Desde el mismo momento que, el pasado 23 de mayo, las calles de Madrid y otras muchas capitales de provincia empezaron a llenarse de manifestantes con banderas de España, convocados por Vox para protestar contra la pésima gestión de la epidemia del gobierno, circuló una interpretación neutralizadora, por no decir algo retorcida, que podemos resumir así: El partido “ultraderechista”, al capitalizar un legítimo descontento, en realidad no ha hecho más que mancharlo o adulterarlo, ha restado más manifestantes de los que ha sumando, y por tanto ha beneficiado a Sánchez, al asociar las críticas a su gobierno con las posiciones de extrema derecha.
Cinco días después del evento leo un artículo de opinión de Dánel Arzamendi, en el Diari de Tarragona del 28 de mayo, titulada “La revolución de los coronapijos”, que desarrolla esa tesis, y que me va a servir para analizarla.
Son varias las premisas que se deslizan en este texto, sin que su autor sea consciente de la necesidad de probarlas. Si participas en una cacerolada en un barrio de renta alta, necesariamente eres “pijo” y no haces más que defender unos nebulosos “privilegios”, sin especificar en qué consisten. Nos dice Arzamendi que había muchos Porches (sic) y Mercedes, en alusión al poder adquisitivo de sus propietarios. Tras dos siglos de peroratas socialistas, muchos han olvidado que el dinero es precisamente lo contrario del privilegio. En el concesionario no te preguntan de quién eres hijo o a qué te dedicas. Un chatarrero enriquecido les vale igual que un marqués politólogo, mientras pague.
La otra premisa invariable es que Vox es un partido ultraderechista, sobreentendido como sinónimo de fascista. Esta presunción se basa principalmente en las posiciones de Vox en asuntos como la inmigración ilegal, en los cuales cualquiera que se aparte del consenso progresista es tachado de fascista. Mejor dicho: el consenso progresista consiste ante todo en este mismo anatema; fuera de él no habría más que una pendiente resbaladiza que nos conduce directamente a repetir los horrores del nazismo. Desde 1945, toda la superioridad moral de la izquierda descansa en la falacia de la reductio ad Hitlerum, que le ha permitido dominar todo el espectro cultural, desde la Academia hasta Netflix.
Por supuesto, incluso un pensamiento en bucle como este necesita algunos indicios de carácter empírico. Estos nos los proporcionan las banderas de España con el águila de San Juan, que nuestro periodismo es experto en detectar, aunque sea una entre cien mil, junto con algún que otro incidente anecdótico y no demasiado aclarado. Todo ello condimentado retóricamente al punto de sal: “inconfundible tufo caspofalangista”, “paroxismo patriótico”, etc. El procedimiento es conocido: cuando las manifestaciones izquierdistas desembocan en quema de contenedores y destrozo de cajeros automáticos, se trata de “hechos aislados” provocados por elementos ajenos al carácter “festivo” y “pacífico” del evento, quién sabe si infiltrados de la policía. Cuando cosas mucho menos graves, al menos cuantitativamente, suceden en una manifestación de signo opuesto, o simplemente contraria a un gobierno socialcomunista, se elevan a categoría definitoria.
Arzamendi no puede menos que reconocer la obviedad de que no todos los manifestantes son “pijos”, pero para eso tiene una explicación: es consecuencia del “doble perfil social” de Vox, que obtiene votos tanto de “estratos pudientes” como de “colectivos desfavorecidos”. ¿Y por qué Vox recaba votos de tan dispares procedencias sociales? Eso ya no se lo pregunta, supongo que porque teme una regresión al infinito. Luego se acaba de liar relacionando este “curioso fenómeno” con “el movimiento neocon (sic) internacional”, en el que incluye a Trump o a Le Pen. No sabía yo que estos líderes estuvieran empeñados en exportar la democracia, incluso por la fuerza, a otros países, que era lo que caracterizaba a los neocones que en mala hora diseñaron la guerra de Irak. Más bien se tiende a criticar a Trump por lo contrario, su desinterés por seguir ejerciendo como gendarme del mundo. ¿No sería más sencillo decir “no nos gustan los presidentes de EE.UU. republicanos” y punto?
Puestas al desnudo las endebles premisas de la tesis antes enunciada, ¿qué debería haber hecho entonces la formación de Santiago Abascal? ¿Quedarse esperando a que el PP y Cs convocaran la manifestación? O ¿por qué no se sumaron estos también? Y otra cosa: ¿es malo alegrarse de que una manifestación sea un éxito, como hizo Iván Espinosa de los Monteros? ¿Esta vez no tocaba aplaudir, tras tres meses haciéndolo desde los balcones, en lo que empezó como loable muestra de agradecimiento a los sanitarios, pero acabó degenerando, como todo lo que se exagera, en un sentimentalismo pop? No hay más preguntas.
Al menos, Arzamendi tiene el detalle de criticar a quienes atacaron brutalmente las caravanas pidiendo la dimisión de Sánchez, en redes sociales o incluso en contramanifestaciones que buscaban el enfrentamiento físico. Pero no puede evitar el pellizco final a los que participamos en aquellas: “La tolerancia no se pregona, se practica, incluso con los intolerantes.” Con intolerantes alude por supuesto a los de Vox, lo que revela un curioso concepto de tolerancia, como si esta viniera definida por las ideas que se defienden, y no por la forma de defenderlas. Seamos claros, los únicos intolerantes fueron los que trataron de boicotear la manifestación contra el gobierno. Y si la tolerancia se practicara con los intolerantes, bien poco duraría. Pero para evitar que estos acaben con ella, lo primero es saber identificarlos correctamente, no llamar intolerante a quien, por lo pronto, simplemente no piensa como tú o como yo.