más bien lo desdeñó, rehabilitando a los atomistas y pitagóricos, cuyas teorías no eran menos problemáticas, dejando de lado sus aspectos aprovechables, como el corpuscularismo. Pero ¿sabemos realmente hoy qué es la materia, cuando el 70 % del Universo son energía y materia “oscuras” -es decir, de naturaleza desconocida?

Pese a todo esto, en contra de lo que podría parecer, el debate de la existencia de Dios está más vivo que nunca, y quizás donde menos podría esperarse: desde la propia ciencia. Así lo sostienen Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, en un libro de gran éxito editorial en Francia, titulado Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución (Versión española, Ed. Funambulista, 2023). Según estos autores, en contra de lo que el periodismo y la imaginación popular suelen dar por sentado, la ciencia de principios del siglo XX para acá no sólo no ha aportado más razones contra la existencia de Dios, sino exactamente lo contrario. El argumento más impresionante y decisivo es la teoría del Big Bang, según la cual el universo tiene un principio absoluto en el tiempo, lo cual implica una Causa atemporal. Las obras de divulgación científica han familiarizado a lectores profanos como quien escribe con especulaciones que tienden a diluir o poner en duda la idea de que no existe un tiempo pasado infinito. Pero, como señalan Bolloré y Bonnassies, muchos científicos se resisten vivamente ante esa idea, por motivos ideológicos, intuyendo sus implicaciones teológicas. Más aún, uno de los capítulos más interesantes del libro trata sobre la represión que comunistas y nazis ejercieron contra los científicos que negaban que el universo fuera eterno, tanto por razones observacionales como estrictamente matemáticas, desarrolladas a partir de la Teoría de la Relatividad General de Einstein. Sin embargo, desde 2003, año en que fue publicado el teorema de Borde-Guth-Vilenkin, ya no es sostenible ninguna especulación que niegue la existencia de un instante cero del tiempo. Así lo declaró sin ambages uno de los autores, Alexander Vilenkin: “Con la prueba ahora establecida, los cosmólogos no pueden seguir escondiéndose detrás de la posibilidad de un Universo con un pasado eterno. No hay más escapatoria, tienen que encarar los problemas de un comienzo cósmico.”

Ciertamente, existen desde hace siglos argumentos filosóficos para afirmar que no puede existir un pasado eterno, a contar desde el presente. También es cierto que incluso un universo sin principio temporal no es incompatible con la existencia de una causa trascendente del mismo. Pero que la ciencia haya demostrado que el universo tiene un principio es posiblemente lo más cerca que hemos estado nunca de reconocer intelectualmente que existe un Creador, por definición fuera del espacio y del tiempo, y por tanto inmaterial. Pese a que Aristóteles creía que el universo es eterno, sostuvo que había una causa primera, “una sustancia eterna e inmóvil y separada de las cosas sensibles” (Metafísica, 1073a), y por tanto de tipo espiritual y consciente. Pero la no eternidad del cosmos añade un argumento mucho más intuitivo, y prácticamente definitivo, a favor del concepto de causa primera.

La creencia en Dios no es sólo una cuestión de fe, algo irracional, como mucha gente sigue creyendo. Como dicen los autores: “La verdad es incluso exactamente lo contrario: en efecto, la creencia irracional es más bien lo que supone el materialismo”. El cientificismo está muerto, aunque todavía no lo sabe.

Franquimetría

Uno de los recursos retóricos más perezosos es el basado en hacer de Franco el patrón universal de medida del mal. Aunque es la izquierda quien lo usa de manera sistemática, también cae en él parte de la derecha, por pura negligencia intelectual. La asociación falaz genérica de la que parte ese recurso dialéctico consiste en calificar como ultraderechista cualquier cuestionamiento de los llamados “consensos” que ha establecido la izquierda, y que una parte de la derecha ha terminado asumiendo, con mayor o menor retraso. Ultraderecha, a menudo combinada con la expresión “discurso de odio», alude de manera bastante obvia a los fascismos del siglo pasado, pero se usa jugando con esa connotación para descreditar cualquier idea conservadora o incluso liberal, en sentido de no socialista.

En los últimos años, hay otra comparación que está adquiriendo rango casi oficial. Se nos dice que la llamada “violencia de género” es terrorismo, a pesar de que es obvio que sólo el segundo tiene carácter organizado. Para empezar, el propio concepto de “género” es un procustiano modo de forzar la realidad, porque, salvo en los casos crecientes de violencia importada, la inmensa mayoría de maltratos y asesinatos de mujeres por sus parejas masculinas se debe a factores psicosociales que poco tienen que ver con ninguna concepción ideológica o religiosa que minusvalore a la mujer, como lo evidencia que se reproducen también en parejas homosexuales. Los celos, los conflictos de convivencia, los trastornos psiquiátricos, el alcoholismo, etc., no son rasgos exclusivos del machismo, ni siquiera inherentes.

Clasificar el machismo como terrorismo aparenta mayor aversión hacia él que negar tal conceptualización, como si por ello le restara gravedad moral o lo justificara. Nos movemos en el terreno de las emociones histriónicas, no de los argumentos. Pero más allá de la manipulación cotidiana de cortos vuelos, hay en España una voluntad planificada de la izquierda, desde hace veinte años, de reescribir la historia reciente, de modo que el terrorismo de ETA, asimilado al antifranquismo, sea reemplazado en el imaginario colectivo por el machismo, asociado por supuesto al franquismo y a la derecha en general. Se trata de una inversión de valores que apoyándose en minorías extremistas pretende excluir al menos a la mitad de la sociedad.

Por si esto fuera poco, la propia derecha cae a veces en esta burda trampa. En 1993 el diario conservador ABC tituló en portada, criticando la política lingüística de Jordi Pujol: “Igual que Franco, pero al revés”. Sin embargo, el dictador, más allá de algunos errores y no pocas leyendas, no pretendió desterrar el catalán como tratan de hacer los nacionalistas con el español. No le dio estatuto de cooficialidad, pero digan lo que digan, no aplicó una ingeniería social sistemática como la impuesta por la Generalitat y otras instituciones desde hace cuarenta años para excluir y discriminar a los hispanohablantes con la falacia de la “lengua propia”. Propia, ¿de quién?

También es un lugar común señalar el carácter derechista de Junts y del PNV, haciéndolo extensivo a todo nacionalismo, por definición. Sin embargo, la contrapartida de que la izquierda es por esencia cosmopolita e internacionalista se basa en una idealización ajena a la realidad. Lo cierto es que la izquierda lleva en su ADN la explotación de todo conflicto potencial que le sirva, sea con criterios sociales o identitarios. De lo contrario no se explicaría la existencia de partidos como Bildu, ERC, BNG y otros, por limitarnos a España. En estos días incluso no han faltado quienes comparan a Pedro Sánchez con Franco, por sus maniobras inconstitucionales. Cierta derecha se apunta con pasmosa inconsciencia al juego de culpar de cualquier mal a la herencia franquista.

Hay dos errores en este planteamiento. El primero es estratégico. Si para denunciar actitudes dictatoriales no se nos ocurre otra escala de medida que la mayor o menor similitud con el franquismo, ya hemos renunciado a la batalla cultural antes de librarla. No sólo existen dictaduras de izquierdas que podrían servir como referentes más adecuados para criticar a gobiernos mucho más cercanos ideológicamente, lo cual no se molestan en disimular. El carácter derechista y sobre todo católico del franquismo actuó como un indudable dulcificador de la dictadura, tanto en sus políticas sociales paternalistas como en su carácter represivo, mucho más templado que en los regímenes comunistas de Europa del Este o Cuba. Como se desprende del libro de Miguel Platón La represión de la posguerra (Ed. Actas, 2023), las peticiones de clemencia para presos políticos, procedentes muchas de ellas de autoridades del régimen o instituciones relevantes, muchas de las cuales fueron atendidas (hasta el punto de que se conmutaron cerca de la mitad de penas capitales), serían impensables en regímenes comunistas, donde el sectarismo ideológico no se ve compensado por ninguna consideración jurídica, religiosa o siquiera humanitaria, que en todo caso se interpretaría como formalismo “burgués” o una desafección al ateísmo de Estado.

El segundo error, más profundo, nace de ignorar que en esencia el régimen de Franco era mucho menos intervencionista, incluso me atrevo a decir menos totalitario, que la izquierda actual. Totalitarismo y dictadura no son términos sinónimos. Si bien el primero tiende inevitablemente a la segunda, puede existir un totalitarismo demoliberal, como ha mostrado Ryszard Legutko (Los demonios de la democracia, Ed. Encuentro, 2020), el cual trata de transformar la sociedad en base a ensoñaciones ideológicas que por su carácter cambiante son instrumentos inmejorables al servicio del poder político arbitrario. El filósofo del derecho Francisco José Contreras ha hablado de “totalitarismo blando”, el cual si bien no envía a los disidentes a campos de concentración, los destruye civilmente, de modo que “se va configurando una ideología oficial que es impuesta a la sociedad por numerosos canales: escuela, Universidad, medios de comunicación, plataformas de las Big Tech, … («capitalismo woke»), cine, leyes ideológicas…” (F. J. Contreras, Contra el totalitarismo blando, Libros Libres, 2022.)

Asimismo, puede existir una dictadura no totalitaria, como de hecho era la franquista, que prohibía los partidos políticos y restringía ciertos derechos individuales, pero que de facto concedía amplias libertades y no oprimía a los ciudadanos con impuestos confiscatorios ni intrincadas regulaciones. Desde luego, muchas menos que las que padecemos hoy, en gran medida dictadas desde Bruselas. No por eso quiere nadie resucitar a Franco, salvo la izquierda que necesita matarlo todos los días, a falta de argumentos mejores. Y cierta derecha estólidamente oportunista que le tira piedrecitas, creyendo candorosamente que así le será permitido compartir algunas parcelas de poder, o al menos vegetar a su sombra.

Hemos parado a la ultraderecha

No contento con crear un conflicto diplomático con Israel, que le ha merecido la cálida felicitación del régimen terrorista de Hamás, el Pedrócrata ha desairado al gobierno italiano, calificándolo de ultraderechista, junto al nuevo presidente argentino Javier Milei y el ganador de las elecciones holandesas, Geert Wilders. Al mismo tiempo, no tiene empacho en publicar una foto del corrupto Lula junto a él en su cuenta de X. Sus declaraciones en TV Sánchez, según la transcripción de ABC (mi médico me prohíbe escuchar al personaje) han sido concretamente: “Estamos siendo testigos de un avance de gobiernos reaccionarios… Nosotros hemos parado esta ola con la respuesta de las urnas, con el voto de los españoles.” En efecto, es la pedrocracia que nos hemos dado. Lo que he omitido con puntos suspensivos, para no hacer larga la cita, es que los gobiernos de ultraderecha cuestionan “la participación de la mujer en la vida política, económica y social” y “banalizan la emergencia climática”. Son palabras dignas de consideración porque nos ayudan a precisar el concepto ultraderecha. Porque es un concepto, sí, pero que no tiene nada que ver con los fascismos del siglo pasado, aunque la izquierda juegue a que sí tenga que ver. Es su juego, el eje de su discurso; apenas hay nada más.

Hoy eres ultraderechista, o negacionista, si cuestionas la teoría de que el mundo occidental es un patriarcado donde las mujeres están oprimidas por los hombres, y que ello explica desde la violencia de pareja hasta la disparidad entre mujeres y hombres premiados con un Nobel de Física o al frente de grandes corporaciones. Hay un diez o un veinte por ciento de asesinatos cometidos por hombres que tienen por víctimas a parejas o exparejas femeninas: machismo. Hay menos mujeres físicas, matemáticas, directoras de cine, dueñas de grandes empresas: machismo. Si se tratara sólo de una teoría equivocada más, como hay tantas, no tendría gran relevancia. Pero, amparándose en esta doctrina, los parlamentos hacen leyes que rompen el principio de igualdad entre sexos para supuestamente favorecer a las mujeres -y los gobiernos gastan millones de euros en burocracia inútil para luchar contra el patriarcado, entre otras cosas lavando los cerebros de los jóvenes para (1) culpabilizar a los chicos y (2) hacer sentirse víctimas a las chicas. Sinceramente no sé cuál de las dos cosas es más dañina. Por lo demás, el elitismo de este pretendido feminismo no puede ser más clamoroso. La mayoría de los hombres no somos físicos, matemáticos, directores de cine ni poseemos una gran empresa. El combate feminista es un duelo en la alta cumbre. No he escuchado aún a nadie quejarse por la infrarrepresentación femenina entre los repartidores de comida a domicilio: intolerable machismo.

Luego está el clima. Puede que usted, hoy dos de diciembre de 2023, tenga puesta la calefacción en su casa, o haya salido a la calle esta mañana abrigado con un anorak de esos que tanto hacen por reforzar nuestros lazos de empatía con los astronautas. Pero no me sea negacionista, no me sea cuñao, que dicen los listillos castizos, como si no se tratara de una relación bidireccional. Que hoy haga frío no significa que no vayan a morir millones de personas por culpa de que usted ponga la calefacción dos grados más de lo necesario o haya elegido un coche diésel para ahorrarse tres litros cada cien kilómetros. Tiene que creérselo, porque lo dicen los científicos. Para ser más precisos, dicen los periodistas y políticos (cada vez menos distinguibles por su modo de hablar) que lo dicen los científicos. Pero hay que reconocer que estos, con heroicas excepciones, se dejan querer. Es difícil imaginar un modo de sentirse más importante que ser tomado por profeta del apocalipsis. Aparte de que la alternativa puede ser lisa y sencillamente no trabajar, o no recibir fondos para sus investigaciones.

Esto es hoy la ultraderecha. Habría que añadir la crítica al multiculturalismo, es decir, la idea de que millones de africanos se van a integrar en nuestra cultura, aunque de momento sería poco menos que suicida, sobre todo si eres mujer no tapada, pasear por numerosos barrios europeos con mayoría de población de origen norteafricano. Que buena parte de esta población se mantenga sin trabajar gracias a los impuestos de los europeos se llama democracia. Que alguien ose criticarlo, se llama racismo. Con esto más o menos está completo el cuadro. Un poco de homofobia y transfobia, de sostener que los niños merecen tener un padre y una madre, y que un hombre nacido con genitales masculinos sigue siendo un hombre aunque su documento de identidad certifique que se llama Jéssica, y ya somos unos fachas redomados, de tomo y lomo. Que a mi edad me importa bien poco lo que me digan, vamos a entendernos. Lo que no me importa poco es que, para frenar a esta ultraderecha tan ominosa, un psicópata que se cree predestinado por la Energía Oscura o el ídolo al que adore, quiera acabar con el Estado de derecho, someter al poder judicial, pisotear los derechos de reunión, de expresión y la libertad religiosa, y esté dispuesto a tolerar la destrucción de la unidad nacional conseguida hace cinco siglos, que había sido rota por la invasión musulmana (hola de nuevo) en la Alta Edad Media. No caeré en el error de decir que el Pedrócrata nos lleva de nuevo al pasado, al injustamente denostado medievo. Eso sería comprar el discurso de la izquierda, según el cual, el mal es por definición la regresión, la vuelta al pasado. (Y por tanto, debemos bajar la guardia frente a cualquier novedad, aunque huela a azufre.) Toda la palabrería sobre la ultraderecha, sobre Franco, no es más que una variante del mismo tema. Cuando se vienen arriba, los rojos rememoran Atapuerca, de donde salimos gracias a los progresistas. Ya los había en el paleolítico, no les quepa duda. El primer progresista fue quien le echó la culpa a otro de algún crimen real o imaginario, para quedarse con su parte de la caza, y le salió bien. Así llegó a ser el jefe de la tribu.

El imperio de la mentira

Han transcurrido treinta y cinco años desde aquella memorable sentencia con la que el gran Jean-François Revel arrancó su obra El conocimiento inútil: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira.”

Quien no haya leído ese libro, recientemente reeditado en España, podría pensar que se trata de una afirmación propia de un pesimismo ciclotímico. Tras la lectura de sus cerca de quinientas páginas, densas en datos y referencias, esa sensación se transmuta en desolada certidumbre. Publicado muy poco antes de la caída del Muro de Berlín, un tercio largo de siglo después, la mentira sistemática y organizada no sólo no ha remitido, sino que ha cobrado un abrumador protagonismo, que no es posible pasar por alto en ningún análisis mínimamente honesto.

Una fácil explicación del fenómeno de la mentira masiva pasa por culpar a internet, como mero factor potenciador de los bulos (fake news), así de su producción como de su difusión. Algo que siempre habría estado ahí, ahora simplemente se vería multiplicado por la tecnología. Pero esta explicación, sin negar la trivial parte de verdad que encierra, suele ser empleada por quienes deploran menos la mentira que perder el monopolio de ella. Hoy las patrañas hegemónicas, las de mayor influencia, no son producidas en las redes sociales, sino en los medios del periodismo profesional. Incluso tiendo a pensar -valga de momento como hipótesis- que el carácter inherentemente democrático de las redes, al poner la capacidad de colgar un vídeo al alcance de cualquiera sin pagar más que su tarifa de fibra óptica o de datos, ha hecho del periodismo, como modo de ganarse la vida, más dependiente financieramente de gobiernos y grandes corporaciones que de un público que en parte lo ha dejado de lado, al menos como fuente principal de información. Este proceso además se realimentaría. Al convertirse los medios profesionales en transmisores de la ideología oficial, y no en informadores objetivos que tratan al público como adulto capaz de sacar sus propias conclusiones, la desconfianza hacia el periodismo no ha hecho sino verse más justificada. Los disturbios en Dublín parece que nacen, más allá de los hechos concretos, de un hartazgo de la población ante el ocultamiento oficial de los problemas del muticulturalismo.

Porque la mentira consiste no sólo en afirmar algo falso o inventado sino también en ocultar la verdad. En lenguaje coloquial se dice que alguien engaña a su pareja cuando mantiene una relación en secreto con una tercera persona, aunque en ningún momento lo haya negado, al no habérselo preguntado abiertamente. En este mismo sentido podemos decir que los medios engañan masivamente al público. No sólo mienten propagando noticias falsas (desde los terroristas suicidas con varias capas de calzonzillos del 11-M hasta el imaginario atraco a una joyería en el atentado contra Vidal-Quadras), sino que le ocultan datos concretos y sobre todo acontecimientos y procesos de gran magnitud que no encajan con las premisas ideológicas que se trata de inculcar a la población, tal como son promovidas por instituciones supranacionales, gobiernos, grandes corporaciones y organizaciones activistas a menudo disfrazadas de filantrópicas o humanitarias.

Esta ocultación no necesariamente tiene que ser absoluta: basta con que el periodismo profesional se concentre de manera insistente y reiterativa en unos pocos temas (el cambio climático, el machismo, el racismo, etc.) para eclipsar o minusvalorar otros de naturaleza mucho más grave, por no decir simplemente real: el suicidio demográfico y la destrucción gradual de las libertades por la acción interna del globalprogresismo, aliado objetivamente con el islamismo, el autoritarismo ruso y el totalitarismo chino. En España, estas amenazas se ven además agravadas por el pacto del PSOE, desde 2004, con fuerzas que aspiran a destruirla o trasladar a nuestro suelo el despotismo de las izquierdas iberoamericanas. Quienes critican la amnistía (por ahora, mientras haya que canalizar la indignación popular) pero han aceptado en esencia el relato de la derrota de ETA, cuya rama política es uno de los apoyos esenciales del gobierno, son meros colaboradores de la mentira oficial, la disidencia controlada que necesita todo régimen totalitario, hacia el cual nos dirigimos. Por eso reaccionan, unos y otros, con tanta virulencia frente a quienes osan decir las verdades prohibidas, sean Javier Milei en Argentina o Santiago Abascal en España.

Esto es lo que parece

Las concesiones son los peldaños del patíbulo.

Nicolás Gómez Dávila

La amnistía que pretende perpetrar Sánchez en pago al prófugo Puigdemont por su investidura es inadmisible por varias razones (aquí enumeraré cinco, sin excluir otras) pero cada una de ellas se basta por sí sola. La primera es la que acabo de enunciar: que el Gobierno de España se obtenga pagando un precio a una formación con el 1,6 % de los votos, y además habiendo negado de manera expresa y repetida a los electores la posibilidad de semejante pacto. La segunda, tercera y cuarta son reveladas por el propio preámbulo de la ley, en teoría redactado con el único fin de negarlas, con una farragosidad que apenas encubre su vacío argumental. Dicho vacío se podría resumir con la estereotipada excusa del adúltero pillado in fraganti por el cónyuge: Esto no es lo que parece. Dicho sea de paso, la preambulitis se ha convertido en una de las patologías de la legislación de los últimos veinte años, originada en un carácter ideológico que en esencia es antijurídico. Las leyes no deberían imponer una visión del mundo (sea la ideología de género, el catastrofismo ecologista o la plurinacionalidad) sino constituirse en un marco de convivencia dentro del cual se puedan defender, en una atmósfera de libertad intelectual, tanto cosmovisiones semejantes como también otras diferentes, incluso antitéticas.

Pero sigamos con nuestro asunto. La segunda razón contra la amnistía es que anula por completo la independencia del poder judicial, al dar por nulas sentencias contra delitos tan graves como la usurpación, la desobediencia, la malversación, la prevaricación, los atentados contra la autoridad, los desórdenes públicos y, aún peor, impedir que se sigan investigando y juzgando, salvo existencia de sentencia firme, incluso posibles delitos de terrorismo. Sólo ello justifica sobradamente la acusación de golpe de Estado que el líder de Vox, Santiago Abascal, lanzó con toda claridad y contundencia contra Pedro Sánchez, y que la presidenta del Congreso ordenó borrar del diario de sesiones, corroborando con ello el carácter tiránico de este nuevo régimen.

La tercera razón es que la amnistía viola el principio de igualdad proclamado en la Constitución, al establecer que delitos cometidos con determinada intencionalidad política queden impunes, mientras que quienes pudieran cometer otros inspirados en otras ideas o creencias no podrían escapar al rigor de la ley. Por cierto que las razones segunda y tercera son las que permiten sostener la inconstitucionalidad de la ley, que en todo caso sería una razón derivada o subalterna. Centrar el debate en la constitucionalidad o no de la amnistía es caer en la trampa de reducir la cuestión a un ámbito técnico-jurídico donde lleva las de ganar quien ha logrado colocar al frente del Tribunal Constitucional a Conde-Pumpido. La Constitución no es verdad revelada, de hecho es muy imperfecta y mejorable. Pero al menos establece sin ningún lugar a dudas la división de poderes y la igualdad entre españoles, y eso sí que no es negociable.

La cuarta razón es que la amnistía, al incluir también los supuestos delitos cometidos por los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los hace equivaler a los cometidos por los separatistas. No se detiene aquí la afrenta, sino que excluye “los delitos tipificados como delitos de torturas o de tratos inhumanos y degradantes” (implícitamente atribuibles a las autoridades leales al ordenamiento jurídico), cosa que no hace con los de terrorismo, que sólo excluye de la amnistía, como hemos mencionado antes, “siempre y cuando haya recaído sentencia firme”. El pretexto de que al incluir a policías juzgados por supuestos abusos se trata de ”aliviar su situación procesal” no puede ser más cínico, cuando lo peor de esa situación es que se haya originado para defender la ley cuya violación se pretende dejar impune.

Llego por último a la quinta razón, que no debería quedar eclipsada por las anteriores, y que vista con perspectiva quizás sea la más decisiva. Todo el redactado de la ley se erige sobre la falacia que ya queda formulada desde su mismo título: “Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña”. Deténganse en esta palabra: normalización. Lo que hace la ley es consagrar todo lo contrario, consagrar la anormalidad de que Cataluña, a diferencia de las restantes comunidades autónomas, reciba un trato privilegiado de Estado cuasiconfederado, empezando por que sea un territorio donde la Constitución se halle suspendida en relación con los derechos lingüísticos y la desobediencia contumaz del gobierno autonómico a las sentencias judiciales.

El uso totalitario de la palabra normalizar lo venimos sufriendo los catalanes desde los años ochenta, con la maldita normalización lingüística, que no es otra cosa que la imposición del catalán y la discriminación contra la lengua española común, hablada en Cataluña desde hace siglos. Cuando alguien habla de normalizar (la lengua, las conductas sexuales o lo que sea) no hay duda: es el enemigo. Normalizar no es defender a minorías oprimidas, es tratar de someter a mayorías amedrentadas. Normalizar no tiene nada que ver con la tolerancia ni el pluralismo. Tolerar es respetar al diferente, no obligar a que todos nos rindamos ante él.

Si algo demuestra la historia de los últimos cuarenta años es que hacer concesiones a los nacionalistas no sólo no soluciona ningún supuesto problema de desafección, sino que lo crea y agrava, de modo comparable a pretender apagar con gasolina un incendio. La amnistía no sólo no va a resolver nada, sino que para los separatistas será la preparación para un nuevo referéndum de independencia, y para Sánchez la ocasión de convertirse en el presidente de una república bolivariana. Ambas cosas perfectamente compatibles y hasta sinérgicas.

Las concesiones no hacen más que alimentar al separatismo, y bastaría empezar a negárselas para empezar a vencerlo. Sería mucho más fácil, si se acomete con determinación, de lo que cree el centrismo cobardón y de lo que finge creer la izquierda, para mantener su dominio con el miedo al Minotauro y su insaciable hambre de doncellas. No será suficiente con la resistencia a la amnistía y al golpe de Sánchez. Tarde o temprano habrá que encarar la tarea de desmontar el laberinto autonómico y hacer frente a las mentiras nacionalistas que lo han justificado y explotado durante más de cuarenta años. Quien crea que eso no es posible, que se haga a un lado y no estorbe.

El mundo al revés

Se ha viralizado un fragmento de una entrevista de Risto Mejide a Pilar Rahola, sobre el ataque terrorista de Hamás a Israel. Hace tiempo que conozco el posicionamiento de la política y periodista catalana a favor de la única democracia de Oriente Medio, así como sus advertencias contra la amenaza islamista en nuestro propio suelo. Muchos, desconocedores de esta faceta de Rahola, se han visto sorprendidos por la sensatez y el conocimiento que revelan sus palabras, no extensible desde luego a otros ámbitos, en los que acostumbra a desplegar un argumentario izquierdista y nacionalista que no supera el nivel de la demagogia y la consigna baratas. Lo incomprensible es que ella misma, a estas alturas, no entienda por qué la izquierda se pone de parte sistemáticamente del lado de los terroristas.

Desde lo que llamaremos derecha, por abreviar, como si solo hubiera una, nos encontramos con el fenómeno inverso. Personas que se supone, por el carácter de sus convicciones, que deberían aborrecer sin matices ni peros de ningún tipo el terrorismo palestino, y que sin embargo optan por criticar acerbamente a Israel incluso en estos momentos tan duros, hasta llegar a acusarlo de ser el culpable del atentado masivo de Hamás. Estoy aludiendo a gente como Juan Manuel de Prada (véase la crítica de Elentir a su última deposición) o César Vidal, que en uno de sus farragosos editoriales radiofónicos de media hora expone esa tesis, con su habitual retórica insinuante y malintencionada.

No tenía entendido que Vidal fuera antisemita, salvo que me haya perdido algo últimamente, cuando tiene escritos varios libros sobre el genocidio nazi y desmontando a los negacionistas de la Shoah. Confieso que su monografía El Holocausto (Alianza Ed., 1995) sigue siendo la única que he leído sobre el tema, aparte, eso sí, de algunos otros libros que lo abordan tangencial o parcialmente. Ahí se sostiene que la cifra de judíos asesinados por el régimen hitleriano estaría entre los 5,9 y los siete millones (pág. 163), lo que no hace al autor sospechoso de restar importancia al genocidio. Sin embargo, la visceralidad antiisraelí del escritor resulta difícilmente explicable en términos racionales, y sólo se comprende hasta cierto punto en relación con su fobia antiamericana (dejando de lado a los confederados de la Guerra de Secesión, que le chiflan) y su simpatía por el imperialismo de Putin.

Vidal viene a decir que Hamás es una creación del Mossad para contrapesar a la OLP, media verdad que, como suele suceder, se puede deformar hasta lo grotesco. En redes sociales se ha popularizado mucho la expresión “falsa bandera”, para invertir culpas que no encajan con el relato de buenos y malos preferido por algunos. El uso indiscriminado de esos términos me recuerda a esas palabrotas recién aprendidas que los niños (como los loros) repiten sin ton ni son. Uno dice “falsa bandera” y ya queda como un hombre mayor, quiero decir, como un tipo maduro que no se deja engañar por el telediario de las tres.

Vidal, con su habitual estilo tramposillo, solo considera dos posibilidades en el citado editorial. O bien el gobierno israelí y los dirigentes de Hamás son tontos de baba y los primeros no previeron el ataque, pese a contar con el segundo servicio secreto del mundo, mientras que los segundos no anticiparon la más que esperable y contundente reacción de su enemigo; o bien todo responde a una estratagema de Netanyahu para tapar su corrupción y sus intentos de controlar al poder judicial. Y ya puestos, llevar al mundo a una guerra contra Irán, que sería la tercera mundial.

Hay una tercera explicación que resta muchos puntos a este burdo dilema. Israel estaba a punto de firmar un pacto histórico con Arabia Saudí, principal enemigo geopolítico de Irán, que hubiera supuesto para éste un serio revés. Por cierto, Netanyahu se habría apuntado con ello un buen tanto, mucho menos expuesto a críticas que el fracaso en prever un ataque terrorista masivo. Según indicios más que considerables, algunos de los cuales enumera Pilar Rahola en la citada entrevista, el régimen iraní habría utilizado a Hamás como un peón sacrificable para sabotear el acuerdo entre israelíes y saudíes. Para Vidal, en cambio, que en esto sigue el mismo patrón de culpar a la OTAN de la invasión de Ucrania por Rusia, los dirigentes iraníes serían pobrecitas víctimas desvalidas de un siniestro intento de Israel de alentar una guerra contra ellos.

No sé hasta dónde puede llegar esta deriva de César Vidal y otros como él, que utilizan la más que legítima crítica contra la agenda woke, en la que muchos estamos empeñados, para cargar poco sutilmente contra Occidente, estableciendo una identificación absolutamente falaz, como si el mayor enemigo de Estados Unidos no fuera la Teoría Crítica que ha colonizado sus universidades, con el Black Lives Matter como su brazo armado. Disimulan aquellos muy mal, cuando no la expresan abiertamente, su admiración por Putin, y me pregunto si pronto no los veremos defendiendo a la teocracia iraní, o a otros amigos del autócrata ruso, como Maduro o Kim Jong-un.

¿Exagero? No es menos llamativo que quienes nos acusan a los proatlantistas y proisraelíes de ser unos vendidos a la Agenda 2030, se escuden en las resoluciones de Naciones Unidas contra Israel. Para criticar al único país libre de Oriente Medio, frente a un territorio palestino gobernado por una teocracia terrorista, la corrupta ONU le parece fantástica a César Vidal. A ver si uno de los muchos tontos útiles de la Agenda 2030 va a resultar que es él.

¿Dónde está todo el mundo?

Un comité del Congreso de los EEUU ha interrogado este verano al oficial de la Fuerza Aérea David Grusch, bajo juramento, sobre la supuesta existencia de naves extraterrestres custodiadas por un programa federal altamente secreto. Los chascarrillos que sugiere el asunto pueden ser inacabables, pero me temo que cuando en nuestro Congreso la actualidad versa sobre el uso de las lenguas regionales, habladas en menos del 0,001 % de la superficie de un planeta perdido entre los miles de millones de nuestra galaxia, no estamos en condiciones de mofarnos demasiado de los americanos.

Personalmente, no creo una sola palabra sobre contactos con extraterrestres, no porque descarte a priori esa posibilidad, sino porque por ahora nadie ha presentado ninguna prueba creíble, que yo sepa. Pero el tema de la existencia de inteligencia fuera de nuestro planeta siempre me ha parecido fascinante, en especial desde que Carl Sagan divulgó, en su inolvidable serie documental Cosmos, los intentos científicos serios por hallar indicios de civilizaciones ET.

La premisa teórica es sobradamente conocida. En una galaxia como la Vía Láctea, por limitarnos a este insignificante rincón del universo conocido, donde con toda probabilidad hay millones de planetas con condiciones astrofísicas aptas para la aparición de la vida, resultaría sorprendente que la vida inteligente solo haya aparecido una vez (en la Tierra) en los últimos miles de millones de años. De aquí se deduciría que ahí fuera debe estar lleno de civilizaciones, con las que algún día podríamos establecer contacto, si no lo hemos establecido ya, según piensan algunos.

Hay sin embargo una objeción a esta deducción que fue formulada en 1950 por el físico Enrico Fermi, según algunos testimonios, aunque desconozco si existe una constancia documental de ello. Al parecer Fermi planteó, en una conversación informal, una sencilla pregunta. Si la inteligencia ha aparecido más de una vez en nuestra galaxia, quizás decenas de veces o muchas más, dadas las probabilidades estimables en tan gran número de planetas y períodos de tiempo de escala geológica, ¿dónde está todo el mundo? (Where is everybody?) ¿Por qué no disponemos del menor indicio de la existencia de civilizaciones procedentes de otras estrellas?

Para comprender el alcance de esta cuestión, no podemos quedarnos en señalar que las distancias interestelares son muy grandes, lo cual, unido al límite de la velocidad de la luz, dificultaría enormemente el contacto físico entre civilizaciones de distintos planetas, si es que no lo hace imposible. Siendo esto cierto, además del factor espacio, debemos considerar el factor tiempo. Si en los últimos miles de millones de años han aparecido varias civilizaciones en nuestra galaxia, de las cuales un número determinado de ellas no se han extinguido, por mera ley probabilística debería haber al menos una, y probablemente más de una, mucho más vieja que la nuestra, la cual según los registros arqueológicos data de unos diez mil años, cuando surgieron la agricultura y la división del trabajo, y por tanto las primeras ciudades.

Ahora imaginemos civilizaciones que tengan no diez mil años de antigüedad, sino cien mil, un millón, diez millones… Incluso si desarrollaran una tecnología de viajes espaciales que no superara la media de un diez por ciento de la velocidad de la luz, se ha estimado que en un período de tiempo de alrededor del orden de magnitud de un millón de años habrían colonizado la galaxia entera. Es decir, deberían haber llegado a la tierra hace mucho tiempo, quizás ya en el paleolítico, según imaginaba la película de Stanley Kubrick, 2001: Una odisea del espacio (1968). Pero, vuelvo a repetirlo, por mucho que otros nos vendan otra historia: no hay la menor prueba seria de que esto haya ocurrido. ¿Dónde están, pues, esas civilizaciones tan avanzadas?

Las respuestas hipotéticas a esta pregunta crucial son numerosas, desde las más verosímiles hasta algunas francamente ingeniosas, por no decir extravagantes. Pero desde un punto de vista puramente lógico se pueden clasificar en dos tipos. Las que sostienen que esas civilizaciones, después de todo, no existen por alguna razón, y las que sostienen que aunque existen, son indetectables para nosotros, también por diversos motivos imaginables, entre ellos que los ET se ocultan deliberadamente. Cae de suyo que antes de considerar las hipótesis del segundo tipo, habría que tratar de explorar las primeras, si realmente existen seres inteligentes extraterrestres, detectables o no.

Sin salirnos del análisis meramente lógico, las explicaciones por las que tal vez estemos solos en el universo, o al menos en nuestra galaxia, se pueden también a su vez reducir a dos. La primera, que quizás las civilizaciones no consiguen sobrevivir períodos tan grandes de tiempo, al menos no lo suficiente para expandirse mucho más allá de sus sistemas solares de origen, ni dejar huellas de su existencia detectables a miles de años luz. Esta parece ser que era la explicación que tenía en mente Fermi cuando hizo su incisiva pregunta. Consideremos el contexto. El científico italiano estaba trabajando en aquella época en el laboratorio de Los Alamos, desarrollando las bombas atómicas, que ya habían sido lanzadas sobre dos ciudades japonesas cinco años antes. El temor a una guerra nuclear que acabara con la especie humana no era nada infundado, e incluso hoy no es desdeñable. Pero las civilizaciones no sólo pueden extinguirse por autodestrucción, sino que existen diversas catástrofes cósmicas o incluso de menor escala que pueden acabar con la vida inteligente de un planeta antes de que haya podido expandirse fuera de él. La esperanza de vida de una civilización podría ser mucho menor de lo que el optimismo tecnológico lleva a creer.

La versión más pesimista de esta hipótesis sería que quizás la probabilidad de que, ya no una civilización dure, sino de que llegue a aparecer, antes de que una especie de vida inteligente se extinga, es realmente irrisoria, casi milagrosa. ¿Cuántas veces podría haberse extinguido el ser humano ya en el paleolítico, por algún tipo de catástrofe natural global o incluso meramente local, cuando el número de individuos era enormemente reducido, inferior al de algunas ciudades actuales? El ejemplo de los grandes saurios, desparecidos hace sesenta millones de años, al parecer por los efectos del choque de un asteroide, es suficientemente ilustrador. John Gribbin (Solos en el universo) ha señalado que la existencia de los planetas gaseosos gigantes en nuestro sistema solar (Júpiter, Neptuno y Urano) ha podido jugar un papel clave en el desvío de asteroides peligrosos en órbita de colisión con los planetas interiores, uno de los cuales habitamos. Una frecuencia mayor de colisiones con objetos más grandes (pongamos cada millón de años, en lugar de cada cincuenta millones) podría hacer imposible que una especie inteligente superara el cuello de botella que la separa de la expansión extraplanetaria, a cuyas puertas estamos nosotros. Apenas estaría ensayando las primeras herramientas de piedra cuando caería el siguiente meteorito, y adiós. Imposible llegar a descubrir la agricultura, no digamos ya el chip electrónico, con semejante inestabilidad.

La segunda explicación de la aparente soledad del ser humano en el cosmos, al menos intragaláctico, es de índole más filosófica, porque nos obliga a plantearnos qué es realmente la civilización y la inteligencia misma. Puede que una inteligencia muy avanzada ya no desee después de todo expandirse espacialmente. No porque, como algunos podrían pensar, la conquista del espacio sea una mera extrapolación de un imperialismo primitivo. Colonizar otros planetas obedecería a una estricta racionalidad de supervivencia como especie a muy largo plazo, incluso si el planeta de origen dejara de ser habitable por cualquier causa. Pero ¿y si las especies más evolucionadas consiguieran algo cercano a la inmortalidad más allá de la mayoría de contingencias biológicas y físicas? ¿Qué necesidad tendrían de ninguna expansión? Max Tegmark (Vida. 3.0) se adentra en especulaciones de carácter gnóstico, según las cuales a largo plazo la vida inteligente llegaría a liberarse de la materia, en la dirección que apunta el transhumanismo, el cual en su versión más radical ve posible en un futuro desvincular por competo la mente de cuerpo, del mismo modo que una aplicación o un sistema operativo informáticos pueden pasar de un soporte o dispositivo a otros. Estas especulaciones adolecen de un problema grave, y es que un ser finito, por muy evolucionado que esté, no podrá jamás reinventarse absolutamente desde cero: nunca llegará a ser Dios, por la misma razón esencial de que añadiendo cantidades a un número nunca alcanzaremos un valor infinito. La hipótesis de una vida inteligente que deja atrás por completo la materia, sin mediación trascendente, se me antoja un sucedáneo tecnófilo de la religión muy problemático. Una inteligencia extraterrestre que de algún modo eludiera el contacto con el universo físico recuerda de algún modo a los dioses epicúreos, tan inalcanzables como superfluos, y por definición indemostrables.

No veo problema teológico alguno en que la creación esté poblada de inteligencias separadas por espacios interestelares. De hecho, no conjuga mal con el carácter superabundante de la omnipotencia divina. Pero tampoco es descartable que el Creador hubiera optado por un universo con el ser humano como único habitante inteligente, por razones que no son asequibles para el hombre. La cuestión sólo podrá responderse empíricamente, si se produce un día el encuentro entre nosotros y otra inteligencia originaria de una estrella diferente. Mientras tanto, permanecerá completamente abierta.

El debate trampa de la constitucionalidad

El debate sobre la constitucionalidad o no de la amnistía, que los separatistas (ERC y Junts) exigen a Sánchez para investirlo presidente, es un claro ejemplo de debate trampa. Nos hace perder tiempo con una cuestión que en todo caso terminaría decidiendo el Tribunal Constitucional con criterios políticos y no jurídicos, tal como demuestra su ya larga trayectoria desde que el socialismo lo adiestró en reconocer la voz de su amo, sea para bendecir el latrocinio de Rumasa, para legalizar a Bildu o para dar por buena la ley de plazos del aborto. Ello sin contar que, aunque meses o años después el TC declare inconstitucional una medida del Gobierno, como ocurrió con los confinamientos por la pandemia, aquí no pasa absolutamente nada y el único que dimite es Rubiales.

Tampoco la cuestión de fondo es si el proyecto de ley de amnistía filtrado por Alvise Pérez es verdadero (y no un mero borrador salido del mundo separatista) ni si es cierto que el rey echó a Sánchez de la Zarzuela, o poco menos, cuando éste se lo presentó para que fuese haciéndose a la idea de lo que tendría que firmar. Sin embargo, estas informaciones, sea cual sea la credibilidad que les otorguemos, al menos nos permiten centrar nuestra atención sobre temas de mucha más enjundia, como son el papel de la Corona, por un lado, y los términos concretos y precisos en los que se está planteando la amnistía, por otro. Estos irían mucho más allá de archivar el sumario de Puigdemont, pues abarcarían los de todos los participantes en hechos delictivos relacionados con el separatismo desde enero del 2013, y llegarían a detener y prohibir cualquier investigación judicial y policial de los mismos. Es decir, se trataría nada menos que de rehabilitar por completo el golpe separatista, y de poner en solfa toda la jurisprudencia del TC desde la sentencia sobre el Estatut. En la práctica supondría reconocer al más alto nivel la existencia de un conflicto entre Cataluña y el “Estado español” que sólo puede resolverse por la vía del referéndum de autodeterminación.

El texto filtrado por Alvise, vale la pena reseñarlo, no se corta un pelo. Toma explícitamente como precedente la ley de amnistía de 1936, por la cual fueron excarcelados Lluís Companys y los demás organizadores del golpe de octubre de 1934 contra la República. Pocos meses después de la salida de prisión de Companys, estallaría la Guerra Civil. Quienes han redactado esta proposición de ley son unos irresponsables de la peor especie, y poco importa si Sánchez ya la ha hecho suya y la ha presentado al Rey, o si una garganta profunda se ha anticipado a los acontecimientos. Que el texto en sí no lo ha inventado un aficionado, resulta obvio solo con leerlo. Que al final una ley de amnistía vendrá a ser más o menos eso, ofrece pocas dudas. La amarga ironía de todo esto es que el redactado se inspira, a veces con coincidencias literales, en la ley de amnistía de 1977, que facilitó la reconciliación entre españoles apenas dos años después de la muerte de Franco. Comparen si no el arranque de los dos artículos primeros. El de 1977 reza: “Quedan amnistiados: a) Todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis.” El filtrado por Alvise, tras un largo preámbulo, dice: “Quedan amnistiados todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos…” ¿Les suena de algo?

La diferencia de espíritu de ambas leyes es sin embargo abismal. En un caso, se trataba de resolver un conflicto histórico; en el actual, se trata de hacerlo irresoluble como no sea mediante la plena satisfacción de las pretensiones separatistas. No otra es la auténtica cuestión de fondo. Si España, cuya unidad es el fundamento de la Constitución, y no al revés, como ésta declara explícitamente, se puede acabar disolviendo como nación por las ansias ciegas de poder tanto de Sánchez y sus socios como de los separatistas. Por supuesto, la clave es que no lo presentarán así, como no presentaron la reanimación política de ETA, durante los gobiernos de Rodríguez Zapatero, como lo que fue. Pronunciarán palabras de paz, diálogo, democracia. Con ellas y con las polémicas amarillistas que se inventan ya casi a diario proseguirán el tratamiento de sedación. Cuando los españoles, o al menos una buena proporción de ellos, despierten, el crimen ya estará consumado. Conviene decir que contarán con la colaboración de cierta derecha ayusista (tenga o no culpa la aludida) que no ve más allá de la comunidad madrileña. Una derecha que ya se ha desengañado hace tiempo del Rey, porque según ella no hace nada para frenar esta deriva, y que incluso asegura preferir que Cataluña y el País Vasco se independicen, con tal de que no nos saquen más dinero y dejen de afrentarnos. Curiosa forma de hacer frente a los enemigos concediéndoles todo lo que estos desean: la república (último requisito de un régimen plenamente bolivariano) y la disgregación territorial. Quiero tener fe en que todavía hay una parte de españoles que no piensan rendirse tan fácilmente, entre ellos el rey Felipe VI.

Los inventos de la izquierda

La izquierda es maestra en inventar causas artificiales y reivindicaciones impostadas, por no hablar de polémicas trucadas. Ejemplo actual es la pretensión de que se utilicen las lenguas regionales en el Congreso, cuando todos los diputados hablan y entienden perfectamente la lengua común española, sin entrar en la mediocre oratoria de muchos, que es harina de otro costal. Pero oyendo sus justificaciones parece que los contrarios a la onerosa y absurda contratación de intérpretes innecesarios, y sobre todo los contrarios al escarnio de la segunda lengua más hablada en el mundo, son enemigos de las lenguas catalana, vasca y gallega, unos fanáticos jacobinos (aunque los llamarán franquistas, su nivel intelectual no da para más) que quisieran verlas erradicadas.

La inventiva de la izquierda viene de lejos. Hace veinte años, el presidente socialista del gobierno autónomo catalán, Pascual Maragall, se inventó el Estatut. Por supuesto que ya existía uno desde inicios de la Transición, que se había desarrollado hasta el mayor nivel de autogobierno de la historia de Cataluña (sea eso bueno o malo), probablemente desde tiempos de Fernando el Católico. Pero Maragall se inventó, hablando con precisión, el clamor por reformarlo, la insatisfacción general por el texto vigente, cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de catalanes ni nos acordábamos de él, ni nos importaba un pebrot. Como ocurre ahora con las lenguas regionales en el Congreso, también entonces se acusó a quienes ponían objeciones al nuevo estatuto de ser enemigos declarados de Cataluña. De esa frustración de laboratorio por un texto autonómico que apenas había pedido nadie cinco minutos antes, hasta que TV3 convenció a dos millones de espectadores de que no podían vivir sin él, nació el llamado procés, que culminaría en el golpe de Estado separatista.

Recordemos que a esta calamidad contribuyó decisivamente el presidente socialista Rodríguez Zapatero, animando al parlamento catalán a presentar un texto lo más inconstitucional posible, y así poder embarrarlo todo. Zapatero, no en vano, fue maestro de maestros en el arte inventiva. Se inventó nada menos que la Paz, cuando ETA estaba prácticamente derrotada, asfixiada policial, financiera, y sobre todo políticamente, gracias a la prohibición de su brazo político. Llegó Zapatero (el cómo llegó es el capítulo más negro de este siglo) y consiguió, al final de su segunda legislatura, devolver a los terroristas a la vida política. Presentó como su personal logro negociador, y no como incapacidad material de los criminales, que dejaran de matar y extorsionar. Y lo llamó paz, para que los críticos con semejante maniobra de reanimación de la ultraizquierda separatista pudieran ser acusados de nostálgicos de las bombas, de vivir mejor contra ETA que sin ETA.

No contento con la paz, Zapatero se inventó incluso el Amor. Hasta entonces este había sido sobre todo un precepto evangélico, y no casualmente el principal motivo de la literatura occidental. Tristán e Isolda se enamoran al beber ambos de una poción amorosa. No hay aquí elección, sino fatalidad (lo que románticamente sustituye a la convención), pero lo importante es que desde un determinado momento el centro se sitúa no en el yo, sino en el otro. Para la sofistería zapaterista, el amor sería ante todo amar a quien se quiera, como quien elige en el mercado entre los distintos productos de la oferta. La clave se pone ya no en el compromiso ni en la pasión, sino en la libertad de elección, que distingue al amor de pareja de otros tipos de amor, pero no lo explica, no barrunta ni lejanamente el abismo de autonegación y entrega absoluta al que se asoma un Wagner, por no decir el cristianismo, matriz última del Liebestod, como de toda nuestra alta cultura, por muy secularizada o paganizada que se muestre. Pero una vez más, quienes argumentaron, generalmente más con razonamientos antropológicos que religiosos, contra el matrimonio homosexual, fueron acusados de odio, de mentalidad retrógrada y cerrada, de estar en definitiva contra el amor, a pesar de que dos días antes, la inmensa mayoría de homosexuales no había pensado remotamente en casarse entre ellos. Luego sí, retrospectivamente resulta que habían vivido amargados por no poder oficializar sus relaciones de pareja hasta que Zapatero los liberó.

La derecha casi siempre queda desconcertada ante las invenciones de la izquierda. Lo suyo es más la conservación, más el mantenimiento que la innovación. Más la rutina que la aventura. La izquierda sabe extraer petróleo de esta aparente debilidad. Con sus invenciones no pretende sinceramente mejorar la vida de nadie: lo que desea es precisamente descolocar a la derecha, situarla a la defensiva, en posición incómoda, antipática, ridícula, odiosa. Esa es, bien mirado, la mayor invención de la izquierda, la que subyace a todas las demás: la invención de la derecha retrógrada, enemiga del progreso, de la pluralidad, de la paz, del amor. Sin la derecha que ella misma se ha inventado en gran medida, la izquierda no sería absolutamente nada.