La muerte del cientificismo

La palabra más prostituida que existe probablemente sea democracia. En su sentido noble (que va más allá de la etimología), democracia es aquel sistema donde el poder está constreñido por el sufragio universal pero también por un Estado de derecho que protege los derechos individuales y establece la división de poderes. Desgraciadamente, este significado con demasiada frecuencia sufre el parasitismo semántico de otro que se desliza fácilmente a lo opuesto: democracia acaba siendo lo que legitima al gobierno para cualquier arbitrariedad o abuso que se identifique, no importa si real o imaginariamente, con la voluntad popular.

Ahora bien, la segunda palabra más manoseada de nuestro vocabulario probablemente sea ciencia. Al igual que sucede con la anterior, también tenemos aquí una acepción parasitaria, que se nutre del prestigio de la más auténtica. La ciencia es un método para conocer la verdad por procedimientos formales y experimentales comprobables por terceros, es decir, objetivos. El sentido espurio, por el contrario, asimila la ciencia a un cuerpo de verdades indiscutibles, que sólo personas ineducadas u oscurantistas se atreven a cuestionar. Es verdad que hay aserciones científicas que es absurdo discutir: el teorema de Pitágoras, que la Tierra gira alrededor del Sol, que las enfermedades infecciosas son provocadas por microorganismos, etc. Pero a menudo se computan entre estas afirmaciónes teorías que son sanamente debatibles, y quién sabe si a la postre falsas, incluso aunque haya un gran número de científicos que las acepten como válidas. En ocasiones, ni siquiera existe ese consenso que el periodismo pretende hacernos creer.

El filósofo de la ciencia Francisco José Soler Gil denomina “mitología materialista” a la presunción según la cual la ciencia ha demostrado la verdad de la metafísica materialista, en la que no tienen cabida Dios ni nada fuera de la materia y la energía en el sentido estrictamente observacional y mensurable. Soler, en su libro titulado precisamente Mitología materialista de la ciencia, argumenta que ni la cosmología, ni la neurología ni la teoría de la evolución han refutado la existencia de Dios ni del alma. Pero mucha gente abriga realmente esta visión de la ciencia como superadora de la religión, convirtiéndola irónicamente en una nueva religión. El hombre contemporáneo da por sentado con pasmosa ligereza que hemos superado no sólo las supersticiones vulgares, sino también concepciones religiosas y filosóficas que a menudo se desprecian desde un conocimiento muy superficial y negligente.

Josep Pla, en su libro El quadern gris, relata la anécdota de un profesor de la Universidad de Barcelona que al sorprender a un alumno sin haber estudiado, trataba de ayudarle: “De manera que no sabe usted la teoría de Kant… Pero sabrá usted sin duda su refutación.” El joven Pla quería reflejar con esa anécdota la atmósfera atrasada y escolástica de la enseñanza en la España de 1919. Pero si nos miramos a nosotros mismos, no somos tan distintos de aquel profesor anticuado, aunque por razones “modernas”. Hoy pensamos que después de Marx, Nietzsche o Freud ya nada es lo mismo; que Aristóteles, Tomás de Aquino o Leibniz están definitivamente caducados, sin realmente analizar sus filosofías a fondo (lo justo sólo para “refutarlas”), sin que se haya producido una discusión profunda y realmente desprejuiciada sobre ellas.

El debate con la metafísica no materialista, que hasta el siglo XVII era predominantemente aristotélica, se cerró en falso en gran medida tras el incidente de Galileo. El historiador de la ciencia Pietro Redondi nos enseñó hace años, en su ensayo Galileo herético, que el copernicanismo nunca fue el verdadero problema para la Iglesia. La leyenda laicista ha cargado las tintas de una Inquisición retrógrada, que se aferraba a unos versículos del libro de Josué para negar el movimiento de la Tierra, contra la inveterada interpretación alegórica de la Biblia sostenida por el catolicismo. En realidad, la condena del heliocentrismo fue una mera excusa para no tener que entrar en el fondo de concepciones de Galileo (¡a fin de cuentas amigo del papa Urbano VIII, que se podría haber visto también salpicado!) que cuestionaban no sólo la física de Aristóteles (algo inevitable) sino también su metafísica. Esta partía de una perspicaz crítica a las concepciones presocráticas que reducían el conocimiento al mundo sensible, aunque también del pitagorismo y del platonismo. Sin duda, la Iglesia cometió un lamentable error al comprometer la fe católica con la filosofía aristotélica, como si sólo aferrándose a ésta pudiera sostenerse el dogma de la transubstanciación. Pero la revolución científica del siglo XVII tampoco refutó a Aristóteles, sino que más bien lo desdeñó, rehabilitando a los atomistas y pitagóricos, cuyas teorías no eran menos problemáticas, dejando de lado sus aspectos aprovechables, como el corpuscularismo. Pero ¿sabemos realmente hoy qué es la materia, cuando el 70 % del Universo son energía y materia “oscuras” -es decir, de naturaleza desconocida?

Pese a todo esto, en contra de lo que podría parecer, el debate de la existencia de Dios está más vivo que nunca, y quizás donde menos podría esperarse: desde la propia ciencia. Así lo sostienen Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, en un libro de gran éxito editorial en Francia, titulado Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución (Versión española, Ed. Funambulista, 2023). Según estos autores, en contra de lo que el periodismo y la imaginación popular suelen dar por sentado, la ciencia de principios del siglo XX para acá no sólo no ha aportado más razones contra la existencia de Dios, sino exactamente lo contrario. El argumento más impresionante y decisivo es la teoría del Big Bang, según la cual el universo tiene un principio absoluto en el tiempo, lo cual implica una Causa atemporal. Las obras de divulgación científica han familiarizado a lectores profanos como quien escribe con especulaciones que tienden a diluir o poner en duda la idea de que no existe un tiempo pasado infinito. Pero, como señalan Bolloré y Bonnassies, muchos científicos se resisten vivamente ante esa idea, por motivos ideológicos, intuyendo sus implicaciones teológicas. Más aún, uno de los capítulos más interesantes del libro trata sobre la represión que comunistas y nazis ejercieron contra los científicos que negaban que el universo fuera eterno, tanto por razones observacionales como estrictamente matemáticas, desarrolladas a partir de la Teoría de la Relatividad General de Einstein. Sin embargo, desde 2003, año en que fue publicado el teorema de Borde-Guth-Vilenkin, ya no es sostenible ninguna especulación que niegue la existencia de un instante cero del tiempo. Así lo declaró sin ambages uno de los autores, Alexander Vilenkin: “Con la prueba ahora establecida, los cosmólogos no pueden seguir escondiéndose detrás de la posibilidad de un Universo con un pasado eterno. No hay más escapatoria, tienen que encarar los problemas de un comienzo cósmico.”

Ciertamente, existen desde hace siglos argumentos filosóficos para afirmar que no puede existir un pasado eterno, a contar desde el presente. También es cierto que incluso un universo sin principio temporal no es incompatible con la existencia de una causa trascendente del mismo. Pero que la ciencia haya demostrado que el universo tiene un principio es posiblemente lo más cerca que hemos estado nunca de reconocer intelectualmente que existe un Creador, por definición fuera del espacio y del tiempo, y por tanto inmaterial. Pese a que Aristóteles creía que el universo es eterno, sostuvo que había una causa primera, “una sustancia eterna e inmóvil y separada de las cosas sensibles” (Metafísica, 1073a), y por tanto de tipo espiritual y consciente. Pero la no eternidad del cosmos añade un argumento mucho más intuitivo, y prácticamente definitivo, a favor del concepto de causa primera.

La creencia en Dios no es sólo una cuestión de fe, algo irracional, como mucha gente sigue creyendo. Como dicen los autores: “La verdad es incluso exactamente lo contrario: en efecto, la creencia irracional es más bien lo que supone el materialismo”. El cientificismo está muerto, aunque todavía no lo sabe.