Falta de lógica

Un progresista es alguien que se ve a sí mismo como una persona desprejuiciada, capaz de adoptar un enfoque aplastantemente lógico de las cosas.

¿Que la riqueza está mal repartida? Pues aumentamos los impuestos a los ricos lo que haga falta. ¿Que algunas mujeres se quedan embarazadas sin desearlo? Pues se legaliza el aborto. ¿Que dos personas del mismo sexo se quieren? Pues dejemos que se casen, si ese es su deseo.

Para el progresista son tan diáfanos los males del mundo y las correspondientes soluciones que le resulta difícil comprender a quien discrepe de él. Tiende a verlo como malintencionado, defensor de injustos privilegios, o bien como un fanático religioso.

Frente a esta autopercepción del progresista, yo sostengo que su verdadera naturaleza no consiste en pasarse de lógico (si es que pudiera haber exceso en ello) sino más bien lo contrario: que rara vez acostumbra a seguir su línea de razonamiento hasta las últimas consecuencias.

Esto podría deberse a un impulso de moderación no del todo adormecido, pero sea como fuere, se trata de una inhibición que nos impide comprobar si dicha línea de razonamiento es acertada o no.

Si los ricos acaparan mucha más riqueza de la que les corresponde, lo consecuente sería desposeerlos sin contemplaciones, instaurando un sistema comunista. ¿Por qué quedarnos sólo en un mero incremento fiscal o en expropiaciones anecdóticas?

Si es lícito acabar con la vida de un ser humano antes de que nazca porque –nos aseguran los progres– no hay ahí un ser autónomo, consciente ni con capacidad de experimentar dolor, ¿por qué no eliminar, previa sedación “humanitaria”, a discapacitados de cualquier edad cuya vida juzguemos que no vale la pena de ser vivida?

Si el matrimonio es sólo cuestión de personas que se quieren, ¿por qué no legalizar el incesto? ¿Y por qué no la poligamia? (Los progres lo llaman “poliamor”: tienen un indudable talento para dar nombres “modernos” a las cosas más decrépitas.)

Ahora bien, si los progresistas fueran consecuentes hasta el final, si se tratara de personas tan racionales y carentes de prejuicios como se imaginan que son, en lugar de sentirse ofendidos ante esas preguntas, o de despreciarlas como manipulaciones, se las tomarían en serio; lo cual les llevaría a adoptar una entre dos posiciones posibles.

La primera consistiría en admitir resueltamente esas conclusiones. De hecho, en parte ya lo hacen, aunque no acostumbran a ser muy ágiles: sólo un poco más que la derecha política, que es igual a la izquierda, con quince años de retraso. La inmensa mayoría de progres de hace dos o tres décadas se hubiera horrorizado ante “conquistas” como por ejemplo el “matrimonio gay”, a pesar de que es una conclusión bastante lógica de las ideas de liberación sexual que ya manejaban entonces, y desde mucho antes. Hoy siguen horrorizándose ante la pedofilia, pero por el camino que vamos, inculcando a los niños dislates como la transexualidad electiva, en el futuro ya veremos.

La segunda posición es como mínimo tan racional como la primera, y consiste en plantearse si no existirá algún error en unas premisas de partida que nos conducen a conclusiones indeseables. Esto incluye preguntas del tipo: ¿Realmente toda desigualdad es injusta? ¿Depende el valor de la vida humana de mi grado subjetivo de consciencia? ¿El matrimonio es sólo dos personas que se quieren? ¿Basta el consentimiento adulto para que cualquier conducta sea moralmente equiparable?

Admitir que uno podría estar equivocado es una cuestión de humildad. Este es probablemente el rasgo psicológico fundamental del conservador, al menos en nuestra cultura cristiana: reconocer que no sabemos lo suficiente, y que es precipitado suprimir una institución o revocar una norma, por el mero hecho de que hemos olvidado su sentido o no lo comprendemos con claridad.

En este punto es ya habitual encontrarnos con un problema que lleva cociéndose desde los años sesenta del siglo pasado. Es el intento de muchos cristianos, entre ellos muchos clérigos y altos dirigentes de la Iglesia católica, por confundirse con el paisaje progresista. ¿Adónde irá entonces el progre desencantado? ¿Huirá de sus errores pasados para encontrarlos de nuevo en tantas homilías dominicales, en curas y monjas asiduos a los platós, en informes de Cáritas redactados por podemitas, e incluso en declaraciones de un papa que sostiene que “los comunistas piensan como cristianos”?

Lo malo de la falta de lógica es que muchos progres, asqueados por tanto buenismo, por tanto sucedáneo del evangelio, van a tener muy difícil dar con el camino de retorno a casa, como sí hizo el hijo pródigo de la parábola. Sin duda porque pudo reconocer su antiguo hogar, que el padre, desdeñando adaptarse a las modas, había conservado sin cambios caprichosos de señalización del camino, ni de fachada ni de mobiliario.

Por el contrario, los progres desencantados de nuestros días, en lugar de redescubrir la armonía entre razón y fe que caracterizó al pensamiento cristiano durante dos mil años, desde San Juan a Ratzinger, pueden verse tentados por deshacerse hasta de los últimos restos de razón, al confundirla con cierto pensamiento blando erigido sobre su naufragio.

Entonces van y se convierten al islam. No es ningún chiste, lamentablemente. Está pasando e irá a más, si los cristianos no dejamos de hacer el gilipollas tratando de adaptarnos a una sociedad enferma, que lo ha apostado todo a unas recetas equivocadas.

Ya lo dijo Nicolás Gómez Dávila: “Los católicos no sospechan que el mundo se siente estafado con cada concesión que el catolicismo le hace.” Y encima, dejándose intimidar por quienes ni siquiera se atreven a ser lógicos hasta el final, de una vez por todas, en lugar de por capítulos. Vamos, por unos progres que no tienen ni media hostia bofetada.