El necio de la pradera

El diario digital Público ha tardado 24 horas en echar a Máximo Pradera como columnista, por un artículo suyo titulado “El cáncer de Julia”. Cuando alguien hace algo bien, hay que reconocerlo. ¡Incluso aunque sea Público! El motivo del escándalo se resume pronto: Para animar a Julia Otero tras su anuncio de que padece un cáncer, Pradera deseó en voz alta que, en lugar de la periodista, la enfermedad la hubieran contraído Donald Trump, José María Aznar, Macarena Olona, David Cameron o Marine Le Pen. No es la primera vez que Pradera mete la pata hasta el fondo; ya lo hizo cuando se incendió Notre Dame de París, lamentando que no se hubiera quemado en cambio la Almudena, como él mismo nos recuerda, sin la menor autocrítica. Al parecer, hay algo profundamente averiado en las entrañas psíquicas de este hombre, por lo cual no puede demostrar admiración o afecto por algo o alguien sin al mismo tiempo compensar tales sentimientos con odio descarnado contra otra persona o cosa. Ahora bien, esta deficiencia moral o psíquica no debería eclipsar lo que dice en el texto susodicho. Porque muchos pensarán que, aunque Pradera se haya pasado en las formas, tiene razón en detestar a Trump o a Macarena Olona. Y a mí lo que me inquietan son esos muchos. Pradera arranca acusando a Trump de haber estado a punto de cargarse el planeta (por su retirada del Acuerdo de París sobre el cambio climático). Pero el complejo mediático global nos está diciendo todos los días más o menos lo mismo: que por culpa de Trump, de los que conducimos motores diésel, los que comemos carne y procreamos, el fin del mundo está cada vez más cerca. Miles de personas se lo creen. No es solo Pradera, por desgracia. Luego éste acusa también a Trump de haber intentado un golpe de estado azuzando a los asaltantes del Capitolio. Habrá sido el golpe de estado más estúpido de la historia, pues frustró la menor posibilidad, si es que había alguna, de que el Congreso impugnara los resultados de las elecciones que han dado la presidencia a Biden. Prosigue el autor su particular ajuste de cuentas con Aznar, al cual acusa de habernos metido en la guerra de Iraq, la burbuja inmobiliaria y de emponzoñar la convivencia desde la fundación FAES. Se olvida un clásico del repertorio argumental progre, que Aznar también negoció con ETA. Sin duda, el que fuera presidente del gobierno de 1996 a 2004 cometió muchos errores, pero entre ellos no se halla haber cedido ante los terroristas, ni que España combatiera en ninguna guerra, salvo la reconquista de la isla Perejil, que duró un cuarto de hora y tuvo cero bajas. Tampoco parece culpa del expresidente que bancos de todo el mundo se dedicaran durante unos años locos a conceder hipotecas alegremente, ni los clientes a firmarlas de manera no menos temeraria; ni que los políticos de todos los partidos, desde Izquierda Unida al PP, pasando por el PSOE y los nacionalistas, saquearan las Cajas de Ahorros. Bien es verdad que desde FAES se han defendido con total descaro conceptos como el estado de derecho o el mercado libre, pero al menos estos no suelen terminar en vandalismo como las ideas contrarias. Llega el turno de Macarena Olona, a la que desprecia por condolerse de la muerte del general Rodríguez Galindo. Es lo que tiene la cultura católica, que no niega a nadie su condición humana, sean cuales sean sus pecados. Cita también con displicencia las palabras de la diputada de Vox en el Congreso: “el hombre no mata, mata el asesino”. ¿En quién va a creer usted, en sus propios ojos o en la teoría de género? Luego pasa a desearle lo peor a David Cameron, al que tacha de “tarado” por el Brexit, como si le hubiera afectado a Pradera personalmente. Estos progres son a veces muy sentidos. En especial, se toman muy a mal que se consulte al pueblo sin garantías de que vaya a decidir lo correcto. Por último, no se olvida de desearle tampoco un cáncer a Marine Le Pen, por culpar de todo al inmigrante, cuando cualquiera versado en el pensamiento de Feuerbach y Cristina Fallarás sabe que la culpa de todo es de la Iglesia. Pero lo más característicamente progre del artículo de Pradera no son sus fobias personales, sino su reivindicación de la rabia como terapia contra el cáncer, y acaso contra todo mal. Aquí está la quintaesencia del progresista: someter la realidad, y a quienes se atreven a mostrarla, al tribunal inapelable de sus sentimientos, que juzgan tan elevados como el desmesurado concepto que tienen de sí mismos.

La fatalidad y la esperanza

Tras las elecciones de San Valentín al parlamento de Cataluña, algunas cosas siguen lamentablemente igual, pero algo ha dado un vuelco, dejando descolocados a unos cuantos. La entrada de Vox en la cámara legislativa autonómica, con 11 diputados y por tanto grupo propio, ha sido de nuevo ocasión de reeditar el sobado mantra de la división de la derecha. Esta era la respuesta inercial de varios opinadores del ABC de ayer. Julián Quirós editorializaba en página 2: “La derecha no volverá a gobernar mientras cuente con tres partidos, incluso quizá mientras cuente con dos.” Luis Ventoso, en página 7, formulaba el mismo principio elevado casi a verdad metafísica: “La derecha desunida siempre será vencida.” Y Salvador Sostres, pensador de cabecera del rajoyismo eterno, acusaba a Vox de ser el gran aliado de Pedro Sánchez para permanecer en el poder. Lo curioso es que al mismo tiempo no duda en echar la culpa a Pablo Casado del mal resultado global de la derecha constitucionalista en Cataluña, al haber éste “bombardeado lo poco que quedaba en pie de su partido”. Tampoco olvida la traición de Ciudadanos a los votantes que le dieron la mayoría relativa en 2017. Por su parte, Ventoso también apunta al Partido Popular cuando propone reemplazar a Casado por Feijóo (¡sorpresa!), es decir, más viaje al fondo de la noche centrista. Cuanto más se contradicen ellos mismos con la tesis del Vox culpable, más digna de estudio es su pertinacia en sostener lo que la realidad ya se ha encargado de desmentir numerosas veces: en Andalucía, Madrid capital, Madrid comunidad, en Murcia y, sin ir más lejos, el pasado domingo en Cataluña, donde el separatismo tiene en sus manos formar gobierno pese a presentarse dividido en cuatro partidos, nada menos. Pero la razón de fondo de esta inercia teórica no se halla en una ineptitud para las matemáticas electorales (que a lo mejor también) sino en una incomprensión radical de por qué surgió Vox. Se empeñan en sumar Vox con PP y Ciudadanos como si fueran, minucias aparte, lo mismo. No han entendido algo tan sencillo como que la derecha no está en crisis por culpa de Vox, sino que Vox surgió porque la derecha, pese a llevar entonces dos años gobernando con mayoría absoluta, ya estaba en crisis: en una crisis de orfandad política, debida a la traición del Partido Popular a sus principios. Olvidan que el desencadenante no fue otro que el servil acatamiento del gobierno del PP al pacto de Zapatero con la ETA, que incluía tragarse con patatas la sentencia europea contra la doctrina Parot para permitir la liberación de asesinos terroristas. Aquello fue la gota que colmó el vaso, como explicó Santiago Abascal en la carta a Mariano Rajoy, de noviembre de 2013, con la cual se despidió de su anterior partido. Antes ya se había arrinconado a María San Gil, ya se había marchado desencantado Ortega Lara. Ya el PP había incumplido sistemáticamente cada una de sus promesas, en todos los terrenos. Ya había mostrado su debilidad ante el separatismo catalán, ya había consolidado “por inacción… toda la legislación ideológica de Zapatero”, ya había subido los impuestos “en contra de nuestros principios sobre política económica”, ya había demostrado su “pasividad ante la legislación que ataca la vida del no nacido” y, por terminar de decirlo todo, ya había exhibido su nula autocrítica en relación con la corrupción, además del incumplimiento de los estatutos del partido sobre democracia interna. ¿De qué sirve tener mayoría absoluta para no distinguirse del PSOE? Vox nació como una rebelión contra el fatalismo. Al principio hubo mucho de instintivo en ello. Fue tras el temprano tropiezo en las europeas de 2014 cuando Vox se encontró a sí mismo. Supo darse cuenta de que ese fatalismo no era un mero rasgo psicológico de Rajoy, sino que responde a un mal más profundo, que viene de mucho antes: el de esa derecha que se limita a preocuparse de las cuentas económicas, mientras que en todo lo demás se acoge al consenso popperiano (R. R. Reno) para abominar de cualquier principio fuerte, para acabar renegando de Cristo e incluso de Platón, dejando así el terreno despejado para el suicidio de Occidente. La “sociedad abierta” no era más que el nombre exitosamente propagandístico (¿quién va a defender una sociedad cerrada?) de una sociedad vacía. Por supuesto, el vacío no existe, sino que se acaba llenando con algún tipo de totalitarismo, sea islámico o basado en la nueva religión del progresismo global, que nos quiere “diversos” pero pensando todos igual, sin propiedades, sin hijos naturales y comiendo insectos y algas. La vocación de Vox es resistirse a esto; tarea inmensa que los partidos de la derecha agnóstica (en sentido amplio, no solo religioso) ni siquiera son capaces de barruntar. Así que, por favor, señores opinadores, dejen de dar la brasa con su fatalismo sobre la división de la derecha. Vox no tiene intención alguna de fundirse con esa derecha determinista; al contrario, nació tanto contra ella como contra la izquierda. Vox va de otra cosa: va de esperanza.

Solo queda Vox

Hay distintos niveles de engaño en política. El fundamental es el que atañe a distinguir entre el bien y el mal. Cuando alguien dice que el aborto sin restricciones es un bien, está diciendo que el valor de la vida humana no es algo esencial, sino accidental, que depende del deseo de algunas personas. Claro que está engañándose en primer lugar a sí mismo, ya sea un político o un votante cualquiera. Luego están los niveles intermedios, cuando un político asegura que hará tal cosa y luego hace la contraria, o cuando dice representar los intereses de una determinada clase social, y en realidad defiende otros. Los ejemplos paradigmáticos los tenemos en Pedro Sánchez y en el PSC. El primero juró y perjuró de todas las maneras posibles, antes de las últimas elecciones legislativas, que no pactaría con la ultraizquierda ni con el separatismo. La hemeroteca resulta verdaderamente sangrante. ¡Llegó a decir que no podría dormir teniendo como ministro a Pablo Iglesias! Al día siguiente, casi literalmente, lo nombraba su vicepresidente segundo, disimulando apenas la traición tras la vicepresidencia primera de Carmen Calvo. Pero el pacto presupuestario lo teatralizaron Sánchez e Iglesias juntos, como si fueran los copríncipes de Andorra; con los impuestos de España, eso sí. El engaño del PSC viene de mucho más lejos, y hasta puede decirse que es una obra maestra de la suplantación continuada. Lleva toda la vida beneficiándose del voto obrero, del cinturón rojo de Barcelona, que es fundamentalmente españolista, para hacer la política del nacionalismo, convenciendo a sus votantes de que lo mejor para sus hijos es que reciban enseñanza en catalán, aunque su lengua sea la castellana, y que hay que regalar más y más concesiones a la oligarquía gobernante de la Plaza de Sant Jaume. De hecho, la historia reciente del separatismo se remonta al Estatut que se sacó de la manga Pascual Maragall, sin que nadie se lo hubiera demandado. Salvador Illa no tiene otra cosa en mente que reeditar este gran embeleco. Pronto veremos si el votante socialista sigue siendo como el cornudo del chiste, al que le preguntan si su mujer grita durante el orgasmo. “¡Ya lo creo, a veces la oigo desde la calle!” Pero para ser justos, esta mentira histórica del PSC está en el ADN de toda la izquierda occidental, más visible cuanto más extrema es su retórica. Una izquierda que, desde hace mucho tiempo, pero sobre todo tras el derribo del Muro de Berlín, y a despecho de su jerga foropaulista y neomarxista, ha dejado de defender a los trabajadores (mejor o peor; generalmente lo segundo, pero al menos era una seña de identidad que los poderes económicos debían respetar) para convertirse en la mansión, a lo Eyes Wide Shut, de una orgía permanente basada en la teoría de género, la deconstrucción del Occidente judeocristiano y la inmigración masiva, nigromancias con las que los poderes económicos y en especial las grandes multinacionales tecnológicas (Google, Apple, Microsoft, Facebook, Amazon, Twitter, etc.) se sienten ya no cómodas, sino cada vez más fuertes. Hasta el punto de que ven cerca el momento de sustituir al pueblo (trabajadores y clases medias tradicionales, basadas en la solidez familiar, el ahorro y el ascensor social educativo) por una masa de individuos desvinculados, eternos adolescentes sin otra posesión, material o espiritual, que un patinete eléctrico, suscripciones a ocio prefabricado y apps para ligar. Mucho más manejables, tanto laboral como políticamente; a dónde va usted a parar. Volviendo de nuevo a la pequeña escala, a Cataluña, en las elecciones de mañana sólo hay un partido que no basa su estrategia en el engaño. El único que denuncia en lenguaje llano lo que acabo de explicar sumariamente. Incluso ERC, que es el partido que históricamente menos ha engañado a su votante, un perfil de independentista republicano y anticlerical, muy años treinta, dice ahora que el PSC pertenece al bloque del 155, dando a entender que no apoyaría a Illa ni aunque obtuviera más votos. Esto es entendible en el contexto de su rivalidad con el fugado Puigdemont, pero Esquerra sabe perfectamente que la segunda cosa que más le conviene, después de ganar ella las elecciones, es que las ganen los socialistas. Ambos no desean otra cosa que entenderse, pero les conviene fingir que hay un cordón sanitario contra el PSC, cuando el único que lo sufre hoy, desde la manipulación mediática hasta la violencia de las hordas rojoseparatistas, es Vox. Casualmente, el único partido que no necesita mentir sobre sí mismo ni sobre los demás.

Papelera de la historia

La gran ventaja de términos más o menos sinónimos como ultraderecha o fascismo es que eximen a quien los esgrime de cualquier argumentación. Lo mismo sucede con el restante repertorio de palabras intimidatorias, como racista, machista y la creciente colección de terminadas en el sufijo –fobo: homófobo, tránsfobo, islamófobo, etc. Uno pude esforzarse en argumentar contra el lenguaje dominante de la corrección política, puede aportar numerosos datos objetivos que cuestionan la visión buenista de la inmigración, que discuten las teorías de género o plantean dudas sobre el apocalipsis climático. Las respuestas invariables, a menudo acompañadas de improperios y descalificaciones salvajes, serán: xenófobo, racista, machista, negacionista… El calificativo sustituye al argumento. Se ataca no lo que dice uno, sino lo que supuestamente es uno. Incluso aunque fuera cierto que determinado mensaje es racista o bordea el racismo, ello no sería impedimento para rebatirlo con procedimientos racionales, sino precisamente al contrario. Cuando creemos que determinadas ideas son nocivas y repulsivas, es cuando más obligación moral tenemos de emplear la argumentación, la lógica y la escrupulosidad intelectual. Pero para empezar, debemos ser serios a la hora de identificar dichas ideas. Si ante cualquiera que nos obliga a replantearnos determinados postulados reaccionamos con un rechazo visceral como si fuera el Mal absoluto, puede que nos hallemos ante una inmejorable ocasión de hacer autocrítica. Identificar nuestras ideas y creencias con el bien puro, además de proporcionar agradables sensaciones de superioridad moral, es la forma más extendida de blindarlas contra toda crítica. He pensado en ello, una vez más, tras leer un articulito de un periodista de Catalunya Ràdio, Albert Mercadé, titulado “Manual electoral per a despistats i com estalviar-vos una setmana de campanya”. (Estalviar-vos significa ahorraros.) Con brevedad que siempre es digna de agradecer, el autor nos explica en rápidas pinceladas las nueve opciones políticas que se presentan a las elecciones autonómicas catalanas del 14 de febrero: A las ocho primeras (desde la CUP hasta el PP, pasando por Comuns, ERC, Junts, PDeCAT, PSC i Ciutadans) dedica una media de 74 palabras. A la última, Vox, exactamente 16, que traduzco: “Papelera de la historia. El único presente que puede tener la extrema derecha en nuestra casa.” Ya está, no hace falta decir nada más. Lo que diga Vox no importa. Basta decir lo que es. Lo que yo os digo que es Vox, por supuesto: extrema derecha, fascismo, basura. Porque lo digo yo. Desde luego, no parece una actitud muy ilustrada frente a esa supuesta reacción. Y no deja de ser paradójico hablar de “nuestra casa” (casa nostra) para excluir de ella a los que supuestamente representan la exclusión y la xenofobia. Pero el título ya nos debería haber puesto sobre aviso: bajo su aparente ironía, no me cabe duda de que, en su fuero interno, el autor piensa que si solo votaran los periodistas, o siendo generosos los titulados superiores, todo iría mucho mejor. Por eso prescinden del argumento, del debate honesto, porque creen que la mayoría de la gente no está preparada para comprenderlos. La democracia tiene ese problema; a veces el pueblo no vota lo que la élite tiene previsto por su bien. Desde el Brexit y la elección de Trump se han renovado las voces (nunca apagadas del todo) de quienes piden limitar el alcance del sufragio universal (aunque suelen expresarlo en términos más eufemísticos) y sostienen, más o menos abiertamente, que un gobierno mundial de expertos y tecnócratas debería estar por encima de los estúpidos prejuicios (sin duda machistas, xenófobos y añádase aquí el repertorio extenso) de la gente corriente, de ese hatajo de deplorables, según los definió Hillary Clinton en 2016. Luego hubo sorpresas y madresmías porque los así insultados no la votaron lo suficiente en algunos estados. Y se multiplicaron los análisis coincidentes en un razonamiento circular, que es lo mismo que decir una carencia de argumento: los deplorables votan el Brexit, a Trump o a Vox… porque son deplorables.