Tiempos feos

Nuestro tiempo en una cosa es igual que todo tiempo pasado, desde los orígenes de la civilización. En esa época primigenia, que podemos datar grosso modo hace diez mil años en Oriente Medio, nacieron las primeras ciudades, en las que unas castas de guerreros y de sacerdotes-burócratas sojuzgaban a la gran mayoría de población campesina. Hoy, aunque los que se dedican a la agricultura sean pocos, seguimos teniendo en común con nuestros antepasados sumerios que una minoría gobierna a la inmensa mayoría. Probablemente se trate de una constante antropológica. Por supuesto, varían los principios en los que se basa la pretendida legitimidad de la minoría: antaño de naturaleza religiosa, hoy de carácter ideológico.

Pero al mismo tiempo, en los últimos dos siglos, y de quizás manera más acentuada en las últimas tres décadas, observamos un fenómeno que supone una ruptura con la civilización antigua y medieval. Las clases de los clérigos y de los políticos, durante milenios, estuvieron diferenciadas. Bien es cierto que frecuentemente mantenían una alianza de conveniencia más o menos explícita, pero su dualidad no podía ignorarse, y en ocasiones se manifestaba de modo conflictivo. No hay duda de que el poder espiritual constituía un contrapeso, por su mera existencia, del poder temporal. El clero cristiano era el depositario de una doctrina estable, que se mantenía esencialmente invariable a través de los siglos, y que por ello imponía una limitación a los poderes del Estado. Esto empezó a cambiar a partir de la reforma luterana, que cuestionó radicalmente la autoridad de la Iglesia, y sobre todo a partir de la secularización creciente del siglo XVIII, cuando las ideas ilustradas fueron desplazando la religión, sustituyéndola por las ideologías modernas. Al final de este proceso lo que tenemos son los Estados contemporáneos, que no responden a ninguna instancia superior salvo el “pueblo”, abstracción infinitamente maleable, cuyos contenidos normativos pueden recrear a su antojo, y hoy de manera literal, mediante la manipulación masiva proporcionada por los medios de comunicación.

Lo dicho contradice de manera frontal cualquier ingenuidad progresista. Nos creemos superiores a nuestros antepasados porque hemos eliminado los castigos crueles y las ejecuciones en la plaza pública, pero esto, aunque en sí mismo sea un bien innegable, no se debe a un progreso moral de la humanidad, no es una consecuencia de la ilustración, sino del mayor control de la minoría sobre las masas, que además de aborrecer esas prácticas brutales, ya no las necesita. Somos más delicados, pero sin ningún género de duda, también menos libres, menos audaces y hasta menos inteligentes que hace unos pocos siglos, incluso unas pocas décadas, pese a manejar volúmenes de información muy superiores, o quizás precisamente por ello. Esclavos de nuestras pantallas, despreciamos a nuestros antepasados, capaces de derramar sangre por la religión, el patriotismo o el honor. Pero si hoy guerreamos menos no es debido a una superior educación, ni menos aún a una fe más sincera y coherente en los principios divinos. Simplemente hemos sustituido las viejas pasiones fuertes, por las que nuestros ancestros eran capaces de exponer sus vidas, por la búsqueda del bienestar material, de nuestros suministros garantizados de agua, electricidad e internet, de nuestra atención médica primaria y nuestras pensiones de jubilación, a los cuales sacrificamos lo que sea, empezando por la libertad. Es significativo que los altercados en Francia no se originen en una defensa de las libertades, cada día más erosionadas, sino en protesta por la fijación de la edad de jubilación a los 62 años.

Se dirá que no hay nada malo en querer vivir confortablemente, en aspirar a un retiro cómodo. Seguramente, no lo hay. El problema reside en no tener ninguna otra aspiración por encima de estas. El problema es que nos hemos creado una religión laica a la medida de nuestra miseria espiritual, incapaz de ver más allá del dinero, del sexo y de la salud, los auténticos ídolos de nuestro tiempo. Hemos convertido nuestra ceguera espiritual en la medida de todas las cosas, en la vara de medir a partir de la cual lo juzgamos todo, tanto el pasado como las minorías que tratan de eludir las idolatrías contemporáneas. Este consenso asfixiante que condena cualquier desviación como ultraderechista hace del mundo un lugar de predominante fealdad, como se manifiesta ya no solo en el discurso público, sino en gran parte del arte, la publicidad invasiva y el asediante vandalismo grafitero. Hemos creado posiblemente la distopía que nos merecemos, pero nunca está todo perdido. El mero hecho de pensar a la contra ya remeda un reino del espíritu que siempre fue tan precario como ahora. Quizás lo mejor de nuestro tiempo es que esto, en medio de nuestra opulencia comparada con edades pretéritas, sea más claro que nunca antes en la historia.

Lecciones del Holocausto

Hace casi ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, y que los campos de concentración nazis fueran liberados. Lo que se descubrió ahí superó todo lo imaginable, hasta el punto de que casi hasta los años sesenta no empezó a popularizarse el hecho histórico del Holocausto, el exterminio de aproximadamente seis millones de judíos a manos de los secuaces de Hitler. El libro de Primo Levi, Si esto es un hombre, relatando su propia experiencia como prisionero en Auschwitz, fue un fracaso editorial cuando se publicó por vez primera, en 1947, y no conoció su merecida fama actual hasta que se reeditó en 1958. Esto no significa que el antisemitismo no estuviera extendido fuera de los círculos nazis alemanes, pero sí que sólo la minoría que perpetró el Holocausto, y los que colaboraron de manera directa con él, tuvieron una noción más o menos precisa de la magnitud del genocidio y de su satánica eficiencia industrial.

Esta es una de las enseñanzas principales de la Shoah. La incredulidad de la mayoría de personas, incluidas las propias víctimas, los judíos, ante el hecho de que se estuviera planificando y perpetrando un genocidio total y sistemático en el continente europeo. Aunque parece que se haya dicho ya todo sobre el tema, hay una novela reciente de Anne Berest, La postal (2022), basada en la historia de los antepasados de la autora, varios de los cuales murieron en Auschwitz, que lo muestra con sobrecogedora claridad. En los años veinte, algunos judíos tuvieron la lucidez suficiente para emigrar a Palestina o a América. Pero la mayoría creyeron que simplemente con disfrutar de la nacionalidad alemana, o francesa, serían inmunes a la discriminación racial. Después, cuando los nacionalsocialistas llegaron al poder en Alemania, e incluso tras la Noche de los Cristales Rotos, los judíos que vivían en Francia u otros países solían asegurar que esto “aquí no puede ocurrir”. Cuando Hitler invadió Francia, y las autoridades ocupantes ordenaron que todos los judíos se inscribieron en un registro, fueron mayoría los que obedecieron, creyendo con estremecedora ceguera que era mejor mostrarse respetuosos con las leyes, incluso aunque fueran tan manifiestamente injustas.

Esta ceguera todavía mostró una persistencia que hoy, retrospectivamente, podemos juzgar demasiado a la ligera como estolidez. Los nazis empezaron la deportación de los judíos franceses fingiendo que sólo se trataba de enviarlos a trabajar en Alemania, para minimizar las resistencias. Con la pérfida finalidad de dar verosimilitud a este subterfugio, seleccionaron en primer lugar los judíos sanos y en edad de trabajar, y sólo después, cuando muchos de estos ya habían sido exterminados por las espantosas condiciones de la deportación y de los campos, o mediante las cámaras de gas, empezó la deportación de los viejos. Incluso entonces, muchos mantenían la ilusoria esperanza de reencontrarse con sus hijos deportados en Alemania.

La ceguera ante el mal, aunque no se trate de un mal de la magnitud del Holocausto, es un funesto error del que no estamos libres en nuestros días. Muchísima gente prefiere no anticipar las consecuencias de determinadas políticas, o procesos sociales, creyéndose por ello moralmente mejores. Así ocurre con la creciente islamización de Europa. Es mucho más gratificante, psicológicamente, negarse a ver el problema que ya estamos teniendo en numerosas poblaciones europeas, donde se vive un auténtico estado de excepción de la legalidad y los valores europeos, y que por razones meramente demográficas no hará otra cosa que aumentar. Es más fácil evitar ser tildado de xenófobo, islamófobo o incluso racista que mirar la realidad cara a cara. Irónicamente, resulta más tentador llamar nazis a quienes denuncian el problema que tratar de imaginar soluciones o paliativos. Lo que se demuestra con ello, en realidad, es que no hemos aprendido una de las lecciones principales del Holocausto. Por el contrario, usualmente se tiende a extraer una falsa lección.

Se dice que el principio del mal, el origen de la siniestra pendiente resbaladiza que conduce a Auschwitz, es la discriminación, toda discriminación. Pero los hechos no abonan semejante tesis. En primer lugar, hay que decir que el Holocausto no se produjo por un fatal encadenamiento de causas o una espiral de envilecimiento que arrastraría a sus propios autores: estuvo perfectamente planificado desde el principio por Hitler y unos pocos jerarcas nazis, que adoptaron una estrategia gradualista por simples razones prácticas, como he dicho antes, para minimizar las resistencias y facilitar la colaboración de las personas “normales”. En segunda razón, no es cierto que toda discriminación, por injusta que sea, conduzca al genocidio. Ni siquiera la segregación racial en los EEUU, que fue ciertamente odiosa, estuvo cerca en ningún momento de los campos de concentración y mucho menos de las cámaras de gas, por más que sí hubo ciertos defensores de la eugenesia racial, como la pionera del abortismo y fundadora de Planned Parenthood, Margaret Sanger, una franca racista hoy canonizada por el progresismo.

Sin embargo, la tesis de la discriminación como semilla del mal ha hecho fortuna, y en nuestro tiempo, no solo sirve para denunciar toda injusticia discriminatoria, lo cual, aunque partiera de un argumento exagerado (¡tal cosa nos lleva a Auschwitz!) o falaz (reductio ad Hitlerum), tendría al menos un efecto loable, en forma de lucha por los derechos individuales, con independencia de la raza, el sexo, etc. El problema es que se categoriza todo tipo de discriminación (por ejemplo, los criterios biométricos para acceder a cuerpos policiales o de bomberos, o los filtros en las fronteras para impedir la entrada de potenciales delincuentes o parásitos de las prestaciones sociales) como injusta, lo cual no es ni mucho menos verdad. Y lo que es peor, se señalan discriminaciones donde ni siquiera existen de ningún tipo, como la llamada brecha salarial entre sexos en los países desarrollados, que se origina en decisiones libres individuales de hombres y mujeres, las cuales se trata de modificar con medidas coactivas o reeducadoras, más cercanas al totalitarismo que la imaginaria injusticia que combaten.

Así pues, como decíamos, no basta con la discriminación por razones de raza, siendo esta por sí misma inadmisible, para que sea posible un genocidio. Sería vital identificar el factor decisivo, aislar el principio del mal en estado puro, precisamente si queremos, como se suele decir, que la historia no se repita. Esta sería la otra gran lección que podemos extraer del Holocausto, y sin duda la más importante.

A mi entender, el principio del mal se halla en la subjetivización de los principios morales. O dicho con otras palabras, en apoyar la validez de las normas éticas en los sentimientos. Hay que decirlo con total franqueza: aunque los nazis fueron especialmente hábiles en reclutar a los peores elementos de la sociedad, gentuza del hampa habituada a la violencia, muchos dirigentes y militantes del partido, y por supuesto gran parte de la población que colaboró con el III Reich de modo más o menos pasivo, creían sinceramente que lo que ellos defendían era una buena causa. Sinceramente creían que los judíos eran una especie de plaga en sentido literalmente biológico, que ponía en peligro el futuro del pueblo alemán. Los más comprometidos con el ideario nacionalsocialista se limitaron a extraer las conclusiones lógicas de semejante delirio. El resto, una parte considerable de los alemanes, aprobó las medidas de discriminación racial promulgadas tempranamente en Núremberg, sin que ello les planteara un problema de conciencia. En resumen: se sentían buenos ciudadanos cuando discriminaban a los judíos, y unos pocos fanáticos y degenerados llegaron a sentirse buenos incluso en tanto que los exterminaban, imaginando que estaban luchando por la supervivencia del pueblo alemán.

A estas ideas contribuyeron nociones cientifistas relacionadas con el darwinismo vulgar, como la teoría de la supervivencia de los más aptos (la lucha por la vida), aplicada a la especie humana, que ya en el siglo XIX era sostenida incluso por autores liberales como Herbert Spencer, quien defendía negar las ayudas públicas a los pobres, e incluso la caridad privada, porque esto solo podía contribuir a disminuir la calidad de la especie, al entorpecer el proceso de selección natural. Un autor actual de éxito, el israelí Yuval Noah Harari, sostiene que “Hitler y los nazis representan solo una versión extrema del humanismo (sic) evolucionista” y que “los horrores del nazismo no deben cegarnos ante las posibles perspicacias que el humanismo evolutivo pudiera ofrecer.” (Homo Deus, Debolsillo, 2022, págs. 286 y s.) Este cientifismo delirante, que como vemos sigue plenamente de moda, no hace otra cosa que fundamentar y reforzar la idea de que no existe una moral objetiva, sino que en última instancia son los sentimientos los que nos permiten determinar la diferencia entre el bien y el mal. Simplificando lo que oscuramente sintieron muchos honrados ciudadanos alemanes en los años treinta, pero también nuestros estrictos coetáneos del siglo actual: está bien lo que el corazón me dice que está bien.

A nadie debemos temer más que a los que se sienten buenos, a los que se ven moralmente superiores, guiados solo por sus sentimientos. No nos equivoquemos, no es un problema de moralismo, como sostiene el psiquiatra Pablo Malo en su libro, por lo demás muy interesante, Los peligros de la moralidad. Es un problema de emotivismo. La moral no es el peligro, como no lo son Dios, la patria, la democracia, la libertad ni la igualdad, por mucho que se haya abusado de estas palabras para cometer crímenes en su nombre. El gran peligro reside en creer que las ideas solo deben juzgarse por las intenciones, y por tanto, quien discrepa de mí automáticamente se delata como malvado. Habitualmente (no se nos escape la penosa ironía) como un fascista, como un nazi. No solo no hemos aprendido las lecciones del Holocausto, sino que utilizamos su siniestra sombra para tropezar en las mismas piedras que pavimentaron el camino hacia él. No pretendo sugerir que algo semejante se pueda repetir, pero sí otros males, que no por ser incomparablemente menores, dejan de ser indeseables.

El debate político debe basarse en argumentos racionales y en datos empíricos. Lamentablemente, las tecnologías de la comunicación, en especial las de tipo audiovisual, facilitan enormemente el uso de recursos emocionales con fines manipuladores. La llamada cultura de la cancelación, que convierte en completamente inviables determinados debates, no se basa en otra cosa que en la estigmatización irracional, sentimental, de quienes cuestionan los discursos victimizadores de las identidades políticas. Cualquier idea o simplemente término que no se ajuste al guión de la corrección política levanta oleadas de indignación, de “ofendiditos” que se niegan en redondo a escuchar cualquier argumentación racional, y lo que es mucho peor, a que lo escuchen los demás. Se limitan a calificar al disidente como racista, machista u homófobo: y no hay más que hablar. Si esta tendencia no se revierte, nos dirigimos a una sociedad posliberal, donde principios como la libertad de pensamiento, que comunistas y nazis despreciaban y ridiculizaban, acabarán siendo destruidos por unos enemigos menos temibles y mucho más ridículos. Pero enemigos de la libertad, al fin y al cabo.

El fin de la Era Woke

Santiago Abascal ha definido en más de una ocasión al partido que preside, Vox, como un simple medio. En efecto, si reflexionamos sobre su programa, la Agenda España, y otras publicaciones de la formación, se impone la conclusión de que, más allá de un cambio político, lo que defienden los dirigentes de Vox, así como algunos de sus más lúcidos representantes electos, es nada menos que un auténtico cambio cultural frente al progresismo woke institucionalizado, formulado en documentos de pretensión normativa como la Agenda 2030, y sostenido por las élites políticas, económicas e intelectuales del mundo desarrollado y la Iberoamérica sometida u hostigada por el Foro de Sao Paulo. Sin olvidar la especificidad española, marcada por el guerracivilismo y el filoterrorismo de la izquierda y el separatismo.

Lo que en lugar de esta ideología institucionalizada propone Vox podría resumirse como un movimiento socialpatriótico, con carácter liberalconservador y regenerador. Se trataría de recuperar la soberanía nacional frente a las imposiciones de organismos supranacionales sin legitimidad democrática, como la ONU o la Comisión europea, a fin de restaurar los principios liberales clásicos (libertad de pensamiento, igualdad ante la ley, derecho a la vida) que se fundamentan en un derecho natural conceptualizado en el seno del pensamiento humanista y cristiano. Estos derechos naturales o clásicos vienen siendo gravemente erosionados en el último medio siglo, de modo paradójico, por el activismo de derechos de segunda y tercera generación, propio de la nueva izquierda alumbrada en Mayo del 68, una revolución cuyos efectos todavía vivimos. Lo comprobamos cotidianamente cuando la cultura de la cancelación restringe cada vez más arbitrariamente lo que se puede decir sin ser acusado de un delito de odio. O cuando se crean leyes que discriminan en función del sexo y la raza. Y por encima de todo cuando se eliminan millones de vidas humanas mediante el aborto provocado y fomentado.

Un cambio cultural no lo puede llevar a cabo sólo un partido, ni siquiera un gobierno, por mucho apoyo popular que obtuviera. Pero me atrevo a decir que no es concebible tampoco sin estos instrumentos. Y aquí es donde entra Vox. El partido fundado por Abascal, Ortega Lara y Espinosa de los Monteros, entre otros, podría ser un signo de cambio profundo, y en todo caso es la ocasión para que se produzca.

Tres son las etapas en las que dicho cambio podría desarrollarse. La primera, obtener una representación suficiente, que se traduzca en la capacidad de acción parlamentaria. La segunda, derogar las leyes de ingeniería social que en España se han venido implantando sobre todo desde 2004, sin excluir otras anteriores. Y la tercera, reformar la Constitución para asegurar la unidad de la Nación y acabar con las ambigüedades que permiten subvertir, por la puerta trasera de leyes orgánicas y otros instrumentos legislativos, el imperio de la ley, la separación de poderes y la protección de los derechos naturales.

No se nos puede escapar que la tercera fase es aún lejana, puesto que requeriría una mayoría absoluta o incluso más holgada. Si Vox es un detonante del cambio cultural, éste a su vez es el único que podría catapultarlo a una posición comparable a la del Fidesz de Viktor Orban en Hungría, el cual llegó al poder tras el derrumbamiento del comunismo. Ahora bien, la primera fase ha obtenido un éxito considerable. Si bien Vox aún carece de una representación local consolidada en toda España, en el Congreso, sede de la soberanía nacional, es la tercera fuerza con 52 diputados, lo cual le ha permitido desarrollar una prolija actividad legislativa y judicial, incluyendo la presentación de dos mociones de censura contra Pedro Sánchez.

El siguiente paso o segunda fase empieza a apuntar en el gobierno autonómico de Castilla y León. Si Vox acaba entrando este año en un gobierno nacional, su tarea más inmediata, hasta donde le permitiera su fuerza relativa, sería elaborar un Marco Legal Derogatorio (MLD). Con esto quiero decir que no basta con simplemente derogar las leyes ideológicas de Zapatero y de Sánchez: hay que legislar en positivo precisamente para que se active y consolide el cambio cultural que haga menos probable un nuevo retroceso hacia el statu quo actual. Este MLD se podría resumir en al menos media docena de leyes que arroparían con medidas positivas y no meramente reactivas los artículos expresamente derogatorios de las actuales leyes sobre el aborto, el género, la transición energética, la ley trans, etc. En la siguiente tabla muestro éstas, con nombres abreviados, contraponiéndolas con las que podrían ser los nombres de leyes auspiciadas por un gobierno con participación de Vox, lo cual bastaría por ahora para dar una idea de su orientación y talante.

LEYES SOCIALISTASMLD
Ley de Violencia de Género (2004)Ley de Violencia Intrafamiliar y de Pareja[1]
Ley de Cambio Climático (2021)Ley de Soberanía Energética
Ley de Memoria Democrática (2022)Ley de Reconciliación Nacional
Ley del «Sólo Sí es Sí» (2022)Cadena perpetua para violadores en serie
Ley del Aborto (2023 y anteriores)Ley de Invierno Demográfico y Maternidad
Ley de las Personas Trans y Derechos LGTBI (2023)Ley de No Discriminación[2] y No Cancelación

Este podría ser, dejando los detalles para cuando llegue el momento, el horizonte de la futura acción legislativa de Vox, a medio plazo[3]. Sin duda, habría que añadir además algunas otras leyes, por ejemplo contra con la okupación paralegal, que derogaran otras disposiciones legislativas o parte de ellas. Si se consiguiera transformar de tal modo el panorama jurídico , con su innegable influencia pedagógica en la sociedad, entonces el cambio cultural profundo sería un proceso en marcha incontrovertible. Por supuesto, no pienso sólo en España, sino en todo el mundo. El comunismo soviético, desde la revolución rusa de 1917 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, duró algo más de setenta años. Tengo la esperanza de que la Era Woke, que simbólicamente podríamos iniciar en ese último año, y que empieza a generar un hartazgo cada vez más visible, acabe durando solo la mitad y no llegue al tan cacareado 2030.


[1] Violencia de Pareja es un término de la psicología empírica, sin connotación ideológica.

[2] La No Discriminación incluiría también la eufemísticamente llamada discriminación positiva, esa trampa de la teoría crítica para acabar con la igualdad ante la ley de sexos, razas, etc., creando y explotando políticamente identidades enfrentadas.

[3] Por supuesto, no hablo en nombre de Vox, en el que milito como un afiliado de pie más. Soy el único responsable de las opiniones aquí vertidas.