Crónicas ultraderechianas

Son muchos los análisis periodísticos que han tratado de comprender los buenos resultados electorales de Vox, el cual ha duplicado el 28 de mayo los votos recibidos en las municipales de 2019. No todos caen en la mera descalificación acostumbrada. Pero el prejuicio establecido de que Vox es ultraderechista no les permite ir mucho más allá de los consabidos tópicos.

Que nadie se engañe. El término ultraderecha no es inocentemente descriptivo, como si sólo se quisiera situar ideológicamente a Vox a la derecha del Partido Popular. Rara vez, si alguna, se tilda de ultraizquierdista a Podemos u otros partidos a la izquierda del PSOE. Pero todo el mundo sabe que ultraderecha funciona como sinónimo de fascismo, aunque sea harto discutible que esta ideología nacida hace un siglo encaje dentro del espectro político convencional. Las doctrinas de Mussolini y de Hitler son conceptualmente una hibridación monstruosa entre izquierda y derecha, muy diferente de una mera radicalización de la última. Pese a ello, la sinonimia mentada es un hecho lingüístico de difícil reversión, del que son perfectamente conscientes quienes se sirven de él.

En otra ocasión ya comenté en este blog un cuento de Ray Bradbury, incluido en su memorable clásico Crónicas marcianas, titulado “Los hombres de la Tierra”, donde unos astronautas llegados a Marte son tomados por locos por los marcianos. El psicólogo marciano que se ocupa del caso, pese a las convincentes pruebas que los terrestres le ofrecen de su relato, termina creyendo trágicamente que él mismo ha sido contagiado por esa locura alucinógena, completamente incapaz de poner en duda su diagnóstico inicial. Nuestro periodismo, antes que cuestionar el diagnóstico de “ultraderecha”, como máximo está dispuesto a admitir que no todos los ultraderechistas son pobres o ignorantes.

Un buen ejemplo de ello lo proporciona el artículo del Diari de TarragonaLa ultraderecha se dispara en los barrios más ricos de Tarragona”, firmado por Raúl Cosano, quien recaba las opiniones de varios politólogos. Empieza el autor constatando que los resultados de la formación de Santiago Abascal se han triplicado en los barrios más pobres de Tarragona, para reconocer acto seguido que también se ha producido un incremento de votos espectacular en las zonas de renta alta de la capital de provincia. Uno de los profesores entrevistados incluso observa esta aparente incongruencia en relación con los niveles educativos: “Vox cala con discursos simplistas, que pueden penetrar muy bien en personas menos formadas, pero también penetra en aquellas con un nivel educativo elevadísimo.”

Algunas explicaciones de tales disparidades no son desdeñables. Es verosímil que la alarma que generan la okupación y la seguridad esté creciendo en las clases más pudientes, por ejemplo. Pero el discurso dominante trata ante todo de apuntalar o matizar su tesis previa básica, según la cual Vox es una patología política, se llame ultraderecha, populismo o como se quiera. Que los datos, y en especial unos perfiles de votantes tan distintos, clamen al cielo otra cosa, ni se contempla.

Tampoco faltan las especulaciones completamente gratuitas, que directamente parten del prejuicio sin el menor intento de sustentarse en ninguna observación comprobable. El profesor de Ciencia Política de la UOC, Ernesto Pascual, se despacha a gusto con la siguiente ocurrencia: “Hay gente que vive muy bien y quiere votar por una política conservadora. Es posfranquismo. Son tradicionales en el rol de la mujer, en las costumbres, en lo social.” Dejando de lado la falta de justificación empírica, son varias las inconsistencias que se acumulan en tan pocas palabras. Seguir recurriendo al comodín de Franco casi medio siglo después de la muerte del dictador, revela una preocupante esclerosis intelectual. No menos alarmante es la incongruencia lógica: si cierta gente vive tan bien, ¿por qué votaría a un partido que cuestiona en gran medida el sistema actual? Hablar de los privilegiados de hoy como si fueran una clase homogénea y generacionalmente heredera de los privilegiados de hace medio siglo o más puede servir para un mitin, pero no es lo que uno espera de un estudioso. Por no hablar de la insistencia en atribuir a Vox una postura regresiva respecto a la igualdad entre sexos, cuando no solo no hay ni rastro de ello en los discursos de este partido (dirigidos contra la ideología de género, no contra la igualdad consagrada por la constitución y las costumbres) sino que es realmente el único que muestra preocupación por la única regresión verdadera que amenaza a esta igualdad: la derivada de la creciente islamización de cada vez más barriadas españolas.

Los votantes de un partido no tienen todos los mismos motivos. Vox no es en esto una excepción. Pero puede que entre los votantes de Vox más pudientes y los de rentas más bajas haya al menos un elemento en común. Sospecho que ambos son poco receptivos a la ideología predominante de los medios de comunicación. Los más pobres, porque experimentan en sus propias carnes el hiriente contraste entre el buenismo multiculturalista, que tanto gusta hablar de “enriquecimiento”, y la realidad de sus barrios degradados. Los más acomodados, porque ya hace tiempo que han desconectado de las impotables televisiones en abierto, tanto la pública como un duopolio dopado hasta las trancas con publicidad institucional.

Me temo que si mañana los marcianos aterrizaran en este planeta y se pusieran a debatir con nosotros sobre política o sobre climatología, la consternada conclusión de los periodistas sería casi unánime: la ultraderecha ha llegado también a Marte.

Uniformidad o resistencia

Mañana no faltará el cursi que hable de “la fiesta de la democracia”, ni los que con otras palabras vendrán a decirnos que tenemos la gran suerte de votar. Inanidades de quienes jamás pensarán por sí mismos, por mucho que ostenten titulaciones superiores de un sistema educativo que se vanagloria de enseñar a pensar, de promover el espíritu crítico y todo el repertorio de lugares comunes que nos vienen endosando desde mayo de 1968, por dar una fecha más simbólica que exacta.

-Usted es como yo, no cree en esa patraña de la democracia -pensará alguno.

Pues como decía Clint Eastwood, interpretando a Harry el Sucio en Harry el fuerte (Magnum Force, 1973): “Me temo que me habéis entendido mal.” No me hago ilusiones sobre la democracia, pero eso no significa que me las haga con cualquiera de las alternativas que algunos proponen, a menudo haciéndolas pasar fraudulentamente por una democracia auténtica, popular o avanzada, da lo mismo el adjetivo: la trampa es siempre la misma.

Alexis de Tocqueville sigue siendo el pensador que mejor supo comprender las virtudes y los defectos de este régimen político, que admiraba, pero muy lejos de cursilerías ni edenismos. Si hubiera que resumir en una palabra la enfermedad profesional de la democracia, sería con el segundo sustantivo de esta frase: “El espectáculo de esta uniformidad [y de esa mediocridad] universal me entristece y me paraliza y estoy tentado a echar de menos la sociedad que ya no existe.” (La democracia en América, Ed. Trotta, 2018, pág. 1178.) La democracia (y no digamos la democracia posterior a Tocqueville, con los medios de comunicación de masas) tiende a uniformizar brutalmente el pensamiento, ocultando ese empobrecimiento tras una vana diversidad de conductas sexuales, colores epidérmicos e indumentarias.

La democracia parlamentaria podría (¡ay!) ser un medio notablemente eficaz para conseguir lo que nuestros clásicos grecolatinos ya valoraban como una de las condiciones que requiere la libertad: la duración limitada de las magistraturas. Votando cada pocos años, al menos conseguimos renovar buena parte del personal político. Más sabiamente precavidos, los romanos limitaban la duración de los consulados (una especie de ejecutivo bipersonal) a un año. Hoy nos han vendido que eso es insuficiente para llevar a cabo determinados planes y en esa trampa de los planes de legislatura y las agendas de la ONU han caído multitudes gustosamente. Pero demos por buenos los gobiernos cuatrienales.

El problema surge cuando algunos deforman abusivamente la palabra democracia para así poder tapar bajo su manto cosas que nada tienen que ver con ella y aun le son opuestas. Es así cuando se confunde la democracia con algo más que una limitación del poder político, y se la convierte en una religión sustitutoria. La maniobra trata de escapar a la detección mediante una falaz sinonimia: la que hace equivaler democracia con “diversidad”, es decir, con relativismo. La tesis es que no habría verdades absolutas, y en su lugar solo queda lo que decida cada individuo, o el pueblo soberano, según el contexto. Que se trata de un engaño en el que no creen ni sus propios promotores lo demuestra que cuando no les gusta lo que votan los ciudadanos proclaman que se ha equivocado, y hasta llegan a faltarle al respecto, tratándolo de ignorante e imbécil. Análogamente califican de “alienada” a la mujer que no se pliega a los nuevos estereotipos de “empoderamiento” o al homosexual que elude alistarse en el movimiento LGTB, aireando sus gustos afectivos vengan o no vengan a cuento.

Solo con relación a una verdad independiente de cualquier elección subjetiva puede decirse de alguien que se ha equivocado o que no sabe reconocer sus propios intereses. No hay sinceros relativistas, sino personas que tratan de imponer sus criterios relativizando… los de los demás. Edmund Husserl definió el relativismo en sentido amplio como “toda teoría que deriva los principios lógicos de hechos. Los hechos son «contingentes»; podían muy bien no ser; podían ser de otro modo. Por lo tanto, a otros hechos, otras leyes lógicas, las cuales a su vez serían contingentes, serían relativas a los hechos que les sirviesen de base.” (Investigaciones lógicas, Revista de Occidente, 1976, pág. 117.) Aplicado a la esfera política, los “hechos” no son más que la fuerza. El relativismo es una máscara del poder, de la imposición. Si no hay verdad “absoluta”, no hay una referencia firme, no hay una fortaleza desde la que hacer frente al poder.

En elecciones como las que se celebran mañana, y aunque resulte paradójico, está en juego algo más que una renovación de magistraturas, de alcaldes y de presidentes autonómicos. No porque en ellas se vaya a decidir ninguna verdad. La verdad no es un objeto de decisión, existe independientemente de nuestra voluntad y de nuestro entendimiento. Quienes presumen de mente abierta, quienes niegan la existencia de verdades absolutas, son los primeros que tratarán de imponernos lo que ellos creen que es verdad, o quieren que creamos, porque sirve a sus intereses. Estos son la mayoría, casi todos los partidos que se presentan. Son la mediocre y tiránica uniformidad de la que hablaba Tocqueville.

En este panorama, es fácil identificar a quienes disienten de esta corriente relativista y progresista que reniega de verdades inmutables. Hay quienes todavía creen en una naturaleza humana permanente y subyacente a la cultura, la cual nos une por encima de cualesquiera identidades políticas conflictivas; que la vida humana no está subordinada a una elección, que la propiedad privada no puede estar limitada por leyes perversas que amparan a los delincuentes, que la ciencia del clima o de lo que sea debe independizarse de la política, que no todas las culturas son igualmente “enriquecedoras”, que los españoles tenemos una patria común, anterior a la Constitución, y reconocida por ésta, que nos reconcilia por encima de ese guerracivilismo vilmente reeditado como “memoria democrática”; en definitiva, hay quienes resisten a la dictadura del relativismo, a esa uniformidad orwellianamente llamada “diversidad”. Que es como decir la dictadura preferida de socialistas, comunistas, terroristas, okupas y negocios abortistas. Mañana yo votaré a la resistencia, que ustedes ya saben cuál es, sin ningún género de dudas. Pero por si acaso lo explicito: VOX.

Crimen de Estado

Es imposible leer el libro de José-Ramón Ferrandis Crimen de Estado (Unión Editorial, 2022) y seguir creyendo ingenuamente en la gran mentira del cambio climático. Aunque yo era un escéptico desde hace años, esta lectura, más que afianzarme en mis dudas, me ha dado el convencimiento de que la teoría del Cambio Climático Antropogénico (CCA) es absolutamente falsa y monstruosamente nociva para la prosperidad y las libertades de Occidente. De ahí el título, que no puede ser más adecuado. Las élites trasnacionales, con la ONU a la cabeza, empujan a gastarnos billones de euros/dólares en la descarbonización y el encarecimiento de la energía con el único fin inteligible de desplazar la hegemonía mundial de Occidente a Asia, y por encima de todo a la República Popular China, la mayor dictadura del mundo. Esta construye centenares de centrales de carbón mientras aplaude que Europa se empeñe en subvencionar ineficientes energías “verdes” (que están lejos de tener un impacto medioambiental benéfico) para conseguir disminuciones del CO₂ atmosférico, que encima de irrelevantes son completamente innecesarias, como argumenta el libro ampliamente. En los puntos que siguen resumo esta argumentación:

  1. En el siglo XX, el planeta se ha calentado 0,6 °C. Esto no lo discute nadie, por mucho que se intente denigrar a los escépticos con el término infamante “negacionista”, que recuerda insidiosamente a los negadores del Holocausto.
  2. El clima del planeta siempre ha cambiado, tanto en períodos largos, de cientos de millones de años, como cortos, de siglos y décadas. Algunos de los cambios más recientes en tiempos históricos son el Óptimo Climático Medieval (entre los siglos X y XIII) y la Pequeña Edad de Hielo (del XIII a 1850). En el siglo XX, a pesar del balance positivo de aumento de 0,6 grados de temperatura, ha habido períodos de calentamiento y de enfriamiento. En otras épocas históricas hacía más calor que ahora.
  3. No hay correlación lineal observable entre el CO₂ y las temperaturas. (Ver gráfico pág. 110 abajo.) En el siglo XX el dióxido de carbono ha aumentado de manera constante, mientras que las temperaturas han experimentado altibajos, como hemos dicho. Concretamente, aumentaron entre 1914 y 1944, luego descendieron hasta 1978 (entonces los científicos nos advertían sobre la inminencia de una nueva edad de hielo) y volvieron a subir hasta 1998. (Fue en los años 90 cuando se impuso la teoría del CCA.) Entre 1998 y 2016 hubo la famosa “Pausa” del calentamiento, y ahora (2022) parece que estamos en una nueva pausa.
  4. El CO₂ tiene un efecto invernadero muy inferior al vapor de agua y las nubes. Según Ferrandis, estos son los responsables del 95 % del calentamiento, que el IPCC se empeña en atribuir exclusivamente al CO₂ de origen humano. De paso olvida que también el 97 % de este gas es de origen natural. Pero la contribución humana al vapor de agua es aún menor, inferior al 0,01 %, por lo que no sirve para culpabilizar al hombre blanco ni al capitalismo. Además, el vapor de agua aumenta o disminuye según ciclos que en última instancia dependen de la radiación solar, las variaciones orbitales y las corrientes oceánicas. Por tanto, no sirve tampoco para sostener que el calentamiento va a proseguir en el futuro. De hecho, la observación de los ciclos solares sugiere que estaríamos ad portas de un enfriamiento, aunque no es fácil precisar si en cuestión de años o de siglos.
  5. La concentración de CO₂ en la atmósfera ha sido en el pasado geológico varias veces superior a la actual. No es cierto, por tanto, que los 415 ppm actuales sean algo nunca visto, ni en absoluto peligroso. Por el contrario, el dióxido de carbono es un gas absolutamente esencial para la vida, cuyo aumento redunda en el crecimiento de la vegetación. Aparte de ello, a mayor incremento del CO₂, mayor absorción de este gas (efecto logarítmico, ilustrado por el gráfico reproducido en la página 115, ver abajo), lo cual no contemplan las alarmistas proyecciones lineales de aumento indefinido de la temperatura.
  6. Aunque un cierto calentamiento en el siglo XX sea un hecho, como he dicho en el punto 1, el IPCC y otros organismos encargados de los registros climáticos tienden por razones políticas, no científicas, a exagerar el calentamiento observado. El paradigma de estas manipulaciones estadísticas es el famoso gráfico del “palo de hockey” elaborado por Michael Mann y otros en 1998, y que fue ampliamente divulgado por Al Gore e incluso utilizado en informes del IPCC. Está más que demostrado, por mucho que los medios de comunicación se empeñen en echar tierra sobre el asunto, que Mann utilizó una metodología defectuosa para exagerar el calentamiento reciente. Pero ha habido muchas más manipulaciones, como por ejemplo las reveladas por el filtrado de correos de la East Anglia University. (Climategate.)
  7. También son manipulaciones estadísticas, cuando no burdas mentiras, los incrementos de catástrofes meteorológicas y medioambientales supuestamente provocados por el cambio climático. Lo único cierto es que un aumento moderado de temperaturas solo puede ser beneficioso, en especial para la agricultura y la salud humana. En el mundo muere mucha más gente por el frío. Compárese sólo la mortalidad invernal por enfermedades respiratorias con la veraniega, por mucho que la prensa exagere sobre las consecuencias de las olas de calor.
  8. Los modelos predictivos del cambio climático, basados exclusivamente en la teoría del CCA, han fallado una y otra vez. Ignoran de manera deliberada y anticientífica la complejidad del clima, reduciéndolo todo a una falaz correlación lineal entre el CO₂ y la temperatura.

Conclusión: no existen pruebas de que el planeta se haya calentado por la acción humana, salvo quizás en un grado irrelevante, y mucho menos de que vaya a seguir haciéndolo. En cualquier caso, un cierto aumento de la temperatura es por lo pronto beneficioso globalmente para la vida sobre la tierra y por tanto para el hombre. No va a haber ningún apocalipsis climático. En cambio, si Occidente sigue gastando billones de euros en lastrar su economía encareciendo la energía, lo que habrá con toda seguridad es empobrecimiento y retroceso de nuestra civilización en favor de Asia, y especialmente la China totalitaria.

Sin embargo, las élites políticas y económicas, con la complicidad y el control de la gran mayoría de los medios de comunicación, han creado la ilusión de que el CCA es un “consenso” científico que solo personas ignorantes pueden negar. No es cierto, aunque muchos científicos se presten a esta gran mentira por interés o callen para evitar represalias profesionales y personales. La acusación de que los pocos autores que se atreven a disentir públicamente de la ortodoxia climática están a sueldo de las compañías petroleras es una desvergonzada inversión de la realidad, cuando según un autor citado por Ferrandis en la pág. 516, “el negocio del alarmismo asociado al cambio climático alcanza los 1,5 billones de dólares al año.”

Ferrandis no se queda en medias tintas, como deja claro desde el mismo título del libro: “Estamos en manos de genuinos criminales de una especie escasamente vista antes en las sociedades humanas. Pretenden hundirnos en el atraso y no parecen dispuestos a retroceder aceptando la verdad.” (Pág. 438.) Y más adelante: “Estamos ante una mentira global, el fraude más gravoso jamás organizado, un esperpento de alto coste individual y colectivo, en el que hay ganadores y perdedores, siendo estos la casi totalidad de los seres humanos.” (P. 524.)

Hay que leer este libro. Y luego, que cada cual actúe en consecuencia.

No pantalla

Las pantallas de todo tipo de dispositivos en línea (teléfonos, televisores, ordenadores, etc.) se han convertido en las puertas de acceso preferente, a veces exclusivo, al trabajo, el ocio y las relaciones con la administración y los servicios públicos. Si esto tiene por un lado ventajas evidentes de inmediatez y ágil acceso a información tanto pública como personal, por otro lado tiende de modo creciente a mediatizar nuestras vidas, convirtiéndolas en más dependientes de intereses y poderes que están detrás de las omnipresentes superficies electrónicas. Dichos poderes disfrutan de una capacidad enorme, y aún así cada vez mayor, sobre todo mediante el desarrollo de la inteligencia artificial, de distraer, manipular, censurar, dirigir, etc., con fines ajenos a los individuos cautivados por las pantallas de sus teléfonos móviles, sus televisores y sus ordenadores.

El diccionario registra varias acepciones de vocablo pantalla. La más usual quizás sea la que la RAE enumera en cuarto lugar: “En ciertos aparatos electrónicos, superficie donde aparecen imágenes.” (Y textos, cabría añadir.) Pero la siguiente acepción no es menos consustancial al objeto: “Persona o cosa que distrae la atención para encubrir u ocultar algo o a alguien.” Hay una dualidad irreductible en las pantallas: sirven tanto para mostrar como para ocultar. Su multiplicación moderna no hace más que elevar este dualismo hasta niveles socialmente esquizofrénicos. George Orwell imaginó en su novela 1984 un futuro donde el Estado controla a la población con cámaras situadas en los propios hogares. Aunque esta obra ha sido considerada, con razón, como una seria advertencia sobre la amenaza totalitaria, el hecho de que se escribiera a finales de la primera mitad del siglo XX, justo antes de que los televisores empezaran a convertirse en el electrodoméstico más popular, le impidió a Orwell comprender que el mayor peligro no se encontraba en la vigilancia coactiva, sino en la captación seductora.

La distracción o diversión es el fenómeno central de nuestra sociedad, por encima de cualquier forma de manipulación más grosera. Las llamadas fake news (bulos) no son más que gotas de agua en un océano de desinformación, sesgo ideológico, frivolidad y necedad. El interminable fluir de noticias y estímulos que puede recibir cualquier ciudadano las veinticuatro horas del día afecta de manera drástica a su capacidad para profundizar en cualquier cuestión (condición de cualquier decisión libre), y en especial las más trascendentes. Es prácticamente imposible una reflexión original o cualificada bajo la tiranía del trending topic, del tema de moda, de la actualidad palpitante, de la enésima y efímera polémica del día o de la semana. No hablemos ya del recogimiento, del encuentro del hombre con su dimensión espiritual. Los sacerdotes, los profetas y los sabios han sido sustituidos por un ejército de arrogantes periodistas, “expertos” y guionistas, técnicos en procesar información y entretenimiento, con fronteras cada vez más difusas entre ambos, y que actúan como meros transmisores de consensos ideológicos fabricados por comités internacionales y académicos en la estela neomarxista de transformar el mundo, dándolo ya por comprendido, sin preguntarle al “mundo” si desea ser transformado ni en qué sentido.

Para luchar contra esto sería absurdo romper las pantallas, remedando el movimiento ludita que en los orígenes de la revolución industrial defendía destruir las máquinas. No se trata de prescindir de la tecnología, que sería tanto como negar nuestra condición humana, como de no ser esclavos de nuestros propios artefactos, en especial aquellos cuyos contenidos son controlados o intermediados por los gobiernos y grandes corporaciones. Para ello debemos reducir nuestra dependencia de las pantallas, empezando por el tiempo que tenemos los ojos puestos en ellas. Hay una serie de medidas concretas, tanto negativas como positivas, que cada uno de nosotros podemos adoptar.

  1. Reducir el tiempo de consumo de información y entretenimiento en línea o por TDT a menos de una hora al día, como promedio. Prescindir totalmente de tertulias periodísticas, formatos sensacionalistas disfrazados de “periodismo de investigación” y por supuesto del entretenimiento puramente televisivo (programas de “telerrealidad”, shows conducidos por presentadores “estrella”, etc.)
  2. Salirnos de las redes sociales públicas (Twitter, Facebook, Instagram, etc.) o reducir drásticamente las cuentas que seguimos.
  3. Utilizar medios de mensajería y publicación individuales, en ningún caso grupos grandes donde todos los miembros pueden publicar, dando lugar a centenares de mensajes o comentarios diarios.
  4. Recuperar y reivindicar el soporte de papel, muy en especial el libro, principal fuente de conocimiento y de sabiduría, el cual en su formato físico (no electrónico) no puede ser censurado, editado ni cancelado remotamente.
  5. Leer proporcionalmente muchas más obras clásicas que novedades editoriales (especialistas aparte), sin las cuales es imposible adquirir la perspectiva que permite superar el actual provincianismo cronológico, por el cual creemos que la ideología dominante (“progresismo”) es la referencia desde la cual hay que juzgar todo tiempo pasado. A menudo habrá que saltarse prólogos o anotaciones impertinentes, que tratan de demostrar lo “moderno” o “adelantado a su tiempo” que eran tal o cual autor o personaje histórico, o advertirnos sobre lo que no encaja con la corrección política.
  6. Apoyar a las librerías de segunda mano, que permiten adquirir obras no promocionadas por el mercado ni el discurso dominante.
  7. Ver cine clásico. La pantalla de cine, del buen cine, no suplanta la realidad, no es un sucedáneo de la vida real, sino como todo arte verdadero, una profundización de lo real, que es lo que llamamos espíritu o cultura, en su sentido más elevado.
  8. Escuchar música clásica. Los paisajes sonoros de un Bach, un Mozart, un Beethoven, un Brahms, un Liszt, un Tchaikovsky, un Debussy, un César Franck, son mucho más, pero nada menos, que balnearios para el alma dañada por el ruido y el griterío infernales de la actualidad.
  9. Viajar sin la ansiedad narcisista de ver todo lo que supuestamente no podemos perdernos, sin preocuparnos de dejar constancia fotográfica de cada monumento o restaurante visitados. En lugar de itinerarios de frenético esnobismo o viajes organizados, pasear tranquilamente por las calles de cualquier ciudad europea, respirando el ambiente, curioseando en un mercadillo. El recuerdo íntimo, en especial si es compartido con una persona amada, vale mil veces más que contar en las redes sociales lo mismo que ya han contado millones antes que nosotros.
  10. Tomar contacto con la naturaleza, a ser posible de modo solitario o en pareja. Los grupos de actividades deportivas, con su palabrería que a menudo gira en torno a los tópicos más estúpidos del presente, dificultan establecer una relación personal con la creación.

Las pantallas parecen acercarnos a todos los rincones del mundo, pero al mismo tiempo nos separan de lo esencial, de nuestra alma y nuestro Creador. Este carácter dual no se encuentra tanto en ellas como en nosotros, como sucede con todo lo fabricado por el hombre. Debemos servirnos de las pantallas sin dejar que otros nos utilicen mediante ellas. Para ello es vital no perder el contacto directo con las personas y las cosas, en su sentido más corpóreo. Mejor el encuentro en el bar que el chat. Mejor el libro de papel que en formato digital. Mejor el plato que disfrutamos que la foto que compartimos en Instagram. Mejor la librería en la calle que Amazon. Nos va en ello la libertad, en su más sagrado sentido.

Di nazis que algo queda

Tras fracasar el plan inicial de Putin de tomar Kiev en pocas semanas, se inició una guerra que se está librando también mediante la propaganda y la desinformación. Estas se dirigen principalmente a la opinión pública occidental, con el fin de crearle dificultades a los gobiernos que apoyan a Ucrania con el envío de armas. Buena parte de estas intoxicaciones consisten en bulos, enfoques sesgados y truculentas exageraciones sobre el país invadido, al que se presenta como un Estado títere y como responsable de las peores atrocidades. Estas a su vez se enmarcan dentro de un relato que explica la agresión de Rusia como un acto de legítima defensa contra el expansionismo de la OTAN, al servicio de los intereses imperialistas de los Estados Unidos. Al parecer, los intereses de Moscú serían la evangelización cristiana y fomentar la lectura de Bulgákov en ediciones populares de bolsillo.

Aquí entran en juego las desinformaciones específicamente dirigidas contra la organización atlántica. Unas se dirigen a un público conservador, presentando a la OTAN poco menos que como el brazo armado del globalismo woke. Es el caso de quienes divulgan una fotografía de la anterior vicesecretaria de la OTAN, Rose Gottemoeller, sosteniendo una bandera arcoiris, símbolo internacional LGTB, como si fuera una prueba del delito. Lo que no mencionan es que Gottemoeller, persona muy ligada a Hillary Clinton y a Obama, fue sucedida en la vicesecretaría, en 2019, por Mircea Geoana, un político rumano que en su Facebook publicaba hace pocos días un comentario religioso sobre la Semana Santa ortodoxa y la Resurrección de Cristo.

Otras manipulaciones sobre la OTAN se dirigen a un público más amplio. Una de las más desvergonzadas se ha publicado con la firma de Beatriz Talegón en el oscuro digital ultraizquierdista Diario 16. Titulada “La OTAN y sus vínculos con el nazismo”, esta deposición redunda en la táctica del Kremlin que asocia a Ucrania con el nazismo, pero aún es más burda, si cabe. Quizás por ello ha tenido cierto éxito en redes sociales, donde versiones resumidas, que como es habitual no citan la fuente, se están viralizando. Yo he recibido una de estas por Telegram, antes de dar con el artículo original, de cuya existencia probablemente no me hubiera enterado.

El escrito enumera a varios oficiales alemanes que combatieron en la Segunda Guerra Mundial y que, años después, acabarían ocupando altos cargos en la OTAN. Nunca fue un secreto que, en los inicios de la guerra fría, militares y científicos que habían colaborado con el régimen nacionalsocialista fueron reclutados por los norteamericanos para utilizar sus conocimientos en la lucha contra los soviéticos. Pero esto es una cosa y otra muy distinta calificar como “nazis” a todos los mandos de la Wehrmacht. De hecho, de los nombres citados por el artículo, ni uno solo, que sepamos, militó en el partido nazi, aunque como militares profesionales fueran leales al Tercer Reich. (La alternativa era obviamente el fusilamiento, sin por ello pretender justificarlos moralmente.) De hecho, incluso algunos de ellos conspiraron contra Hitler.

El caso más notorio es el del conocido adjunto del mítico Rommel, Hans Speidel, que sería nombrado comandante supremo de las fuerzas terrestres de la OTAN en Europa central en 1957. Talegón lo califica como “teniente general nazi”, igual que hace con los demás altos oficiales, confundiendo lo que era el alto mando militar alemán (en muchos casos integrado por descendientes de la aristocracia prusiana que íntimamente despreciaban al cabo Hitler) con la jerarquía política del Tercer Reich, no sabemos si por ignorancia o mala fe. Pero dudo que por pura ignorancia se omita que Speidel estuvo implicado en el atentado contra Hitler del 20 julio de 1944, conocido como Plan Valquiria, tras el cual fue detenido por la Gestapo, aunque finalmente consiguió huir. Que un dato biográfico tan relevante, que incluso ha sido llevado al cine, se pase por alto, sólo demuestra la falta total de honestidad intelectual de un artículo ya de por sí obviamente tendencioso, y es un buen ejemplo del carácter de toda esta campaña de propaganda al servicio, remunerado o no, de un dictador y criminal de guerra como Putin.

Reaccionarios huecos

Soy uno de los más de doscientos mil españoles que reciben, vía Telegram, las numerosas informaciones que Alvise Pérez pone a disposición del público sobre corrupción y otros temas deliberadamente ignorados por casi todos los medios de comunicación. Vayan por delante mis respetos por tan meritoria y arriesgada labor. Sin embargo, a mi parecer queda empañada en parte por ciertas opiniones con las cuales sazona los datos y documentos que ofrece. En especial, afirmar que España está dominada por una mafia partitocrática de la que participan todos los partidos con representación parlamentaria, sin exceptuar ni uno solo, me parece injusto con Vox, al menos. Por supuesto que la formación presidida por Santiago Abascal cometerá errores, como toda organización humana, pero si hasta el partido más silenciado y maltratado por el establishment mediático forma parte del mal sistémico, me pregunto cuál es la alternativa que propone el periodista y activista. ¿Un régimen sin partidos políticos? Quizás sea una ingenuidad pretender que la democracia representativa es la culminación de la historia, pero para sugerir reemplazarla deberíamos tener muy clara la alternativa. Destruir es mucho más fácil que construir.

Las posiciones de Alvise Pérez son sólo un ejemplo de una tendencia de la que me vengo percatando, y que podríamos llamar reaccionarismo hueco. Nadie quiera ver aquí una descalificación retórica al uso. Soy un gran admirador de autores como Donoso Cortés y Gómez Dávila, profundamente críticos con la democracia liberal y la modernidad. Para mí el término reaccionario es ante todo descriptivo de una tendencia de pensamiento, no un insulto ni un espantajo. Pero los reaccionarios huecos a los que aludo no aportan una perspectiva teórica digna de tal nombre, sino que básicamente se limitan a arrojar al niño con el agua de la bañera, como dicen los anglosajones. Es el caso del escritor y periodista César Vidal, quien desde su programa radiofónico en colaboración con Lorenzo Ramírez, “El Gran reseteo”, además de denunciar, frecuentemente con razón, a instituciones internacionales como la ONU, la UE, el Foro Económico Mundial y otras, que tratan de imponernos por medios no democráticos la Agenda 2030, la emprende visceralmente contra la OTAN, a la que acusa de haber provocado la guerra de Ucrania sirviendo oscuros intereses de los Estados Unidos. Por mucho que jure no tomar partido en el conflicto, el hecho es que, escuchándolo, Putin queda prácticamente como un santo en un relato tejido con elementos de claro tenebrismo conspiranoico.

El otro autor que me sirve para abocetar esta reacción vacua es Juan Manuel de Prada, quien en sus columnas periodísticas viene fustigando tiempo ha el liberalismo y el constitucionalismo, desde premisas católicas que por sí mismas me despiertan una franca simpatía. El problema viene cuando muchas de las conclusiones a las que arriba el escritor, mediante argumentos viciados, son indistinguibles de la izquierda gubernamental, le guste o no reconocerlo. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en uno de sus recientes artículos, titulado con ánimo evidentemente provocador “El aborto es constitucional”. (ABC, 18 de febrero.) Según De Prada, que un Tribunal Constitucional haya fallado a favor de la constitucionalidad de la ley del aborto de Zapatero no se debería al asalto de Sánchez al poder judicial, sino que hay que achacarlo a la propia ambigüedad de la Constitución. Más aún, el abortismo vendría justificado por un supuesto principio de la democracia liberal según el cual accedemos a la plenitud humana en la medida en que nos “liberamos” de los “lastres” que “coartan” nuestra “realización personal”. (Las comillas son del autor.)

Por supuesto, identificar la democracia liberal (el parlamentarismo, los derechos individuales, el Estado de derecho) con un obvio principio del progresismo izquierdista es simplemente hacer trampa. Pero además es la clase de trampa que viene practicando la izquierda desde siempre, mimetizándose como democrática, como hizo de manera sistemática durante la Guerra Civil, al menos de cara al exterior, y también durante la Transición, hasta nuestros días. Los que loan a las tiranías de Cuba y Venezuela no tienen empacho en ser los mayores repartidores de carnés de demócratas, en función del público que tengan delante. Apenas hace falta añadir que estos personajes tienen tan poca estima por la Constitución de 1978 como la que manifiesta Juan Manuel de Prada. Aunque sea por motivos muy distintos, sin duda. Pero éste coincide plenamente con ellos en que la carta magna avala el aborto. Con amigos como De Prada a la derecha, los provida no necesitan enemigos a la izquierda.

La confluencia de este reaccionarismo torpón con la izquierda no es un fenómeno ni mucho menos nuevo, ni tampoco particular de España. En los Estados Unidos, las críticas a la Declaración de Independencia y el texto constitucional podían proceder tanto de los nostálgicos de la Confederación sureña como del marxismo y las teorías críticas del género y de la raza. Así lo señaló Allan Bloom en su fascinante y melancólico ensayo The Closing of The American Mind: “La Nueva Izquierda de los años sesenta expresaba exactamente la misma ideología que se había desarrollado para proteger al Sur de la amenaza que para sus costumbres [la segregación racial] entrañaban los derechos constitucionales y el poder del Gobierno federal para imponerlos. Es la vieja alianza de la Derecha y la Izquierda contra la democracia liberal, parodiada como «sociedad burguesa».” (El cierre de la mente moderna, Plaza y Janés, 1989.) La vieja cultura sureña acabó desapareciendo, pero la izquierda radical, que vuelve a poner la raza en primer plano, ahí sigue, más crecida que nunca.

El odio a la sociedad burguesa se origina en un viejo equívoco sobre el significado de lo burgués, que no es el mismo para la derecha reaccionaria que para la izquierda. Pero quien se beneficia de la confusión es siempre la segunda. No se me ocurre peor negocio que socavar desde la derecha algunos de los principios fundamentales de Occidente, identificándolos únicamente con sus defectos y limitaciones, confundiéndolos con sus desviaciones y adulteraciones, haciéndole el juego a Putin o del modo que sea, para que la izquierda acabe recogiendo los frutos, y encima se presente como la auténtica defensora de la democracia.

Tiempos feos

Nuestro tiempo en una cosa es igual que todo tiempo pasado, desde los orígenes de la civilización. En esa época primigenia, que podemos datar grosso modo hace diez mil años en Oriente Medio, nacieron las primeras ciudades, en las que unas castas de guerreros y de sacerdotes-burócratas sojuzgaban a la gran mayoría de población campesina. Hoy, aunque los que se dedican a la agricultura sean pocos, seguimos teniendo en común con nuestros antepasados sumerios que una minoría gobierna a la inmensa mayoría. Probablemente se trate de una constante antropológica. Por supuesto, varían los principios en los que se basa la pretendida legitimidad de la minoría: antaño de naturaleza religiosa, hoy de carácter ideológico.

Pero al mismo tiempo, en los últimos dos siglos, y de quizás manera más acentuada en las últimas tres décadas, observamos un fenómeno que supone una ruptura con la civilización antigua y medieval. Las clases de los clérigos y de los políticos, durante milenios, estuvieron diferenciadas. Bien es cierto que frecuentemente mantenían una alianza de conveniencia más o menos explícita, pero su dualidad no podía ignorarse, y en ocasiones se manifestaba de modo conflictivo. No hay duda de que el poder espiritual constituía un contrapeso, por su mera existencia, del poder temporal. El clero cristiano era el depositario de una doctrina estable, que se mantenía esencialmente invariable a través de los siglos, y que por ello imponía una limitación a los poderes del Estado. Esto empezó a cambiar a partir de la reforma luterana, que cuestionó radicalmente la autoridad de la Iglesia, y sobre todo a partir de la secularización creciente del siglo XVIII, cuando las ideas ilustradas fueron desplazando la religión, sustituyéndola por las ideologías modernas. Al final de este proceso lo que tenemos son los Estados contemporáneos, que no responden a ninguna instancia superior salvo el “pueblo”, abstracción infinitamente maleable, cuyos contenidos normativos pueden recrear a su antojo, y hoy de manera literal, mediante la manipulación masiva proporcionada por los medios de comunicación.

Lo dicho contradice de manera frontal cualquier ingenuidad progresista. Nos creemos superiores a nuestros antepasados porque hemos eliminado los castigos crueles y las ejecuciones en la plaza pública, pero esto, aunque en sí mismo sea un bien innegable, no se debe a un progreso moral de la humanidad, no es una consecuencia de la ilustración, sino del mayor control de la minoría sobre las masas, que además de aborrecer esas prácticas brutales, ya no las necesita. Somos más delicados, pero sin ningún género de duda, también menos libres, menos audaces y hasta menos inteligentes que hace unos pocos siglos, incluso unas pocas décadas, pese a manejar volúmenes de información muy superiores, o quizás precisamente por ello. Esclavos de nuestras pantallas, despreciamos a nuestros antepasados, capaces de derramar sangre por la religión, el patriotismo o el honor. Pero si hoy guerreamos menos no es debido a una superior educación, ni menos aún a una fe más sincera y coherente en los principios divinos. Simplemente hemos sustituido las viejas pasiones fuertes, por las que nuestros ancestros eran capaces de exponer sus vidas, por la búsqueda del bienestar material, de nuestros suministros garantizados de agua, electricidad e internet, de nuestra atención médica primaria y nuestras pensiones de jubilación, a los cuales sacrificamos lo que sea, empezando por la libertad. Es significativo que los altercados en Francia no se originen en una defensa de las libertades, cada día más erosionadas, sino en protesta por la fijación de la edad de jubilación a los 62 años.

Se dirá que no hay nada malo en querer vivir confortablemente, en aspirar a un retiro cómodo. Seguramente, no lo hay. El problema reside en no tener ninguna otra aspiración por encima de estas. El problema es que nos hemos creado una religión laica a la medida de nuestra miseria espiritual, incapaz de ver más allá del dinero, del sexo y de la salud, los auténticos ídolos de nuestro tiempo. Hemos convertido nuestra ceguera espiritual en la medida de todas las cosas, en la vara de medir a partir de la cual lo juzgamos todo, tanto el pasado como las minorías que tratan de eludir las idolatrías contemporáneas. Este consenso asfixiante que condena cualquier desviación como ultraderechista hace del mundo un lugar de predominante fealdad, como se manifiesta ya no solo en el discurso público, sino en gran parte del arte, la publicidad invasiva y el asediante vandalismo grafitero. Hemos creado posiblemente la distopía que nos merecemos, pero nunca está todo perdido. El mero hecho de pensar a la contra ya remeda un reino del espíritu que siempre fue tan precario como ahora. Quizás lo mejor de nuestro tiempo es que esto, en medio de nuestra opulencia comparada con edades pretéritas, sea más claro que nunca antes en la historia.

Lecciones del Holocausto

Hace casi ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, y que los campos de concentración nazis fueran liberados. Lo que se descubrió ahí superó todo lo imaginable, hasta el punto de que casi hasta los años sesenta no empezó a popularizarse el hecho histórico del Holocausto, el exterminio de aproximadamente seis millones de judíos a manos de los secuaces de Hitler. El libro de Primo Levi, Si esto es un hombre, relatando su propia experiencia como prisionero en Auschwitz, fue un fracaso editorial cuando se publicó por vez primera, en 1947, y no conoció su merecida fama actual hasta que se reeditó en 1958. Esto no significa que el antisemitismo no estuviera extendido fuera de los círculos nazis alemanes, pero sí que sólo la minoría que perpetró el Holocausto, y los que colaboraron de manera directa con él, tuvieron una noción más o menos precisa de la magnitud del genocidio y de su satánica eficiencia industrial.

Esta es una de las enseñanzas principales de la Shoah. La incredulidad de la mayoría de personas, incluidas las propias víctimas, los judíos, ante el hecho de que se estuviera planificando y perpetrando un genocidio total y sistemático en el continente europeo. Aunque parece que se haya dicho ya todo sobre el tema, hay una novela reciente de Anne Berest, La postal (2022), basada en la historia de los antepasados de la autora, varios de los cuales murieron en Auschwitz, que lo muestra con sobrecogedora claridad. En los años veinte, algunos judíos tuvieron la lucidez suficiente para emigrar a Palestina o a América. Pero la mayoría creyeron que simplemente con disfrutar de la nacionalidad alemana, o francesa, serían inmunes a la discriminación racial. Después, cuando los nacionalsocialistas llegaron al poder en Alemania, e incluso tras la Noche de los Cristales Rotos, los judíos que vivían en Francia u otros países solían asegurar que esto “aquí no puede ocurrir”. Cuando Hitler invadió Francia, y las autoridades ocupantes ordenaron que todos los judíos se inscribieron en un registro, fueron mayoría los que obedecieron, creyendo con estremecedora ceguera que era mejor mostrarse respetuosos con las leyes, incluso aunque fueran tan manifiestamente injustas.

Esta ceguera todavía mostró una persistencia que hoy, retrospectivamente, podemos juzgar demasiado a la ligera como estolidez. Los nazis empezaron la deportación de los judíos franceses fingiendo que sólo se trataba de enviarlos a trabajar en Alemania, para minimizar las resistencias. Con la pérfida finalidad de dar verosimilitud a este subterfugio, seleccionaron en primer lugar los judíos sanos y en edad de trabajar, y sólo después, cuando muchos de estos ya habían sido exterminados por las espantosas condiciones de la deportación y de los campos, o mediante las cámaras de gas, empezó la deportación de los viejos. Incluso entonces, muchos mantenían la ilusoria esperanza de reencontrarse con sus hijos deportados en Alemania.

La ceguera ante el mal, aunque no se trate de un mal de la magnitud del Holocausto, es un funesto error del que no estamos libres en nuestros días. Muchísima gente prefiere no anticipar las consecuencias de determinadas políticas, o procesos sociales, creyéndose por ello moralmente mejores. Así ocurre con la creciente islamización de Europa. Es mucho más gratificante, psicológicamente, negarse a ver el problema que ya estamos teniendo en numerosas poblaciones europeas, donde se vive un auténtico estado de excepción de la legalidad y los valores europeos, y que por razones meramente demográficas no hará otra cosa que aumentar. Es más fácil evitar ser tildado de xenófobo, islamófobo o incluso racista que mirar la realidad cara a cara. Irónicamente, resulta más tentador llamar nazis a quienes denuncian el problema que tratar de imaginar soluciones o paliativos. Lo que se demuestra con ello, en realidad, es que no hemos aprendido una de las lecciones principales del Holocausto. Por el contrario, usualmente se tiende a extraer una falsa lección.

Se dice que el principio del mal, el origen de la siniestra pendiente resbaladiza que conduce a Auschwitz, es la discriminación, toda discriminación. Pero los hechos no abonan semejante tesis. En primer lugar, hay que decir que el Holocausto no se produjo por un fatal encadenamiento de causas o una espiral de envilecimiento que arrastraría a sus propios autores: estuvo perfectamente planificado desde el principio por Hitler y unos pocos jerarcas nazis, que adoptaron una estrategia gradualista por simples razones prácticas, como he dicho antes, para minimizar las resistencias y facilitar la colaboración de las personas “normales”. En segunda razón, no es cierto que toda discriminación, por injusta que sea, conduzca al genocidio. Ni siquiera la segregación racial en los EEUU, que fue ciertamente odiosa, estuvo cerca en ningún momento de los campos de concentración y mucho menos de las cámaras de gas, por más que sí hubo ciertos defensores de la eugenesia racial, como la pionera del abortismo y fundadora de Planned Parenthood, Margaret Sanger, una franca racista hoy canonizada por el progresismo.

Sin embargo, la tesis de la discriminación como semilla del mal ha hecho fortuna, y en nuestro tiempo, no solo sirve para denunciar toda injusticia discriminatoria, lo cual, aunque partiera de un argumento exagerado (¡tal cosa nos lleva a Auschwitz!) o falaz (reductio ad Hitlerum), tendría al menos un efecto loable, en forma de lucha por los derechos individuales, con independencia de la raza, el sexo, etc. El problema es que se categoriza todo tipo de discriminación (por ejemplo, los criterios biométricos para acceder a cuerpos policiales o de bomberos, o los filtros en las fronteras para impedir la entrada de potenciales delincuentes o parásitos de las prestaciones sociales) como injusta, lo cual no es ni mucho menos verdad. Y lo que es peor, se señalan discriminaciones donde ni siquiera existen de ningún tipo, como la llamada brecha salarial entre sexos en los países desarrollados, que se origina en decisiones libres individuales de hombres y mujeres, las cuales se trata de modificar con medidas coactivas o reeducadoras, más cercanas al totalitarismo que la imaginaria injusticia que combaten.

Así pues, como decíamos, no basta con la discriminación por razones de raza, siendo esta por sí misma inadmisible, para que sea posible un genocidio. Sería vital identificar el factor decisivo, aislar el principio del mal en estado puro, precisamente si queremos, como se suele decir, que la historia no se repita. Esta sería la otra gran lección que podemos extraer del Holocausto, y sin duda la más importante.

A mi entender, el principio del mal se halla en la subjetivización de los principios morales. O dicho con otras palabras, en apoyar la validez de las normas éticas en los sentimientos. Hay que decirlo con total franqueza: aunque los nazis fueron especialmente hábiles en reclutar a los peores elementos de la sociedad, gentuza del hampa habituada a la violencia, muchos dirigentes y militantes del partido, y por supuesto gran parte de la población que colaboró con el III Reich de modo más o menos pasivo, creían sinceramente que lo que ellos defendían era una buena causa. Sinceramente creían que los judíos eran una especie de plaga en sentido literalmente biológico, que ponía en peligro el futuro del pueblo alemán. Los más comprometidos con el ideario nacionalsocialista se limitaron a extraer las conclusiones lógicas de semejante delirio. El resto, una parte considerable de los alemanes, aprobó las medidas de discriminación racial promulgadas tempranamente en Núremberg, sin que ello les planteara un problema de conciencia. En resumen: se sentían buenos ciudadanos cuando discriminaban a los judíos, y unos pocos fanáticos y degenerados llegaron a sentirse buenos incluso en tanto que los exterminaban, imaginando que estaban luchando por la supervivencia del pueblo alemán.

A estas ideas contribuyeron nociones cientifistas relacionadas con el darwinismo vulgar, como la teoría de la supervivencia de los más aptos (la lucha por la vida), aplicada a la especie humana, que ya en el siglo XIX era sostenida incluso por autores liberales como Herbert Spencer, quien defendía negar las ayudas públicas a los pobres, e incluso la caridad privada, porque esto solo podía contribuir a disminuir la calidad de la especie, al entorpecer el proceso de selección natural. Un autor actual de éxito, el israelí Yuval Noah Harari, sostiene que “Hitler y los nazis representan solo una versión extrema del humanismo (sic) evolucionista” y que “los horrores del nazismo no deben cegarnos ante las posibles perspicacias que el humanismo evolutivo pudiera ofrecer.” (Homo Deus, Debolsillo, 2022, págs. 286 y s.) Este cientifismo delirante, que como vemos sigue plenamente de moda, no hace otra cosa que fundamentar y reforzar la idea de que no existe una moral objetiva, sino que en última instancia son los sentimientos los que nos permiten determinar la diferencia entre el bien y el mal. Simplificando lo que oscuramente sintieron muchos honrados ciudadanos alemanes en los años treinta, pero también nuestros estrictos coetáneos del siglo actual: está bien lo que el corazón me dice que está bien.

A nadie debemos temer más que a los que se sienten buenos, a los que se ven moralmente superiores, guiados solo por sus sentimientos. No nos equivoquemos, no es un problema de moralismo, como sostiene el psiquiatra Pablo Malo en su libro, por lo demás muy interesante, Los peligros de la moralidad. Es un problema de emotivismo. La moral no es el peligro, como no lo son Dios, la patria, la democracia, la libertad ni la igualdad, por mucho que se haya abusado de estas palabras para cometer crímenes en su nombre. El gran peligro reside en creer que las ideas solo deben juzgarse por las intenciones, y por tanto, quien discrepa de mí automáticamente se delata como malvado. Habitualmente (no se nos escape la penosa ironía) como un fascista, como un nazi. No solo no hemos aprendido las lecciones del Holocausto, sino que utilizamos su siniestra sombra para tropezar en las mismas piedras que pavimentaron el camino hacia él. No pretendo sugerir que algo semejante se pueda repetir, pero sí otros males, que no por ser incomparablemente menores, dejan de ser indeseables.

El debate político debe basarse en argumentos racionales y en datos empíricos. Lamentablemente, las tecnologías de la comunicación, en especial las de tipo audiovisual, facilitan enormemente el uso de recursos emocionales con fines manipuladores. La llamada cultura de la cancelación, que convierte en completamente inviables determinados debates, no se basa en otra cosa que en la estigmatización irracional, sentimental, de quienes cuestionan los discursos victimizadores de las identidades políticas. Cualquier idea o simplemente término que no se ajuste al guión de la corrección política levanta oleadas de indignación, de “ofendiditos” que se niegan en redondo a escuchar cualquier argumentación racional, y lo que es mucho peor, a que lo escuchen los demás. Se limitan a calificar al disidente como racista, machista u homófobo: y no hay más que hablar. Si esta tendencia no se revierte, nos dirigimos a una sociedad posliberal, donde principios como la libertad de pensamiento, que comunistas y nazis despreciaban y ridiculizaban, acabarán siendo destruidos por unos enemigos menos temibles y mucho más ridículos. Pero enemigos de la libertad, al fin y al cabo.

El fin de la Era Woke

Santiago Abascal ha definido en más de una ocasión al partido que preside, Vox, como un simple medio. En efecto, si reflexionamos sobre su programa, la Agenda España, y otras publicaciones de la formación, se impone la conclusión de que, más allá de un cambio político, lo que defienden los dirigentes de Vox, así como algunos de sus más lúcidos representantes electos, es nada menos que un auténtico cambio cultural frente al progresismo woke institucionalizado, formulado en documentos de pretensión normativa como la Agenda 2030, y sostenido por las élites políticas, económicas e intelectuales del mundo desarrollado y la Iberoamérica sometida u hostigada por el Foro de Sao Paulo. Sin olvidar la especificidad española, marcada por el guerracivilismo y el filoterrorismo de la izquierda y el separatismo.

Lo que en lugar de esta ideología institucionalizada propone Vox podría resumirse como un movimiento socialpatriótico, con carácter liberalconservador y regenerador. Se trataría de recuperar la soberanía nacional frente a las imposiciones de organismos supranacionales sin legitimidad democrática, como la ONU o la Comisión europea, a fin de restaurar los principios liberales clásicos (libertad de pensamiento, igualdad ante la ley, derecho a la vida) que se fundamentan en un derecho natural conceptualizado en el seno del pensamiento humanista y cristiano. Estos derechos naturales o clásicos vienen siendo gravemente erosionados en el último medio siglo, de modo paradójico, por el activismo de derechos de segunda y tercera generación, propio de la nueva izquierda alumbrada en Mayo del 68, una revolución cuyos efectos todavía vivimos. Lo comprobamos cotidianamente cuando la cultura de la cancelación restringe cada vez más arbitrariamente lo que se puede decir sin ser acusado de un delito de odio. O cuando se crean leyes que discriminan en función del sexo y la raza. Y por encima de todo cuando se eliminan millones de vidas humanas mediante el aborto provocado y fomentado.

Un cambio cultural no lo puede llevar a cabo sólo un partido, ni siquiera un gobierno, por mucho apoyo popular que obtuviera. Pero me atrevo a decir que no es concebible tampoco sin estos instrumentos. Y aquí es donde entra Vox. El partido fundado por Abascal, Ortega Lara y Espinosa de los Monteros, entre otros, podría ser un signo de cambio profundo, y en todo caso es la ocasión para que se produzca.

Tres son las etapas en las que dicho cambio podría desarrollarse. La primera, obtener una representación suficiente, que se traduzca en la capacidad de acción parlamentaria. La segunda, derogar las leyes de ingeniería social que en España se han venido implantando sobre todo desde 2004, sin excluir otras anteriores. Y la tercera, reformar la Constitución para asegurar la unidad de la Nación y acabar con las ambigüedades que permiten subvertir, por la puerta trasera de leyes orgánicas y otros instrumentos legislativos, el imperio de la ley, la separación de poderes y la protección de los derechos naturales.

No se nos puede escapar que la tercera fase es aún lejana, puesto que requeriría una mayoría absoluta o incluso más holgada. Si Vox es un detonante del cambio cultural, éste a su vez es el único que podría catapultarlo a una posición comparable a la del Fidesz de Viktor Orban en Hungría, el cual llegó al poder tras el derrumbamiento del comunismo. Ahora bien, la primera fase ha obtenido un éxito considerable. Si bien Vox aún carece de una representación local consolidada en toda España, en el Congreso, sede de la soberanía nacional, es la tercera fuerza con 52 diputados, lo cual le ha permitido desarrollar una prolija actividad legislativa y judicial, incluyendo la presentación de dos mociones de censura contra Pedro Sánchez.

El siguiente paso o segunda fase empieza a apuntar en el gobierno autonómico de Castilla y León. Si Vox acaba entrando este año en un gobierno nacional, su tarea más inmediata, hasta donde le permitiera su fuerza relativa, sería elaborar un Marco Legal Derogatorio (MLD). Con esto quiero decir que no basta con simplemente derogar las leyes ideológicas de Zapatero y de Sánchez: hay que legislar en positivo precisamente para que se active y consolide el cambio cultural que haga menos probable un nuevo retroceso hacia el statu quo actual. Este MLD se podría resumir en al menos media docena de leyes que arroparían con medidas positivas y no meramente reactivas los artículos expresamente derogatorios de las actuales leyes sobre el aborto, el género, la transición energética, la ley trans, etc. En la siguiente tabla muestro éstas, con nombres abreviados, contraponiéndolas con las que podrían ser los nombres de leyes auspiciadas por un gobierno con participación de Vox, lo cual bastaría por ahora para dar una idea de su orientación y talante.

LEYES SOCIALISTASMLD
Ley de Violencia de Género (2004)Ley de Violencia Intrafamiliar y de Pareja[1]
Ley de Cambio Climático (2021)Ley de Soberanía Energética
Ley de Memoria Democrática (2022)Ley de Reconciliación Nacional
Ley del «Sólo Sí es Sí» (2022)Cadena perpetua para violadores en serie
Ley del Aborto (2023 y anteriores)Ley de Invierno Demográfico y Maternidad
Ley de las Personas Trans y Derechos LGTBI (2023)Ley de No Discriminación[2] y No Cancelación

Este podría ser, dejando los detalles para cuando llegue el momento, el horizonte de la futura acción legislativa de Vox, a medio plazo[3]. Sin duda, habría que añadir además algunas otras leyes, por ejemplo contra con la okupación paralegal, que derogaran otras disposiciones legislativas o parte de ellas. Si se consiguiera transformar de tal modo el panorama jurídico , con su innegable influencia pedagógica en la sociedad, entonces el cambio cultural profundo sería un proceso en marcha incontrovertible. Por supuesto, no pienso sólo en España, sino en todo el mundo. El comunismo soviético, desde la revolución rusa de 1917 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, duró algo más de setenta años. Tengo la esperanza de que la Era Woke, que simbólicamente podríamos iniciar en ese último año, y que empieza a generar un hartazgo cada vez más visible, acabe durando solo la mitad y no llegue al tan cacareado 2030.


[1] Violencia de Pareja es un término de la psicología empírica, sin connotación ideológica.

[2] La No Discriminación incluiría también la eufemísticamente llamada discriminación positiva, esa trampa de la teoría crítica para acabar con la igualdad ante la ley de sexos, razas, etc., creando y explotando políticamente identidades enfrentadas.

[3] Por supuesto, no hablo en nombre de Vox, en el que milito como un afiliado de pie más. Soy el único responsable de las opiniones aquí vertidas.

Qué es Occidente

Samuel P. Huntington enumeró una serie de aspectos que caracterizan a la civilización occidental: el legado clásico (Grecia, Roma y el cristianismo), la separación entre la autoridad espiritual y temporal, el imperio de la ley, el pluralismo social, los cuerpos representativos y el individualismo. Prácticamente todas estas características se encontraban ya en la injustamente denostada Edad Media. Por ejemplo, el pluralismo en forma de instituciones como monasterios, órdenes religiosas y cofradías, clases sociales como la aristocracia feudal y una burguesía minoritaria pero importante, así como protonaciones y hasta ciudades-estado con lenguas y leyes diferentes.

Lo mismo puede decirse de los cuerpos representativos, como eran las cortes estamentales que, en mayor o menor medida, limitaban los poderes de los monarcas. Solo el individualismo señala ya los tiempos renacentistas, con el desarrollo de la elección individual en todos los órdenes: el amoroso, el laboral, el artístico y el religioso. Este llegará a convertirse en el signo más distintivo de Occidente. Quizás su manifestación más impresionante es el florecimiento de figuras de científicos y artistas como ninguna otra cultura ha producido: en la ciencia, Newton, Darwin, Einstein. En la música, Bach, Mozart, Beethoven.

Aunque décadas de matraca relativista han hecho pensar a muchos (o fingir hipócritamente que piensan) que Beethoven no goza de mayor valor intrínseco que los cantos bosquimanos, o que la medicina oriental es una alternativa de igual validez, si no más, que la medicina occidental, lo cierto es que desde Los Ángeles a Tokio, las personas musicalmente cultivadas de todas las culturas acuden a salas de conciertos para escuchar a Mozart o a Mahler, al menos con mucha más frecuencia que cantos indígenas. Cuando un turco o un japonés enferman gravemente, la mayoría de las veces se ponen en manos de médicos educados en las disciplinas europeas y americanas, igual que lo haría un francés, un español o un estadounidense. Y cuando los chinos ponen un satélite en órbita, siguen basándose en la ecuaciones de Newton, no en el confucianismo ni el taoísmo.

Ahora bien, un error muy común es identificar exclusivamente Occidente con la modernidad, en sentido filosófico. A ello contribuye en parte el hecho cronológico de que las figuras de científicos y músicos mencionadas florecieran en los últimos tres o cuatro siglos. Probablemente, ni Newton ni Mozart nacieron en Europa por accidente. Sus descubrimientos y creaciones no serían concebibles sin el bagaje cultural y técnico de los siglos precedentes. Lo que realmente caracteriza el pensamiento moderno, en gran medida, es por el contrario el cuestionamiento de Occidente, un prurito autocrítico desmedido, que llega a ser autodestructivo, y del que el relativismo constituye una de sus manifestaciones más significativas.

Occidente es la única civilización que se autoinculpa a sí misma obsesivamente de ser colonialista, racista y machista, como si las demás culturas hubieran sido paraísos permanentes de paz, tolerancia, pluralidad e igualdad entre sexos. Este fenómeno de auténtico autoodio se ha exacerbado en las últimas tres décadas en lo que suele dominarse cultura woke, cultura de la cancelación o corrección política, hasta extremos que amenazan al propio concepto de individuo, subordinándolo a las identidades políticas de género y de raza. Un reciente libro lo enuncia sin medias tintas: “En los últimos años ha quedado claro que hay una guerra en marcha: una guerra contra Occidente. (…) Se trata de una guerra cultural y despiadada contra las raíces de la tradición occidental y contra todo lo bueno que esta ha dado de sí.” (Douglas Murray, La guerra contra Occidente, Península, 2022.)

Una reacción contra esto, paradójicamente mimética, y que procede del error mencionado, es la de quienes deplorando el progresismo woke, cargan contra Occidente en el sentido geopolítico del término, o al menos contra los EEUU, y miran hacia Rusia como una especie de reserva espiritual. Tales personas abominan de la alianza atlántica y se prestan a difundir todos los bulos e intoxicaciones elaborados por el Kremlin, según los cuales Ucrania no es más que un juguete de la OTAN, o sea de los Estados Unidos, que sirve para atacar a la Santa Rusia y someter a Europa a sus pérfidos designios capitalistas.

Rusia, pese a Tchaikosvski, Tolstoi y Dostoyevski, no es Occidente. Su literatura y su música se cuentan sin duda entre los mejores frutos de la cultura occidental, pero trasplantados fuera de su ámbito geográfico, como la patata y el tomate fueron trasplantados de América a Europa. El cristianismo ortodoxo fue siempre ajeno a la separación de Iglesia y Estado, permeando una cultura bizantina donde ni el imperio de la ley ni la limitación del poder político ni el individualismo han arraigado de un modo comparable a Occidente.

Huntington sostenía, con razón, que Ucrania se encontraba en medio de una línea de fractura entre las civilizaciones occidental y ortodoxa. Es posible que, de estar vivo, hubiera puesto reparos a que Europa y Estados Unidos apoyen militarmente a Kiev, porque pensaba que cada civilización posee un área de influencia que conviene respetar en aras de la paz. Pero dudo que hubiera comprado la burda propaganda de Putin, ni su último discurso apuntando con astuto oportunismo a las flaquezas de Occidente. Nada las resume mejor que esa maniática xenofilia consistente en celebrar y comprender todas las culturas excepto la occidental, la única que no tendría nada de lo que enorgullecerse, la única que tiene que ceder y dejar de lado sus intereses, permitiendo que Rusia tutele a Europa con sus ojivas nucleares y decida quién puede ser aliado de los Estados Unidos.

Como señaló el politólogo americano en El choque de civilizaciones: “Occidente fue Occidente mucho antes de ser moderno.” (Paidós, 1997) Y aún más fue Occidente antes de la cultura woke, que probablemente será derrotada por la realidad, como lo fue el marxismo, mucho antes de lo que imaginamos. Algunos aborrecen a Occidente como si Rusia fuera una sociedad modélica, juzgándolo exclusivamente por los delirios ideológicos de las tres últimas décadas. Y en cambio olvidan que también Rusia fue Rusia antes del comunismo, y que tras la caída del muro de Berlín sus ambiciones imperiales históricas no se esfumaron por ensalmo, no al menos para pensar ingenuamente que deberíamos haber disuelto la OTAN. Como mínimo, ucranianos, bálticos, polacos y escandinavos pueden estar contentos, y seguramente lo están, de que no se cometiera semejante error. Este hubiera sido incluso más grave que la entrega de Ucrania a Rusia de sus armas nucleares, bajo la promesa de que jamás sería atacada. Conviene recordarlo, a los que, como Putin, les gusta hablar tanto de supuestos compromisos incumplidos en perjuicio de Rusia.