En asuntos intelectuales no hay aliado más equívoco que el enemigo de nuestro enemigo.
Nicolás Gómez Dávila
Si en la derecha política hay una esencia más allá de sus formas diversas y cambiantes en el tiempo, no puede ser otra que la negativa a adorar a ese dios sustitutorio del Dios judeocristiano que llamamos Progreso. Esta definición es ya de inicio polémica, no sólo contra la izquierda, lo que va de suyo, sino contra cualquier pretendida derecha que se limita a disputar con su enemiga lo que debe entenderse por progreso, sin cuestionar que el horizonte existencial último del hombre sea tratar de hacer un mundo a su medida, como si no hubiera otro. No pretendo tomar por el todo a una derecha estrictamente confesional, pero sí creo, con Donoso Cortés, que todas las posiciones políticas tienen su origen último en afirmaciones o negaciones teológicas, explícitas o mucho más frecuentemente implícitas. El tipo humano que antes se llamaba burgués, y en contra de lo que convencionalmente siempre se creyó y se sigue creyendo, nunca ha sido realmente de derechas. Como señala Nicolás Gómez Dávila, uno de los autores que más agudamente ha penetrado en el alma moderna: “El burgués es izquierdista por naturaleza y derechista meramente por susto.” Que el capitalismo es inseparable de la destrucción de la sociedad tradicional, sea como causa o consecuencia, no sonará novedoso a nadie mínimamente conocedor de la historia de los dos últimos siglos pasados. Sin embargo, la guerra fría entre Occidente y el bloque soviético, de 1945 a 1989, oscureció en parte esta evidencia, logrando que la ideología neoliberal (uso no sin reticencias este término de la propaganda izquierdista y ultraderechista) fuera vista como la expresión más auténtica de la derecha política. Sin embargo, tanto neoliberales como comunistas coinciden en su aversión a un mundo pretérito que juzgan caduco, con la única diferencia que los segundos incluyen también al capitalismo dentro de lo que debe ser superado sin miramientos. Como muestra brillantemente Russell R. Reno en su ensayo El retorno de los dioses fuertes (2019), tras la Segunda Guerra Mundial se forjó un consenso, común a la derecha y la izquierda, contra toda idea de verdad absoluta, formulado por Karl Popper en su influyente obra La sociedad abierta y sus enemigos. Ésta plantea un rechazo de la más excelsa tradición cultural desde Platón, con el argumento demencial de que el esencialismo y la creencia en verdades fuertes acaban conduciendo antes o después a repetir Auschwitz. En nuestros días, la lucha por la “apertura” y contra cualquier prejuicio religioso o conservador ha conducido a paranoicas persecuciones de toda actitud y contenido supuestamente fascistas, racistas y machistas, del presente y del pasado. El furor contra el segundo, particularmente, se extiende desde la Antigüedad clásica, desterrada de los programas de estudio de numerosas universidades, hasta obras recientes del cine o la literatura infantil, histéricamente censuradas. Todo ello apoyado y financiado por los poderes económicos, en especial los gigantes de la tecnología digital. ¿Por qué lo hacen? En parte lo acabamos de decir: se hallaría en el código genético de la burguesía secularizadora que domina el mundo desde hace doscientos años. Francisco José Contreras lo considera un “gen autodestructivo” del liberalismo, en forma de relativismo desquiciado “que se suma alborozado a la destrucción de la familia, de la noción de virtud, del código moral tradicional, sin saber que eso equivale a aserrar la rama de árbol sobre la que está subido.” (Una defensa del liberalismo conservador, 2018.) En parte es también una mera adaptación oportunista y cobardona a un paisaje mediático y cultural inspirado por radicalismos que han cobrado vida propia en el mundo académico. De nuevo Gómez Dávila da en el clavo: “El burgués no aplaude al que admira, sino al que teme.” Aquí entran los famosos complejos de la derecha política, aunque siempre me pareció esto más una constatación psicológica que una auténtica explicación. Otros prefieren creer que es ante todo una cuestión de interés objetivo, de un plan más o menos diseñado. No hay duda de que a cierto capitalismo le beneficia la existencia de un tipo humano culturalmente vacío y socialmente desvinculado, mucho más fácilmente manipulable como consumidor y como trabajador precario. Pero seleccionar este hecho, entre otros, para elevarlo a clave omniexplicativa nos lleva a un terreno cercano al neomarxismo o al neofascismo. Es decir, de nuevo a distintas variantes de idolatrías o religiones sustitutorias. Adriano Erriguel, prologuista de la versión española del libro de Reno, va por ahí. (Pensar lo que más les duele, 2020.) Mientras éste emplea cinco veces la palabra “neoliberal(ismo)” en su libro, el de Erriguel (más extenso pero sin llegar a doblarlo en número de páginas) repite machaconamente el término, siempre con intención denostadora, más de 260 veces. No es sólo una diferencia cuantitativa. Para el autor mejicano, neoliberalismo no designa sólo una posición ideológica, sino ante todo “un sistema de mercantilización y de estandarización absoluta del mundo”, que en la práctica resulta indistinguible del capitalismo. Lo que no queda claro es por qué sistema habría que sustituirlo y, lo más importante, cómo. Cosa por lo demás común a todos los críticos del capitalismo, desde los apacibles distributistas chestertonianos hasta los terroristas de extrema izquierda. Como ha observado sabiamente Roger Scruton, el mercado existe “porque los apetitos son intercambiables. Podemos ponerles precio. Pero los bienes que son para nosotros en verdad importantes, no son objetos de mercado.” Lo cual significa que el origen del problema no es el capitalismo, sino nosotros, la naturaleza caída del hombre. “Ningún sistema político, ningún orden económico, ninguna dictadura podrá nunca reemplazar la disciplina moral en la que debemos ejercitarnos si deseamos vivir en un mundo de abundancia sin el riesgo de poner en venta lo que nos es más preciado: el amor, la moralidad, la belleza o Dios.” (Pensadores de la nueva izquierda, 2017.) El ensayo de Erriguel contiene enseñanzas valiosas, pero me temo que está viciado por un error de origen, ya manifiesto en las primeras palabras: “Vivimos en la época más piadosa, mojigata y santurrona de la historia.” Se refiere, por supuesto, a ese neopuritanismo, en gran medida procedente de los Estados Unidos, conocido como corrección política, con movimientos como el Me Too o el Black Lives Matter. Ahora bien, vale lo de mojigata y santurrona. Pero, ¿piadosa? ¿Se da cuenta Erriguel de lo que significa realmente este vocablo? No ha existido probablemente en toda la historia de la humanidad una época más impía, que rechace con mayor obcecación cualquier idea de una realidad superior al hombre, objeto de veneración. Confundir la piedad con la santurronería deriva de hecho de la característica fundamental de nuestro tiempo, cada vez más incapaz de comprender el hecho religioso. Ni el libre mercado es la panacea antitotalitaria en la que creía Hayek, como señala Reno recordando dolorosamente el contraejemplo de China, ni los enemigos del mercado y la libertad individual son los que van a salvar nuestra civilización de una enfermedad que ante todo no es política ni económica, sino espiritual.