Antinomias y dobles fondos

El discurso político dominante se organiza desde antinomias como fascismo/antifascismo, racismo/antirracismo, feminismo/machismo y cambio climático/negacionismo, entre otras; posiblemente todas ellas derivables o reducibles a la primera. José Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía de bolsillo, define inicialmente “antinomia” como “un conflicto entre dos ideas, proposiciones, actitudes, etc.” Y cita como ejemplos clásicos la “antinomia entre fe y razón, entre el amor y el deber, entre la moral y la política…” Kant sostuvo que existían cuatro antinomias filosóficas fundamentales e irresolubles: Sobre si el universo es infinito y eterno o lo contrario, sobre si existen o no substancias simples, sobre si existe o no el libre albedrío, y sobre si hay o no un ser necesario. El pensamiento occidental se ha esforzado desde sus mismos orígenes presocráticos en resolver las antinomias o las que ha considerado como tales. Los primeros filósofos trataron de descubrir lo permanente e inmutable por detrás del cambio y de lo perecedero, y ofrecieron distintas explicaciones para tratar de conciliarlos; alguna tan drástica como sostener que todo cambio es ilusorio. Pero en el discurso político contemporáneo no existe tal pretensión conciliadora, sino todo lo contrario: de lo que se trata es de llevar la antinomia hasta el paroxismo, para que uno de los dos miembros se vea expulsado, proscrito, destruido. Hasta aquí, muchos pensarán que no sería mala cosa desterrar de una vez por todas el fascismo, el racismo o el machismo. Pero el antinomismo político al que yo me refiero no es tanto el conflicto en sí como la estrategia que se utiliza para provocarlo y para ganarlo. Su mecanismo principal es lo que denominaré el doble fondo semántico. Una maleta de doble fondo permite ocultar ciertos objetos, mostrando al abrirse sólo aquellos que aparentemente se desea trasladar. Exactamente es lo que se practica con términos como antifascismo, antirracismo, feminismo o cambio climático. Aparentemente, un antifascista es hoy un continuador de la resistencia contra el nazismo organizada durante la Segunda Guerra Mundial. La cultura popular se reconoce espontáneamente en héroes y mártires de aquella resistencia, sobre todo gracias a un sinfín de películas inolvidables, desde Casablanca hasta El pianista. Sin embargo, basta una somera observación de los contenidos y los símbolos desarrollados y utilizados por los grupos que se autodenominan hoy “antifascistas”, para concluir que se trata de organizaciones de extrema izquierda, que contraponen una borrosa voluntad del pueblo o de teóricas minorías oprimidas a la democracia parlamentaria, la independencia judicial y la prensa libre. Para ello no dudan en emplear la violencia para alcanzar sus fines revolucionarios o, con carácter más inmediato, intimidar a sus enemigos políticos y a los jueces. Son los que revientan mítines coreando bucólicas consignas del estilo de “a por ellos como en Paracuellos” o “Gora ETA”. Son los que incendian, saquean y hieren gravemente a policías para protestar contra una sentencia judicial que no sea de su agrado. Como se ve, realmente no se esfuerzan mucho en ocultar su auténtica agenda, pero no lo necesitan, porque de ello ya se encarga un periodismo que hace tiempo que subordinó la verdad a la ideología, sea por cobardía o por convicción. Este periodismo no sólo asume acríticamente el término “antifascista” (con lo que implícitamente, cuando no abiertamente, se tacha de “fascistas” a los blancos de sus iras), sino que suele omitir sus manifestaciones de extremismo político más inequívoco; a diferencia de otras en las que se escudriñan con afán símbolos “preconstitucionales”. Y ante comportamientos violentos inocultables, se esfuerza en distinguir apriorísticamente entre unos manifestantes pacíficos y una minoría de exaltados o meros delincuentes oportunistas, que no excusan desprestigiar a los amables y admirables antifascistas. Algo análogo sucede con el término feminismo. Aparentemente, la palabra designa algo tan obvio y enraizado en nuestra cultura como que hombres y mujeres tenemos los mismos derechos y la misma dignidad como seres humanos. Pero el doble fondo consigue que viole la frontera del pensamiento crítico algo tan anticientífico como la teoría de género, según la cual la identidad sexual es una construcción cultural impuesta por unas estructuras de dominación patriarcales, que sirven para explicar tanto la violencia que sufren algunas mujeres, como su menor presencia en determinadas profesiones o puestos directivos, así como sus menores ingresos totales. Por supuesto, dicha teoría pasa convenientemente por alto, además de campos científicos enteros como la psicología evolucionista, las muchas y notables diferencias que no son favorables a los hombres, desde su menor esperanza de vida hasta su mucha mayor probabilidad de ser carne de accidentes laborales, de la violencia, la cárcel o la indigencia. Sin embargo, quien no comparta esta teoría es automáticamente descalificado con el antónimo machista, es decir, metido en el mismo saco que quienes piensan que la mujer es inferior al hombre y debe obediencia genérica al varón, y en particular al padre y al marido. No importa que lo que propiamente llamamos machismo sea absolutamente residual en nuestra cultura (incluso que en el pasado conviviera con tendencias que lo moderaban en gran medida, cuando no lo contradecían, sobreprotegiendo a las mujeres en numerosas circunstancias); la táctica del feminismo de género, al incluir dentro del término infamante a cualquiera que ose discrepar de sus premisas, permite convertirlo automáticamente en un enemigo omnipresente, contra el que no cabe sino luchar sin descanso. El mismo esquema se repite en las controversias sobre el cambio climático. Esta expresión se refiere en principio a un mero hecho, como es la tendencia al calentamiento global registrada desde hace un siglo o más. Ahora bien, bajo unas evidencias empíricas que realmente nadie o casi nadie niega, nos cuelan de tapadillo una teoría antropogénica y apocalíptica que, con los procedimientos científicos clásicos, y en ausencia de fortísimas presiones políticas, estaría muy lejos de ser unánimemente admitida. Los escasos discrepantes públicos, como el diputado de Vox Francisco José Contreras, a quien apoyamos totalmente desde este humilde blog, saben que deberán arrostrar el estigma de negacionistas, que subliminalmente los asocia a quienes ponen en duda el Holocausto perpetrado por los nazis. Por eso decía al principio que quizás todas las antinomias son hoy reducibles a la antinomia fascismo/antifascismo. Una antinomia que degrada cualquier debate a una especie de juicio popular en el que la sentencia de culpabilidad está dictada de antemano, los argumentos de la defensa son tergiversados, ridiculizados o sencillamente ignorados, y el acusado no tiene otra opción que humillarse y admitir su crimen de pensamiento, cosa que rara vez le servirá para librarse de la pena de muerte civil. Pero a esta situación no habríamos llegado sin la cobardía de quienes han fingido durante demasiado tiempo no ser conscientes de la existencia de un doble fondo en buena parte de los términos de uso político.