Diálogos con Mi Persona

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Hace unos días un amigo me envió por WhatsApp el libro de Pedro Sánchez, Manual de resistencia. La verdad es que no pensaba leerlo, pero la curiosidad morbosa por ver si encontraba algún otro gazapo como el de confundir a Fray Luis de León con San Juan de la Cruz me tentó, y al final me lo he embaulado entero; muchos párrafos en diagonal y otros en recto, o como se diga lo que viene siendo el leer de toda la vida.

Siento si les decepciono al decir que no he sabido ver ningún otro error clamoroso, fuera de algunos descuidos léxicos y estilísticos (de estos, muchos: se nota el origen oral). Por ejemplo, cuando habla de la “desidia endémica” de Rajoy. (Endémico es un “mal propio y exclusivo de determinadas localidades o regiones”, según la RAE.) De hecho, incluso el error sobre la atribución de las palabras del gran poeta belmonteño, “decíamos ayer”, ha sido enmendado en la edición digital que me ha llegado a mí.

Por supuesto, hubiera sido mucho más honesto que la coautoría de Irene Lozano se viera reconocida en la cubierta del libro, como por ejemplo sí hace el publicado por Santiago Abascal en 2015, Hay un camino a la derecha (Stella Maris), que se subtitula “Una conversación con Kiko Méndez-Monasterio”. Por cierto, este volumen es mil veces más provechoso y ameno que la egolátrica obra de la que me ocupo aquí.

La mayor parte del libro de Sánchez es un relato de sus peripecias entre 2014 y 2018, hasta que es nombrado presidente del gobierno, con algunas pocas alusiones a vivencias personales anteriores. Como es habitual en estos libros de memorias políticas, básicamente se trata de un ejercicio de autojustificación, por no decir autoglorificación, en el cual prácticamente nadie sale incólume, salvo el protagonista y sus más acérrimos partidarios. Para ser justos, también habla bien de Felipe VI, pero no está claro que eso beneficie demasiado al monarca. En resumen, creo que el libro tiene un interés más psiquiátrico que periodístico o histórico.

Pese a ello, me parecen dignas de comentario algunas reflexiones de carácter ideológico y sobre el problema de Cataluña. Debo reconocer que entre éstas hay algunas consideraciones atinadas sobre la ilegitimidad y las mentiras del separatismo. Con todo, desbarra de manera típica en su análisis de las causas del “procés”, y por tanto en la manera de abordarlo que propone.

Como buen socialista, Sánchez no puede evitar el reduccionismo económico. Al mismo tiempo, se apunta al perezoso análisis en boga que clasifica al separatismo entre los “populismos”, cajón de sastre donde caben los más variados fenómenos políticos, desde Podemos a Trump. “Lo que sucede en Cataluña –afirma – es un movimiento reaccionario que estamos viendo en las democracias occidentales. (…) Tiene que ver con la desigualdad, con una clase media preocupada por su futuro y a la que no se dan seguridades básicas.”

Esto es una chorrada descomunal. Los jubilados con lacito amarillo que inflan las manifestaciones separatistas, o los niñatos encapuchados que aportan el elemento kale borroka, no tienen una preocupación por el futuro mayor que el español medio. No son alemanes de los años veinte desesperados por la hiperinflación; ni siquiera, por lo común, parados o pensionistas de 2019 que sobreviven con seiscientos euros al mes o menos. Conozco a muchos separatistas con una vida mucho más resuelta y acomodada que la mía.

Sánchez asegura que pactó un 155 blando con Rajoy, y se muestra convencido de que fue la mejor opción. Cree que el problema separatista debe resolverse con diálogo y que en definitiva se debe a que “nuestro modelo territorial no ha sido culminado”. Es decir, se trata de insistir y profundizar en el mismo error que cometieron los padres de la Constitución, cuando pensaron que los nacionalistas regionales se contentarían con un alto grado de descentralización.

Tal análisis no es erróneo por casualidad. Es justo el tipo de error que conviene a su ideología socialdemócrata, la cual puede así presentarse como la salvación. Sánchez defiende la vigencia del eje derecha-izquierda (interpretado en sentido economicista) para seguir entendiendo la política actual, y de paso justificar alianzas con la extrema izquierda. Asegura que los grandes problemas a los que nos enfrentamos son la desigualdad, los cambios tecnológicos (robotización, economía colaborativa) y el cambio climático. Y sostiene que la socialdemocracia no está en crisis; lo que está en crisis es el Estado nación, y por tanto la solución pasa por aplicar las fórmulas de izquierdas desde instancias supranacionales como la Unión Europea.

Norberto Bobbio, al que Sánchez menciona de pasada, consideraba la igualdad como la idea clave de la izquierda, pero también decía que la libertad era la idea clave de la derecha. Mi Persona en cambio es más amigo de la falacia del hombre de paja: “no es lo mismo creer que la igualdad es buena para la sociedad, como creemos los socialistas (…), que pensar que un sexo o un grupo social debe detentar privilegios sobre los demás.” ¿Quién diablos piensa hoy lo segundo, fuera de los islamistas? Pero la gran amenaza es la derecha, no vayamos a caer en la islamofobia.

Sánchez reconoce que ni él ni nadie tiene ni remota idea de a dónde nos pueden conducir los cambios tecnológicos; pero da igual, a los políticos les sirven como pretexto para complicarnos la vida, más de lo que ya nos la complican dichos cambios. Un ejemplo se encuentra en cómo se ha tratado de solucionar el conflicto entre los taxistas y los VTC en Cataluña, a diferencia de la Comunidad de Madrid. Y mucho peor es lo que sucede con el cambio climático, un fenómeno que según ciertas teorías tiene su causa en la actividad humana. Elevando tales teorías a dogmas indiscutibles, y sus predicciones hipotéticas a vaticinios sagrados, los “socialistas de todos los partidos”, como decía Hayek, no han hecho más que encarecernos a todos los costes de la energía, mediante los derechos de emisión de CO₂ y las subvenciones a las renovables.

Claro que restringido dentro del marco de los Estados nación, el socialismo no puede complicarnos  la existencia todo lo que querría, que parece no tener límites. Por eso Sánchez es partidario de retomar el proyecto constitucionalista europeo para construir una Europa federal, es decir, un megaestado que nos redima de las terribles desigualdades señaladas por los fake papers de Oxfam y salve al planeta del apocalipsis climático que década tras década no deja de posponerse.

Lo que resulta más involuntariamente irónico del libro de Sánchez es su título. Si hay una resistencia necesaria, es la resistencia a las ideas estatalistas e intervencionistas que sostiene Mi Persona, ideas que a fin de cuentas ya conocíamos o imaginábamos antes de leerlo. Pueden ahorrarse perfectamente la tarea, aunque también lo hayan recibido por WhatsApp.

Vox y los límites de la política

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Lo que más me gusta de Vox es que resume con solo tres letras mis ideas políticas. En lo que sigue trataré de desarrollar esta frase.

Toda concepción política implica una cierta idea de la libertad, y derivadas de ésta, unas ciertas ideas del orden y la justicia. Algunos entienden libertad como desinhibición, como el poder de satisfacer los propios deseos. En consecuencia, definirán el orden como un mero intento de conciliar la libertad de cada uno con la de los demás, y la justicia como todo aquello que contribuye a hacer posible un máximo de libertades.

Tal idea de libertad conduce lógicamente al progresismo: a concebir la Historia como un proceso indefinido de liberación de todo aquello que supone una traba o un obstáculo para la libertad. Entre estas trabas a la plena emancipación se incluyen no solo las instituciones políticas y económicas, sino la religión, el patriotismo («Imagine no religión, no countries», canta Lennon), las costumbres e incluso la naturaleza. Paradójicamente, el progresismo tiende al determinismo: al concebir la libertad como mero poder, la convierte en una fuerza que se justifica por sí misma y contra la cual es absurdo oponerse.

Mi idea de la libertad es mucho menos ambiciosa. No creo que la desinhibición sea por sí misma un valor, algo bueno, simplemente porque nos gusta. Desde que nacemos odiamos la menor frustración, pero ahí están nuestros padres para enseñarnos que la renuncia, hasta cierto punto, es necesaria, que no todo lo que queremos es conveniente que se realice. Así que mi noción de libertad como valor es poder hacer lo que está bien, guiado por la razón, no por la emoción. Hacer lo que nos dé la gana es también libertad, sin duda, pero no es un valor.

Trasladado a la esfera política, esto significa que la libertad necesita del orden no meramente para solventar los conflictos con los otros, sino para fijarse sus objetivos, para plasmarse y no sólo convertirse en una fuerza ciega que arrolla todo lo que se interpone en su camino, sin saber muy bien a dónde se dirige. De ahí la concepción clásica de que la libertad es obedecer a las leyes, en contraposición a la arbitrariedad de la tiranía. O la concepción evangélica de que la libertad es obedecer a Dios, no a los hombres. “La verdad os hará libres.”

Siguiendo esta línea de razonamiento, para mí la justicia no se reduce a conceder más y más derechos, lo que a veces se plantea (engañosamente) como una búsqueda de igualdad. La justicia no es más que un determinado orden, el orden justo, que pone límites y objetivos a la libertad. El “dar a cada uno lo suyo” de Ulpiano, lo que incluye principalísimamente la protección del débil. El más débil sin discusión es el niño y, aún más, el ser humano durante la gestación en el útero materno. También son débiles el enfermo y el anciano. Después hay muchos falsos débiles, que aspiran a ese estatus sólo como justificación de privilegios, disfrazados de igualitarismo.

Conocida es la crítica esencial que el progresismo hace de la concepción clásica de la libertad: ¿Quién define lo que está bien y lo que está mal? ¿Los teólogos, los obispos? El progresismo, desde la sofística griega, contra la cual se enfrentó Sócrates, ha recurrido siempre al relativismo (Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”) para desacreditar toda idea de la moral y la política que quiera fundar el valor en algo distinto de la libertad-poder.

Hay que conceder que, humanamente, el problema no tiene solución. Sin una autoridad es imposible el acuerdo sobre casi nada. Pero la autoridad, para no ser arbitraria, en última instancia sólo puede tener una justificación trascendente. En algún momento debemos reconocer: Esto no lo puedo demostrar, pero lo creo. Ahora bien, defender la existencia de una autoridad espiritual no tiene nada que ver con la teocracia, sino más bien al contrario: sólo puede haber autoridad espiritual si la separamos de la política. De otro modo, la segunda siempre acaba absorbiendo a la primera, que es lo que ocurre en los países islámicos, pero también, de manera más sutil, en los Estados progresistas, que tienden a establecer un pensamiento único, una “religión laica” de Estado, valga el oxímoron.

Creo que no es difícil demostrar que en el programa de Vox subyacen las abstracciones aquí esbozadas. El partido presidido por Santiago Abascal defiende con mayor consistencia que ningún otro el liberalismo clásico: la defensa de la libertad individual frente a la arbitrariedad que suponen el expolio fiscal, los excesos regulatorios y las imposiciones totalitarias de la ideología de género, la memoria histórica y los nacionalismos separatistas. Asimismo, Vox defiende un orden justo: la protección de los más débiles, los no nacidos y la infancia; pero también la defensa de las fronteras y el apoyo a la labor de la policía y las Fuerzas Armadas, es decir, todo aquello que protege nuestro modo de vida, enraizada en la cultura antigua clásica y el cristianismo.

Se podría pensar que el Partido Popular también defendía, y quizás defiende aún, principios similares. La experiencia demuestra otra cosa, que el PP se conformó, al menos desde los tiempos del propio Aznar, con ser un gestor del Estado del bienestar más o menos eficiente. Por eso su discurso pone siempre por encima de todo la creación de empleo. Indudablemente, el paro es el mayor problema estructural de la economía española, pero no es verdad que sea el más grave de nuestra sociedad. Mucho más debería preocuparnos el invierno demográfico, el avance del islam y los intentos de destruir nuestra nación. Es decir, aquello que no sólo tiene que ver con el bienestar material (aunque también, y en grado nada desdeñable) sino con los valores morales y espirituales por los que en definitiva vale la pena vivir y luchar.

Hasta aquí, las ideas políticas. Pero he dicho al principio que lo que más me gusta de Vox es el hecho de que las resuma con solo las tres letras de su nombre. Quiero señalar la radical modestia de esta preferencia. Voté a Vox ya en las elecciones europeas de 2014, única ocasión que tuve desde mi circunscripción electoral de Tarragona, donde no volvió a presentarse. Y me afilié en marzo de 2017, hará pronto dos años. Pero tengo muy claro cuáles son las limitaciones de la política. Desconfío instintivamente de quien pretenda transformar la sociedad, no soy de esos que albergan esperanzas excesivamente ingenuas en líderes ni gobernantes, ni mucho menos en paraísos terrenales.

En lo que sí creo es en la batalla de las ideas, las cuales –contra lo que sostiene el materialismo– gobiernan el mundo, para bien y frecuentemente para mal. Por eso dijo el inolvidable Jean-François Revel: “La première de toutes les forces qui mènent le monde est le mensonge.” Y contra la mentira sólo se puede luchar con la verdad, valga la trivialidad del aserto.

Hasta el 28 de abril abundarán las especulaciones, basadas en encuestas más o menos creíbles, sobre si la suma de los votos del PP, Cs y Vox podrá impedir la reedición de un “gobierno Frankenstein”, con un Pedro Sánchez apoyado por la extrema izquierda, los separatistas y los filoterroristas. Obviamente, deseo vivamente que la derecha consiga una mayoría suficiente para conjurar esa amenaza. Pero tampoco me hago excesivas ilusiones sobre las bondades de un gobierno presidido por Pablo Casado. En Andalucía, a menos de dos meses de las elecciones, ya estamos comprobando cómo el ejecutivo de Juan Manuel Moreno se escaquea de los compromisos firmados con la formación de Abascal. Ahora es el momento de que Vox haga valer su grupo parlamentario en la cámara autonómica para que el PP y Cs se retraten como lo que son: un mero condimento a elegir para el plato único socialdemócrata.

Todo indica que una situación similar puede reproducirse en la Cortes y el gobierno de la nación, a partir de mayo. Todas las encuestas auguran un resultado de Vox notable, aunque con un margen de variación muy grande. Pero incluso aunque no se lograra una mayoría de derechas, aunque nos enfrentáramos a cuatro desastrosos años de socialismo, que exista un grupo parlamentario en el Congreso defendiendo, argumentando y dando a conocer las ideas aquí expuestas, supera todas las expectativas que tenía hace escasos meses, antes de la grata sorpresa de las elecciones andaluzas del 2 de diciembre. Por eso el 28 de abril, después del anuncio de Vox de que se presentará en todas las circunscripciones, iré a votar con alegría y sin miedo alguno a los resultados.

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Progresismo y pederastia

La pederastia en la Iglesia es un tema odioso. Que haya quien mancille la inocencia de un niño aprovechándose de su confianza y su autoridad repugna profundamente a toda persona normal. Pero el asco no debe impedirnos reflexionar, porque hay un interés fortísimo en instrumentalizar este asunto para desprestigiar a la Iglesia católica, en especial a los papados de Benedicto XVI y de Juan Pablo II, verdaderas bestias negras del progresismo. Y, lo que es mucho peor, para forzarla a ir en una determinada dirección, contraria a las verdades de fe de las que es depositaria.

La estrategia fundamental de quienes utilizan los escándalos con fines ideológicos consiste en establecer una relación de causa y efecto entre la pederastia y el celibato. No hay tertulia mediática donde no se sugiera que algunos sacerdotes abusan de niños porque no se pueden casar, aunque normalmente no lo dicen en términos tan claros, porque sonaría como la perfecta estupidez que es. La verdad es que la gran mayoría de delitos de abuso de menores, como la difusión organizada de pornografía infantil, son cometidos por laicos sin relación alguna con la Iglesia, y en no pocos casos por laicos casados o con pareja.

Relacionar la pederastia con el celibato pretende, a todas luces, cuestionar de raíz el concepto cristiano de castidad. Son muchos quienes dentro de la propia Iglesia han interiorizado la visión progresista sobre la sexualidad, que la considera ante todo como una técnica para obtener placer, y desdeña cualquier ejercicio de continencia o represión del instinto sexual como una superstición absurda.

No es difícil ver que de esa manera se acaba dinamitando la propia idea de sacrificio, es decir, el núcleo mismo de la fe cristiana. Y con ella, la propia moral desde la cual todavía aborrecemos la pederastia. De momento, los intentos de blanquearla se limitan a restringidos círculos intelectuales y activistas, pero ese podría ser un primer paso.

Ya resulta bastante hipócrita escandalizarse por los pecados contra la inocencia infantil de algunos clérigos indignos y al mismo tiempo aprobar, o al menos ver con indiferencia, que a niños de ocho años se les impartan “talleres LGTB”, como ha denunciado recientemente la presidente de Vox Madrid, Rocío Monasterio.

La pederastia y la crítica al celibato comparten en realidad un mismo origen: la falta de fe, suplida con el torpe sucedáneo progresista. No más progresismo, sino menos, protegería mucho mejor a los niños. Para empezar, no exterminándolos antes de que nazcan.

La inimitable ventaja de Vox

La izquierda y los separatistas, ante las elecciones del 28 de abril, tendrán la tentación de utilizar un discurso del miedo a la “ultraderecha”, en directa alusión a Vox, cuyos efectos ya se comprobaron en las pasadas elecciones andaluzas: El partido de Santiago Abascal, Ortega Lara y Ortega Smith pasó de cero a doce diputados.

Quizás más inteligente, para los intereses de Sánchez, Iglesias, Torra y demás, sea tratar de fundir al Partido Popular, Ciudadanos y Vox en una sola entidad ominosa, como la teratológica “derecha trifálica” con la que nos ha obsequiado la ministra Delgado.

Pero lo tienen realmente difícil, porque Vox es demasiado diferente de los otros dos. Es el único partido que critica sin tapujos el Estado autonómico, proponiendo su desmantelamiento. Es el único que propone derogar todo el funesto legado ideológico de Zapatero y es el único que está personado como parte en el Tribunal Supremo contra los líderes separatistas. No son diferencias retóricas, no es una cuestión de quién ondea más la bandera de España ni concluye todos sus eventos con el himno nacional. El PP nunca será Vox, aunque quisiera. Y en todo caso está claro que los Maroto, Feijóo, López Miras, Alonso, Sémper y Bonig no quieren.

De Ciudadanos ya ni hablamos… O mejor sí. Porque Albert Rivera hizo unas declaraciones inestimables para calibrar el abismo que le separa de Santiago Abascal. Se refería al tema del aborto, que Pablo Casado rescató fugazmente. El líder popular señaló que la baja natalidad no contribuye al sostenimiento de las pensiones, lo cual es tan verdad como que el aborto provocado es la violación del primero de los derechos humanos, el derecho a la vida, aunque este detalle se le olvidó mencionarlo. Sin embargo, incluso el enfoque economicista de Casado desagradó a Rivera. Dijo que temas como el aborto y otros son “debates ideológicos superados”, “del siglo pasado”, que ya están “consensuados”.

Esto es lo que Vox ha venido a cuestionar: la dictadura cultural del “consenso”, de los debates supuestamente cerrados, de las unanimidades impuestas. Para Rivera el aborto es un asunto “superado”, pero lo mismo podría decir del Estado autonómico o de las leyes de “género”. Y en nada se distingue de lo que sostiene el portavoz del PP vasco, Borja Sémper, cuando acusa a Vox de “romper los grandes consensos”. Pues sí, si al pensamiento único le queremos llamar consenso, Vox está aquí para romperlo.

Porque para empezar, el consenso es una gran mentira, no todos pensamos que el aborto sea un derecho ni un progreso, no todos creemos que nuestra sociedad sea estructuralmente machista ni que el Estado autonómico haya sido un éxito. Reabrir debates falsamente cerrados no es retroceder a nada. La verdad no entiende de épocas ni modas. Y sin verdad no hay libertad.

Naturalmente, esto contradice frontalmente la mitología progresista, un relato tejido con falaces “conquistas” ante las que no cabe admitir “ni un paso atrás”. El progresismo subvierte la relación entre verdad y libertad, subordinando la primera a la segunda. Como Fausto, proclama que “en el principio era la Acción”, e idolatra su fruto, ese hecho consumado que llama “conquista”.

Vox es el único partido que con sus propuestas, que se rebelan contra imposiciones falsamente irreversibles, pone en cuestión la entera cosmovisión progresista. Esta es su gran, su inimitable ventaja sobre todos los demás.

Estado unitario y libertades

La medida más característica del programa de Vox consiste en “transformar el Estado autonómico en un Estado de Derecho unitario”, de modo que existan “un solo gobierno y un solo parlamento para toda España”. (“100 medidas para la España Viva”, nº 6.)

Una crítica muy repetida contra tal medida es tan inepta que no merece dedicarle muchas líneas. Dicen algunos que pretender desmantelar el Estado autonómico es inconstitucional. Pero reformar la Constitución mediante los procedimientos establecidos por ésta en su Título X no lo es, evidentemente. Inconstitucional es poner en marcha un proceso de secesión desde el parlamento de Cataluña, como si se tratara de una institución soberana que no estuviera sujeta a una legalidad superior. Y casualmente es Vox el único partido que participa como acusación popular contra este golpe de Estado que tuvo su momento culminante en el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017.

Hay sin embargo una crítica a la supresión de las autonomías que, aunque no la comparta, me merece más respeto intelectual. Brevemente es la siguiente: la descentralización territorial limita el poder político, lo cual siempre es conveniente. La existencia de 17 gobiernos autonómicos con sus respectivas competencias supone una traba a las pretensiones de un Ejecutivo central de imponer, por ejemplo, determinadas leyes liberticidas. También favorece la existencia de la competencia fiscal entre administraciones, las cuales tratan de atraer las inversiones mediante rebajas de impuestos.

A una mentalidad liberal sin duda le suena bien esta música. Pero contrastemos tan bella teoría con la realidad. ¿En serio que las autonomías compiten fiscalmente entre sí? Que unas gocen de impuestos considerablemente más reducidos que otras no es una prueba de la competencia fiscal, sino lo contrario: si realmente los políticos autonómicos tuvieran entre sus prioridades crear un clima favorable a la inversión, todas las comunidades tenderían a una presión fiscal lo más baja posible, por lo que no habría grandes diferencias entre ellas. A la vista está que no sucede nada semejante.

Algo análogo podemos decir acerca de todos los ámbitos de intervención estatal. Que exista una fragmentación del poder territorial no es ninguna garantía a favor de las libertades, y a juzgar por la experiencia de estos cuarenta años de Estado autonómico, más bien parece lo contrario. Como señala Ignacio Gómez de Liaño en su reciente e interesantísimo libro Democracia, Islam, Nacionalismo (Ediciones Deliberar, 2018): “La organización del Estado en forma de Comunidades Autónomas ha generado una especie de sistema neo-feudal y oligárquico”, a la mayor gloria de unos caciques que “controlan muchos más resortes de poder e influencia que los gobernadores civiles del régimen de Franco.

Si un Estado unitario no ofrece, por sí mismo, sin los necesarios contrapesos, ninguna garantía contra el abuso del poder, creer que un buen procedimiento para prevenirlo es replicar aquél en diecisiete miniestados sólo puede calificarse como una ingenuidad. Tales estaditos tienden por naturaleza a la mera sustitución del poder central, sin ganancia alguna en libertades para los individuos, y lo que es peor, a utilizarlo como chivo expiatorio para intensificar el suyo propio, en el mejor de los casos apelando a ridículos aldeanismos artificiales, y en el peor apoyándose en ideologías nacionalistas totalitarias.

Que los reyes medievales fueran débiles frente a los señores feudales no convertía a estos en menos despóticos dentro de sus feudos. De hecho, podían serlo mucho más, debido a su imponente proximidad a los subordinados. Las libertades medievales no proceden de la mera fragmentación territorial del poder, sino de que en lugar de una fuente de legitimidad única, había una pluralidad de ellas: las leyes, las costumbres, la religión cristiana. Actualmente, por el contrario, las “dictaduras de proximidad” (tomo prestado el feliz hallazgo de Ignacio G. de Liaño) ni siquiera se encuentran con ese obstáculo al despotismo.

Hoy, trabajar por la recentralización del Estado es trabajar por la recuperación de libertades. No es casual que Vox defienda desmantelar el Estado autonómico y, al mismo tiempo, reducir los impuestos y derogar leyes como las de “género” y “memoria histórica”, que atentan contra libertades fundamentales reconocidas en la Constitución. A lo que hay que añadir su oposición al buenismo multiculturalista, que nos pone a los pies de los caballos del totalitarismo islamista.

La coherencia y consistencia del ideario de Vox es exactamente lo contrario de lo que propiamente podría llamarse “populismo”, es decir, una mera yuxtaposición de promesas populares y ocurrencias electoralistas. Pero sospecho que la mayor parte de los críticos del partido presidido por Santiago Abascal aún no lo han entendido.

Retorno a la soberanía nacional

“Los países importan. Las organizaciones internacionales no representan a los ciudadanos, las naciones sí.” Son palabras de Mike Pompeo, secretario de Estado de los EE UU, pronunciadas hace menos de dos semanas en un cónclave de la globalización como es el Foro Económico Mundial de Davos.

Las reacciones periodísticas han sido las previsibles: el gobierno de Trump carga contra el multilateralismo (palabra de moda) y pretende revivir los demonios nacionalistas. Una columna de un diario de provincias (cuanto más pequeño el perro, más ladra) advertía incluso contra “el germen de la Tercera Guerra Mundial”.

En Europa diversos movimientos políticos, algunos de ellos desde los gobiernos, defienden la recuperación de unas soberanías nacionales que, según sostienen, han cedido demasiado ante la burocracia de Bruselas, por ejemplo en el control sobre sus fronteras o en leyes que afectan a la familia natural. Los medios los descalifican rutinariamente como populistas y ultraderechistas.

¿Tan atroz es la soberanía nacional? La Constitución de Cádiz rezaba: “La Nación Española es libre e independiente, y no es, ni puede ser patrimonio de ninguna familia, ni persona.” (Artículo 2.) Y proseguía en el siguiente artículo: “La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta conclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.”

Es decir, por un lado la soberanía se establece en contraposición a cualquier poder que pretenda disponer del territorio, las vidas y las propiedades de sus habitantes al modo de un señor feudal. Por el otro, la soberanía (encarnada en un parlamento) se atribuye un poder legislativo a primera vista ilimitado, lo que nos lleva a entrever el peligro de que esa asamblea acabe ejerciendo un despotismo no muy distinto, por sus efectos, del ejercido por cualquier tirano.

La Constitución de 1812 parecía anticiparse a esta perversión de la soberanía, cuando inmediatamente, en el artículo 4, fijaba unos límites inviolables a la misma: “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad, y los demás derechos legítimos de todos los individuos, que la componen.”

Estas libertades individuales requieren una fundamentación que las constituciones posteriores suelen eludir (la gaditana aún reconocía al Dios cristiano, en su preámbulo, como el “Supremo Legislador de la Sociedad”) o que en todo caso, desde mediados del siglo XX, remiten a la Declaración de los Derechos Humanos, que a su vez también evitó cualquier tipo de reflexión metafísica o religiosa sobre sus fundamentos. Esto es un problema insoluble de toda teoría política estrictamente laica.

También la idea de que el poder procede de Dios, que restringía severamente la arbitrariedad legislativa de los reyes medievales, puede subvertirse, y de hecho es lo que sucedió con las monarquías absolutas, que fundaban en el derecho divino su pretensión de poder ilimitado. Pero como señaló Bertrand de Jouvenel en su magna obra Sobre el poder, la teoría de la soberanía popular es mucho más adecuada para el despotismo, porque mientras que la ley divina se presenta necesariamente como una ley eterna e inamovible, la “voluntad general” es móvil y cambiante. “El Poder usurpador tiene en este caso las manos libres; goza de mayor libertad y la libertad del Poder se llama «arbitrariedad».”

Ahora bien, quienes abogan por la gradual disolución de las naciones en la Unión Europea no conjuran este peligro, sino todo lo contrario, pues objetivamente están trabajando a favor de unas tecnocracias supranacionales mucho más difíciles de controlar democráticamente, y sobre todo mucho menos condicionadas intelectualmente, desde el momento que se desentienden de las raíces culturales de Europa (corroídas por el relativismo y la ideología de género) y se muestran débiles y complacientes frente al islam, una religión hostil a los valores del humanismo clásico y cristiano.

El retorno a la soberanía nacional puede que no sea inmaculado, y que en él haya mezcladas algunas motivaciones espurias, como las que posiblemente subyazcan al Brexit, por ejemplo. Pero en conjunto no se trata de un mero repliegue nacionalista, sino de una comprensible reacción en defensa de nuestra cultura occidental.