Los graves disturbios de Cataluña ponen aún más de relieve una cuestión sumamente intrigante: por qué el nacionalismo catalán mayoritario se ha radicalizado hasta convertirse en secesionista. O por expresarlo con más precisión: por qué una comunidad que probablemente goza de un nivel de autonomía muy superior a cualquier otra región europea, de un tiempo a esta parte ha entrado en una deriva separatista, como si la democracia española se hubiera vuelto de golpe una cárcel para una parte de sus habitantes.
Algunos analistas culpan de ello a la sentencia del Tribunal Constitucional que invalidó algunas partes del Estatuto de autonomía aprobado por el parlamento catalán en 2006. Nunca me ha convencido esta explicación, pues el nuevo Estatuto jamás fue una demanda social. Pero aunque la admitiéramos, aún quedaría por responder por qué, en un momento dado, la clase política nacionalista trató de convencer a los ciudadanos de que el anterior Estatuto había dejado de ser satisfactorio, pese a las amplias competencias que le había permitido desarrollar a la Generalitat.
Creo que el problema podría iluminarse gracias a lo que llamaré la Paradoja de Tocqueville. Esta paradoja sociopolítica fue formulada por Alexis de Tocqueville en varios pasajes de su obra. Decía el pensador francés en El Antiguo Régimen y la Revolución:
Una cosa sorprende desde el principio: la Revolución, cuyo objetivo propio era abolir en todas partes lo que quedaba de las instituciones medievales, no estalló en los países en que estas instituciones, mejor conservadas, hacían sentir más al pueblo sus molestias y sus rigores, sino, por el contrario, en aquellos donde menos molestaban; de suerte que su yugo pareció más insoportable allí donde en realidad era menos pesado.”
Cuando leí por primera vez este pasaje, la idea de que las revoluciones tienen su origen en las injusticias sufridas por el pueblo, que me parecía una verdad elemental, se me empezó a agrietar por vez primera. Posiblemente ninguna reflexión haya tenido mayor impacto en mis concepciones políticas. Fue a partir de entonces cuando empecé a cuestionarme el “relato” progresista, como se dice ahora.
No sólo en Francia los restos de feudalismo eran mucho menos opresivos (objetivamente) que en el resto del continente europeo, sino que en los años previos a la Revolución la prosperidad económica no había disminuido, sino al contrario. Y sin embargo, el descontento público tendía a aumentar. En ello vislumbra Tocqueville una ley de alcance general:
No es siempre de mal en peor como se cae en la revolución. Ocurre con mucha frecuencia que un pueblo que ha soportado sin quejarse, como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las rechaza violentamente en cuanto su peso se aligera. (…) En 1780 nadie pretende ya que Francia está en decadencia; se diría, por el contrario, que no hay en aquel momento límites a sus progresos. Es entonces cuando surge la teoría de la perfectibilidad continua del hombre. Veinte años antes, no se esperaba nada del porvenir; ahora nada se teme de él. La imaginación, apoderándose por adelantado de esta felicidad próxima e inaudita, hace a los hombres insensibles a los bienes que ya tienen y los precipita hacia cosas nuevas.”
En su anterior obra, la más célebre y extensa, La democracia en América, Tocqueville ya formula su paradoja en varias ocasiones refiriéndola a la pasión por la igualdad, lo que podría generalizarse a cualquier pasión emancipatoria:
Por una singular extravagancia de nuestra naturaleza, la pasión por la igualdad, que debería disminuir a la vez que la desigualdad de condiciones, aumenta, por el contrario, a medida que las condiciones se igualan.”
Cuando la desigualdad es la ley común en una sociedad, las desigualdades más fuertes no son sorprendentes. Cuando todo está más o menos al mismo nivel, las más pequeñas hieren. Por ello el deseo de igualdad se hace siempre más insaciable a medida que la igualdad es mayor.”
El odio que los hombres sienten por los privilegios aumenta a medida que los privilegios se hacen más raros y menores, de tal suerte que se diría que las pasiones democráticas se inflaman más cuando encuentran menos alimento.”
La analogía con la situación en Cataluña es evidente. A medida que la presencia del Estado central disminuye en esta región, cada vez se les hace menos soportable a los nacionalistas. Cuando la policía autonómica ha obtenido las competencias fundamentales de orden público, tráfico y policía judicial, sueñan con cerrar hasta el último cuartel de la Guardia Civil. Cuando en la escuela se imparten todas las materias en catalán, las pocas horas dedicadas a impartir la asignatura de lengua castellana les parecen ya excesivas; incluso deploran que los alumnos hablen en español en el patio del colegio. Y por supuesto, como más dinero público gestionan, más insuficiente les parece.
A la luz de la experiencia histórica, este proceso tiene difícil solución. Lo que está claro es que la causa de la creciente impaciencia y radicalización de los nacionalistas no es objetiva, sino subjetiva. Es una cuestión de percepción. Las cesiones del Estado central, las cuales son inherentes a la concepción del Estado autonómico, en lugar de contentar al nacionalismo, no hacen más que exacerbarlo.
En Cataluña, como en las demás regiones de España, podría haber sin problema alguno una administración municipal y provincial descentralizada, adaptada a las particularidades culturales y lingüísticas. Pero las instituciones de autogobierno, por su propia naturaleza, tienden a acrecentar su poder a costa de la soberanía nacional, hasta poner en cuestión la unidad territorial. El Estado autonómico no es la solución, sino el problema.
- Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, Guadarrama, Madrid, 1969.
- Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Trotta, Madrid, 2018.