Hace casi ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, y que los campos de concentración nazis fueran liberados. Lo que se descubrió ahí superó todo lo imaginable, hasta el punto de que casi hasta los años sesenta no empezó a popularizarse el hecho histórico del Holocausto, el exterminio de aproximadamente seis millones de judíos a manos de los secuaces de Hitler. El libro de Primo Levi, Si esto es un hombre, relatando su propia experiencia como prisionero en Auschwitz, fue un fracaso editorial cuando se publicó por vez primera, en 1947, y no conoció su merecida fama actual hasta que se reeditó en 1958. Esto no significa que el antisemitismo no estuviera extendido fuera de los círculos nazis alemanes, pero sí que sólo la minoría que perpetró el Holocausto, y los que colaboraron de manera directa con él, tuvieron una noción más o menos precisa de la magnitud del genocidio y de su satánica eficiencia industrial.
Esta es una de las enseñanzas principales de la Shoah. La incredulidad de la mayoría de personas, incluidas las propias víctimas, los judíos, ante el hecho de que se estuviera planificando y perpetrando un genocidio total y sistemático en el continente europeo. Aunque parece que se haya dicho ya todo sobre el tema, hay una novela reciente de Anne Berest, La postal (2022), basada en la historia de los antepasados de la autora, varios de los cuales murieron en Auschwitz, que lo muestra con sobrecogedora claridad. En los años veinte, algunos judíos tuvieron la lucidez suficiente para emigrar a Palestina o a América. Pero la mayoría creyeron que simplemente con disfrutar de la nacionalidad alemana, o francesa, serían inmunes a la discriminación racial. Después, cuando los nacionalsocialistas llegaron al poder en Alemania, e incluso tras la Noche de los Cristales Rotos, los judíos que vivían en Francia u otros países solían asegurar que esto “aquí no puede ocurrir”. Cuando Hitler invadió Francia, y las autoridades ocupantes ordenaron que todos los judíos se inscribieron en un registro, fueron mayoría los que obedecieron, creyendo con estremecedora ceguera que era mejor mostrarse respetuosos con las leyes, incluso aunque fueran tan manifiestamente injustas.
Esta ceguera todavía mostró una persistencia que hoy, retrospectivamente, podemos juzgar demasiado a la ligera como estolidez. Los nazis empezaron la deportación de los judíos franceses fingiendo que sólo se trataba de enviarlos a trabajar en Alemania, para minimizar las resistencias. Con la pérfida finalidad de dar verosimilitud a este subterfugio, seleccionaron en primer lugar los judíos sanos y en edad de trabajar, y sólo después, cuando muchos de estos ya habían sido exterminados por las espantosas condiciones de la deportación y de los campos, o mediante las cámaras de gas, empezó la deportación de los viejos. Incluso entonces, muchos mantenían la ilusoria esperanza de reencontrarse con sus hijos deportados en Alemania.
La ceguera ante el mal, aunque no se trate de un mal de la magnitud del Holocausto, es un funesto error del que no estamos libres en nuestros días. Muchísima gente prefiere no anticipar las consecuencias de determinadas políticas, o procesos sociales, creyéndose por ello moralmente mejores. Así ocurre con la creciente islamización de Europa. Es mucho más gratificante, psicológicamente, negarse a ver el problema que ya estamos teniendo en numerosas poblaciones europeas, donde se vive un auténtico estado de excepción de la legalidad y los valores europeos, y que por razones meramente demográficas no hará otra cosa que aumentar. Es más fácil evitar ser tildado de xenófobo, islamófobo o incluso racista que mirar la realidad cara a cara. Irónicamente, resulta más tentador llamar nazis a quienes denuncian el problema que tratar de imaginar soluciones o paliativos. Lo que se demuestra con ello, en realidad, es que no hemos aprendido una de las lecciones principales del Holocausto. Por el contrario, usualmente se tiende a extraer una falsa lección.
Se dice que el principio del mal, el origen de la siniestra pendiente resbaladiza que conduce a Auschwitz, es la discriminación, toda discriminación. Pero los hechos no abonan semejante tesis. En primer lugar, hay que decir que el Holocausto no se produjo por un fatal encadenamiento de causas o una espiral de envilecimiento que arrastraría a sus propios autores: estuvo perfectamente planificado desde el principio por Hitler y unos pocos jerarcas nazis, que adoptaron una estrategia gradualista por simples razones prácticas, como he dicho antes, para minimizar las resistencias y facilitar la colaboración de las personas “normales”. En segunda razón, no es cierto que toda discriminación, por injusta que sea, conduzca al genocidio. Ni siquiera la segregación racial en los EEUU, que fue ciertamente odiosa, estuvo cerca en ningún momento de los campos de concentración y mucho menos de las cámaras de gas, por más que sí hubo ciertos defensores de la eugenesia racial, como la pionera del abortismo y fundadora de Planned Parenthood, Margaret Sanger, una franca racista hoy canonizada por el progresismo.
Sin embargo, la tesis de la discriminación como semilla del mal ha hecho fortuna, y en nuestro tiempo, no solo sirve para denunciar toda injusticia discriminatoria, lo cual, aunque partiera de un argumento exagerado (¡tal cosa nos lleva a Auschwitz!) o falaz (reductio ad Hitlerum), tendría al menos un efecto loable, en forma de lucha por los derechos individuales, con independencia de la raza, el sexo, etc. El problema es que se categoriza todo tipo de discriminación (por ejemplo, los criterios biométricos para acceder a cuerpos policiales o de bomberos, o los filtros en las fronteras para impedir la entrada de potenciales delincuentes o parásitos de las prestaciones sociales) como injusta, lo cual no es ni mucho menos verdad. Y lo que es peor, se señalan discriminaciones donde ni siquiera existen de ningún tipo, como la llamada brecha salarial entre sexos en los países desarrollados, que se origina en decisiones libres individuales de hombres y mujeres, las cuales se trata de modificar con medidas coactivas o reeducadoras, más cercanas al totalitarismo que la imaginaria injusticia que combaten.
Así pues, como decíamos, no basta con la discriminación por razones de raza, siendo esta por sí misma inadmisible, para que sea posible un genocidio. Sería vital identificar el factor decisivo, aislar el principio del mal en estado puro, precisamente si queremos, como se suele decir, que la historia no se repita. Esta sería la otra gran lección que podemos extraer del Holocausto, y sin duda la más importante.
A mi entender, el principio del mal se halla en la subjetivización de los principios morales. O dicho con otras palabras, en apoyar la validez de las normas éticas en los sentimientos. Hay que decirlo con total franqueza: aunque los nazis fueron especialmente hábiles en reclutar a los peores elementos de la sociedad, gentuza del hampa habituada a la violencia, muchos dirigentes y militantes del partido, y por supuesto gran parte de la población que colaboró con el III Reich de modo más o menos pasivo, creían sinceramente que lo que ellos defendían era una buena causa. Sinceramente creían que los judíos eran una especie de plaga en sentido literalmente biológico, que ponía en peligro el futuro del pueblo alemán. Los más comprometidos con el ideario nacionalsocialista se limitaron a extraer las conclusiones lógicas de semejante delirio. El resto, una parte considerable de los alemanes, aprobó las medidas de discriminación racial promulgadas tempranamente en Núremberg, sin que ello les planteara un problema de conciencia. En resumen: se sentían buenos ciudadanos cuando discriminaban a los judíos, y unos pocos fanáticos y degenerados llegaron a sentirse buenos incluso en tanto que los exterminaban, imaginando que estaban luchando por la supervivencia del pueblo alemán.
A estas ideas contribuyeron nociones cientifistas relacionadas con el darwinismo vulgar, como la teoría de la supervivencia de los más aptos (la lucha por la vida), aplicada a la especie humana, que ya en el siglo XIX era sostenida incluso por autores liberales como Herbert Spencer, quien defendía negar las ayudas públicas a los pobres, e incluso la caridad privada, porque esto solo podía contribuir a disminuir la calidad de la especie, al entorpecer el proceso de selección natural. Un autor actual de éxito, el israelí Yuval Noah Harari, sostiene que “Hitler y los nazis representan solo una versión extrema del humanismo (sic) evolucionista” y que “los horrores del nazismo no deben cegarnos ante las posibles perspicacias que el humanismo evolutivo pudiera ofrecer.” (Homo Deus, Debolsillo, 2022, págs. 286 y s.) Este cientifismo delirante, que como vemos sigue plenamente de moda, no hace otra cosa que fundamentar y reforzar la idea de que no existe una moral objetiva, sino que en última instancia son los sentimientos los que nos permiten determinar la diferencia entre el bien y el mal. Simplificando lo que oscuramente sintieron muchos honrados ciudadanos alemanes en los años treinta, pero también nuestros estrictos coetáneos del siglo actual: está bien lo que el corazón me dice que está bien.
A nadie debemos temer más que a los que se sienten buenos, a los que se ven moralmente superiores, guiados solo por sus sentimientos. No nos equivoquemos, no es un problema de moralismo, como sostiene el psiquiatra Pablo Malo en su libro, por lo demás muy interesante, Los peligros de la moralidad. Es un problema de emotivismo. La moral no es el peligro, como no lo son Dios, la patria, la democracia, la libertad ni la igualdad, por mucho que se haya abusado de estas palabras para cometer crímenes en su nombre. El gran peligro reside en creer que las ideas solo deben juzgarse por las intenciones, y por tanto, quien discrepa de mí automáticamente se delata como malvado. Habitualmente (no se nos escape la penosa ironía) como un fascista, como un nazi. No solo no hemos aprendido las lecciones del Holocausto, sino que utilizamos su siniestra sombra para tropezar en las mismas piedras que pavimentaron el camino hacia él. No pretendo sugerir que algo semejante se pueda repetir, pero sí otros males, que no por ser incomparablemente menores, dejan de ser indeseables.
El debate político debe basarse en argumentos racionales y en datos empíricos. Lamentablemente, las tecnologías de la comunicación, en especial las de tipo audiovisual, facilitan enormemente el uso de recursos emocionales con fines manipuladores. La llamada cultura de la cancelación, que convierte en completamente inviables determinados debates, no se basa en otra cosa que en la estigmatización irracional, sentimental, de quienes cuestionan los discursos victimizadores de las identidades políticas. Cualquier idea o simplemente término que no se ajuste al guión de la corrección política levanta oleadas de indignación, de “ofendiditos” que se niegan en redondo a escuchar cualquier argumentación racional, y lo que es mucho peor, a que lo escuchen los demás. Se limitan a calificar al disidente como racista, machista u homófobo: y no hay más que hablar. Si esta tendencia no se revierte, nos dirigimos a una sociedad posliberal, donde principios como la libertad de pensamiento, que comunistas y nazis despreciaban y ridiculizaban, acabarán siendo destruidos por unos enemigos menos temibles y mucho más ridículos. Pero enemigos de la libertad, al fin y al cabo.