Las pantallas de todo tipo de dispositivos en línea (teléfonos, televisores, ordenadores, etc.) se han convertido en las puertas de acceso preferente, a veces exclusivo, al trabajo, el ocio y las relaciones con la administración y los servicios públicos. Si esto tiene por un lado ventajas evidentes de inmediatez y ágil acceso a información tanto pública como personal, por otro lado tiende de modo creciente a mediatizar nuestras vidas, convirtiéndolas en más dependientes de intereses y poderes que están detrás de las omnipresentes superficies electrónicas. Dichos poderes disfrutan de una capacidad enorme, y aún así cada vez mayor, sobre todo mediante el desarrollo de la inteligencia artificial, de distraer, manipular, censurar, dirigir, etc., con fines ajenos a los individuos cautivados por las pantallas de sus teléfonos móviles, sus televisores y sus ordenadores.
El diccionario registra varias acepciones de vocablo pantalla. La más usual quizás sea la que la RAE enumera en cuarto lugar: “En ciertos aparatos electrónicos, superficie donde aparecen imágenes.” (Y textos, cabría añadir.) Pero la siguiente acepción no es menos consustancial al objeto: “Persona o cosa que distrae la atención para encubrir u ocultar algo o a alguien.” Hay una dualidad irreductible en las pantallas: sirven tanto para mostrar como para ocultar. Su multiplicación moderna no hace más que elevar este dualismo hasta niveles socialmente esquizofrénicos. George Orwell imaginó en su novela 1984 un futuro donde el Estado controla a la población con cámaras situadas en los propios hogares. Aunque esta obra ha sido considerada, con razón, como una seria advertencia sobre la amenaza totalitaria, el hecho de que se escribiera a finales de la primera mitad del siglo XX, justo antes de que los televisores empezaran a convertirse en el electrodoméstico más popular, le impidió a Orwell comprender que el mayor peligro no se encontraba en la vigilancia coactiva, sino en la captación seductora.
La distracción o diversión es el fenómeno central de nuestra sociedad, por encima de cualquier forma de manipulación más grosera. Las llamadas fake news (bulos) no son más que gotas de agua en un océano de desinformación, sesgo ideológico, frivolidad y necedad. El interminable fluir de noticias y estímulos que puede recibir cualquier ciudadano las veinticuatro horas del día afecta de manera drástica a su capacidad para profundizar en cualquier cuestión (condición de cualquier decisión libre), y en especial las más trascendentes. Es prácticamente imposible una reflexión original o cualificada bajo la tiranía del trending topic, del tema de moda, de la actualidad palpitante, de la enésima y efímera polémica del día o de la semana. No hablemos ya del recogimiento, del encuentro del hombre con su dimensión espiritual. Los sacerdotes, los profetas y los sabios han sido sustituidos por un ejército de arrogantes periodistas, “expertos” y guionistas, técnicos en procesar información y entretenimiento, con fronteras cada vez más difusas entre ambos, y que actúan como meros transmisores de consensos ideológicos fabricados por comités internacionales y académicos en la estela neomarxista de transformar el mundo, dándolo ya por comprendido, sin preguntarle al “mundo” si desea ser transformado ni en qué sentido.
Para luchar contra esto sería absurdo romper las pantallas, remedando el movimiento ludita que en los orígenes de la revolución industrial defendía destruir las máquinas. No se trata de prescindir de la tecnología, que sería tanto como negar nuestra condición humana, como de no ser esclavos de nuestros propios artefactos, en especial aquellos cuyos contenidos son controlados o intermediados por los gobiernos y grandes corporaciones. Para ello debemos reducir nuestra dependencia de las pantallas, empezando por el tiempo que tenemos los ojos puestos en ellas. Hay una serie de medidas concretas, tanto negativas como positivas, que cada uno de nosotros podemos adoptar.
- Reducir el tiempo de consumo de información y entretenimiento en línea o por TDT a menos de una hora al día, como promedio. Prescindir totalmente de tertulias periodísticas, formatos sensacionalistas disfrazados de “periodismo de investigación” y por supuesto del entretenimiento puramente televisivo (programas de “telerrealidad”, shows conducidos por presentadores “estrella”, etc.)
- Salirnos de las redes sociales públicas (Twitter, Facebook, Instagram, etc.) o reducir drásticamente las cuentas que seguimos.
- Utilizar medios de mensajería y publicación individuales, en ningún caso grupos grandes donde todos los miembros pueden publicar, dando lugar a centenares de mensajes o comentarios diarios.
- Recuperar y reivindicar el soporte de papel, muy en especial el libro, principal fuente de conocimiento y de sabiduría, el cual en su formato físico (no electrónico) no puede ser censurado, editado ni cancelado remotamente.
- Leer proporcionalmente muchas más obras clásicas que novedades editoriales (especialistas aparte), sin las cuales es imposible adquirir la perspectiva que permite superar el actual provincianismo cronológico, por el cual creemos que la ideología dominante (“progresismo”) es la referencia desde la cual hay que juzgar todo tiempo pasado. A menudo habrá que saltarse prólogos o anotaciones impertinentes, que tratan de demostrar lo “moderno” o “adelantado a su tiempo” que eran tal o cual autor o personaje histórico, o advertirnos sobre lo que no encaja con la corrección política.
- Apoyar a las librerías de segunda mano, que permiten adquirir obras no promocionadas por el mercado ni el discurso dominante.
- Ver cine clásico. La pantalla de cine, del buen cine, no suplanta la realidad, no es un sucedáneo de la vida real, sino como todo arte verdadero, una profundización de lo real, que es lo que llamamos espíritu o cultura, en su sentido más elevado.
- Escuchar música clásica. Los paisajes sonoros de un Bach, un Mozart, un Beethoven, un Brahms, un Liszt, un Tchaikovsky, un Debussy, un César Franck, son mucho más, pero nada menos, que balnearios para el alma dañada por el ruido y el griterío infernales de la actualidad.
- Viajar sin la ansiedad narcisista de ver todo lo que supuestamente no podemos perdernos, sin preocuparnos de dejar constancia fotográfica de cada monumento o restaurante visitados. En lugar de itinerarios de frenético esnobismo o viajes organizados, pasear tranquilamente por las calles de cualquier ciudad europea, respirando el ambiente, curioseando en un mercadillo. El recuerdo íntimo, en especial si es compartido con una persona amada, vale mil veces más que contar en las redes sociales lo mismo que ya han contado millones antes que nosotros.
- Tomar contacto con la naturaleza, a ser posible de modo solitario o en pareja. Los grupos de actividades deportivas, con su palabrería que a menudo gira en torno a los tópicos más estúpidos del presente, dificultan establecer una relación personal con la creación.
Las pantallas parecen acercarnos a todos los rincones del mundo, pero al mismo tiempo nos separan de lo esencial, de nuestra alma y nuestro Creador. Este carácter dual no se encuentra tanto en ellas como en nosotros, como sucede con todo lo fabricado por el hombre. Debemos servirnos de las pantallas sin dejar que otros nos utilicen mediante ellas. Para ello es vital no perder el contacto directo con las personas y las cosas, en su sentido más corpóreo. Mejor el encuentro en el bar que el chat. Mejor el libro de papel que en formato digital. Mejor el plato que disfrutamos que la foto que compartimos en Instagram. Mejor la librería en la calle que Amazon. Nos va en ello la libertad, en su más sagrado sentido.