
El fallo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (Supreme Court of United States, abreviadamente, SCOTUS) en el caso Dobbs versus Jackson Women’s Health Organization, que debía decidir en el conflicto entre una clínica abortista y el Estado de Mississippi, por su legislación restrictiva del aborto, anula tanto la conocida sentencia del caso Roe vs. Wade, de 1973, como la de Planned Parenthood vs. Casey, de 1992, en las cuales se establecía el aborto provocado como un derecho constitucional. Ahora SCOTUS revisa su jurisprudencia y niega que la Constitución de los EEUU ampare ese supuesto derecho. Por tanto, remite el debate a cada Estado y en definitiva al pueblo, que es quien elige a los legisladores, tanto estatales como federales.
Los medios de comunicación dominantes, así como numerosas figuras públicas, han puesto el grito en el cielo por lo que interpretan como un retroceso de cincuenta años en los derechos de la mujer. Incluso alguien ha visto en la sentencia un anticipo de un futuro régimen fundamentalista, como el que imagina Margaret Atwood en su famosa novela distópica El cuento de la criada. Naturalmente, esto es insostenible, a la luz de los hechos que he resumido en el anterior párrafo. El tribunal en ningún momento se ha pronunciado sobre la cuestión de fondo; simplemente ha proclamado que la respuesta no se encuentra en el texto constitucional, tal como fue redactado en el siglo XVIII y enmendado varias veces desde entonces.
Más aún, la sentencia de SCOTUS, si supone algún retroceso, no es en las libertades, sino todo lo contrario: es un retroceso, ya veremos cuán decisivo, en el camino que nos conduce al totalitarismo. Intento explicarlo.
El debate sobre el aborto se ha querido dar por zanjado hace tiempo, tanto desde la izquierda como desde la derecha. Pero con una diferencia significativa: para la izquierda se trata de un derecho aún hoy en día amenazado, que debe ser defendido a capa y espada, mientras que la mayor parte de la derecha (al menos la europea) lo considera como una cuestión superada, que ya solo unos pocos integristas provida tratan de situar en la agenda política. Sin embargo, que alguien no quiera hablar de un tema no quiere decir que esté zanjado o superado. En realidad, la izquierda demuestra mayor astucia que la derecha al no ver el aborto como una conquista irreversible, pues entiende que su papel en la batalla cultural es capital.
El aborto es uno de los legados de la revolución sexual de la década de los sesenta. Como señala el filósofo del derecho Francisco José Contreras, «el aborto libre es una última red de seguridad contraceptiva en una sociedad permisiva, en la que las “relaciones sin compromiso” conducen tarde o temprano a embarazos indeseados.» (La fragilidad de la libertad, Homo Legens, 2018, pág. 158.) Pero la promiscuidad es solo una cara del asunto. La tentación del aborto no siempre, aunque sí frecuentemente, se explica como consecuencia de una “noche loca”, sino de manera más genérica, como un método eugenésico rudimentariamente negativo, pero que abre la puerta a la eugenesia sistemática y masiva. Ambas cosas, la desinhibición sexual sin límites y la eugenesia, derivan de un principio subyacente: la autodeterminación radical del individuo, que no acepta ninguna condición ni norma previa o heterónoma, sino que quiere decidirlo todo por sí mismo.
Ahora bien, esta autodeterminación radical es una ilusión y además una ilusión diabólicamente peligrosa, que de manera fatal acaba conduciendo a la más completa antítesis de la libertad individual. Cuando el ser humano no reconoce la verdad sobre su propia naturaleza, cuando se ponen en cuestión el amor como entrega, el valor irreductible de la vida humana y el papel insustituible de la familia con vocación de permanencia, se produce un vacío moral y psicológico que se apresuran a llenar las ideologías y el despotismo. Aldous Huxley, en su novela Un mundo feliz (mucho más clarividente que la citada obra de Atwood) comprendió perfectamente que la abolición del amor monógamo y la eugenesia sistemática solo podían alfombrar el totalitarismo más formidable jamás concebido, un mundo de esclavos felices e idiotas, producidos en serie (literalmente) por el Estado.
La decisión del tribunal supremo norteamericano no es una regresión de las libertades, sino por el contrario un inesperado revés para quienes nos empujan, no siempre ciegamente, hacia semejante servidumbre, nunca vista en la historia. Una sociedad donde nada será sagrado, nada será absoluto, salvo las consignas emitidas por una elite tecnocrática. Esta se encarna de manera incipiente en los dirigentes políticos y económicos que se reúnen en cónclaves como el Foro de Davos para dictarnos arrogantemente la “agenda” que todos debemos obedecer de aquí al 2030 o fechas sucesivas, pasando olímpicamente por encima de cualquier control democrático. Lo que más ha indignado a los críticos de SCOTUS, en el fondo, es que haya devuelto a la plaza pública la discusión (arriesgada, pero infinitamente preferible a opacos conciliábulos) sobre si la vida humana es un derecho inalienable, anterior al Estado, o por el contrario depende de los términos en que lo regulen comités financiados por dictaduras como China y turbios poderes financieros, cuando no directamente por corporaciones abortistas.
Los progres son perfectamente conscientes de lo que hay en juego; mucho más, al menos, que la estólida derecha economicista que únicamente tenían en frente hasta ahora. Pero también esto se está acabando, gracias entre otras cosas a los nombramientos para la Corte Suprema de Donald Trump.