Anoche terminé de leer El lado correcto de la historia, de Ben Shapiro. Publicado el año pasado en los EEUU, y recién aparecida la traducción española de la mano de Diego Sánchez de la Cruz (Ed. Deusto), me atrevo a decir que tal vez nos hallamos ante el más importante ensayo político de lo que llevamos del siglo XXI. La tesis fundamental de Shapiro, joven abogado, judío ortodoxo, escritor y conferenciante, es tan sencilla como inobjetable: Occidente es la civilización que más ha hecho por elevar la condición moral y material del ser humano, gracias a dos pilares básicos: el judeocristianismo (con su doctrina de que todos los hombres son criaturas de Dios, iguales en dignidad) y el racionalismo nacido en la Grecia antigua, con su concepción de que el fin esencial del hombre se halla en el conocimiento y el autocontrol de su naturaleza pasional. “Si creemos que la vida es algo más que los placeres materiales o la huida del dolor, entonces somos hijos del pensamiento de Jerusalén y Atenas.” Pero ahora Occidente, o al menos su élite más o menos instruida, se ha empeñado en romper con ambas tradiciones y echarlo todo a perder. Por un lado, desde la Ilustración se ataca sin descanso al cristianismo, promoviendo el mito secularista de un conflicto insalvable entre la fe y la razón, y caricaturizando a la primera como una superstición trasnochada. Por el otro, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, cada vez se ve más asediada la propia razón, a la que se acusa de eurocéntrica y patriarcal, y se la tiende a desplazar por el emocionalismo histérico de las políticas identitarias, que tratan de prohibir cualquier debate que cuestione su victimismo, así como por un hedonismo materialista y carente de propósito. No es casual que después de derrocar la religión se trate de derrocar la racionalidad: “la noción misma de la razón, entendida como la existencia de argumentos lógicos que guían nuestro comportamiento, es ajena al materialismo científico. Si somos solamente un conjunto de neuronas y hormonas, ¿por qué habría que apelar a la razón? ¿Por qué invocar argumentos?” Shapiro sostiene que las dos guerras mundiales y los totalitarismos del siglo pasado fueron consecuencia de habernos apartado de nuestros orígenes. Y que en el momento presente estamos coqueteando de nuevo con el desastre, con una regresión a los viejos demonios del tribalismo, la tiranía y la miseria. El autor desarrolla y argumenta esta tesis, en una apretada síntesis de poco más de trescientas páginas, recorriendo toda la historia del pensamiento, desde la Biblia, Platón y Aristóteles, hasta los ensayistas de moda más recientes, como Pinker o Harari. Es en el detalle donde, pese a inevitables simplificaciones y omisiones debidas a la relativa brevedad del texto, Shapiro consigue mostrar con gran perspicacia la singularidad del puente entre las dos tradiciones, entre el judeocristianismo y el humanismo griego, sin negar las tensiones entre ambas, que por supuesto las ha habido. Cometemos un error fatal cuando explotamos y agudizamos esa tensión interna, en lugar de tratar de salvarla y convertirla en fructífera, como lograron hacer los Padres Fundadores de los EEUU. De hecho, mucho antes, “el nacimiento del cristianismo representó el primer intento serio de fusionar el pensamiento judío con el griego.” Frente a la visión torpemente maniqueísta de la historia como una lucha entre la luz y la oscuridad, en la cual los progresistas contemporáneos se hallarían del lado de la primera, Shapiro, no sin cierta provocación, cuestiona quiénes están realmente en el lado correcto de la historia; que no son precisamente los que hoy hacen más ruido, negándose a dejar hablar a los discrepantes, ni los que detentan el discurso hegemónico en los medios de comunicación.
Mes: diciembre 2020
Suicidio, eutanasia y totalitarismo
La ley de la eutanasia aprobada por el Congreso, con la única oposición del Partido Popular y de Vox, convertirá en doctrina de Estado la idea de que algunas vidas no valen la pena ser vividas. No se dejen conmover por los discursos sobre los terribles sufrimientos físicos de los enfermos terminales: son meras cuñas emocionales para abrir nuestras mentes a no seguir avanzando en los cuidados médicos paliativos, y que optemos por una solución mucho menos costosa para la sociedad: liquidar al sufriente. Por compasión, eso sí. Que algunos defiendan este bárbaro utilitarismo colectivista como una conquista de la libertad individual tendría su lado cómico, si no fuera el asunto tan siniestro. La desacralización de la vida humana se origina en una noción del hombre, forjada en el siglo XVIII, que rompe con el cristianismo, tal como puede verse en un ensayo de David Hume titulado “Sobre el suicidio”. Por supuesto, a menudo queda oscurecida la diferencia entre un supuesto derecho a terminar con mi propia vida y un (más dudoso aún) derecho a exigir que otros me maten o me ayuden a hacerlo. Pero el escrito de Hume muestra implícitamente con qué facilidad se pasa de una defensa de la moralidad del suicidio, inspirada en autores paganos, a la eutanasia promovida por el Estado. El filósofo escocés argumentaba que el suicidio no transgrede las leyes de Dios, porque éstas, que rigen el universo entero, son de carácter general e inmutable, y por tanto, cuando alguien se mata, no hace realmente nada que no estuviera predeterminado. “En un cierto sentido, puede decirse que todo lo que ocurre es acción del Todopoderoso.” Es fácil ver lo que en realidad encierra este herético concepto de Dios: un apenas disimulado panteísmo (por no decir un materialismo maquillado) donde el concepto de voluntad (humana o divina) no tiene cabida, porque todo ocurre con arreglo a “leyes generales e inmutables”. En consecuencia el hombre no puede ser considerado como un privilegiado ser de origen trascendente. Contra quienes sostienen que la vida humana es de tanta importancia que no podemos disponer de ella, Hume sentencia con brutal franqueza que “la vida de un hombre no tiene para el universo más importancia que la de una ostra”. Quizás advirtiendo que con estas premisas deterministas se disuelven los principios morales, basados en el libre albedrío, resuelve la dificultad apelando a los sentimientos de arrepentimiento, censura y desaprobación implantados en la naturaleza humana. Esto le lleva a desarrollar la idea de que el suicidio no sólo no afrenta a Dios (el Universo), sino que tampoco transgrede nuestros deberes hacia los demás. Supongamos -razona- que “a causa de la edad o de las enfermedades” ya no soy útil para la sociedad; “supongamos que me convierto en una carga para ella; supongamos que el hecho de permanecer vivo está impidiendo a otra persona ser mucho más útil a la sociedad. En casos así, mi renuncia a la vida no sólo sería un acto inocente, sino también laudable.” Se reconoce aquí plenamente el carácter totalitario de las leyes de eutanasia promulgadas desde el nazismo hasta hoy. El hecho de que sea uno mismo quien se considere una carga, y por tanto consienta ser ejecutado, creyendo así tomar la mejor decisión para sí mismo, sus familiares y la sociedad en general, sólo añade un mayor grado de perverso refinamiento a la anticristiana doctrina de las vidas útiles e inútiles. O como expresa el lenguaje eufemístico de la actual corrección política: las vidas dignas de ser vividas y su inevitable reverso, las vidas que no valen la pena. El secreto anhelo del totalitarismo siempre ha consistido en que sus propias víctimas asumieran su condición despreciable.
Obstáculos a la fe
Graham Greene se convirtió al catolicismo para poder casarse con una mujer católica. La intención inicial del escritor inglés era meramente adquirir los conocimientos imprescindibles para cumplir con la formalidad sacramental. Pero en esto conoció a un sacerdote, el padre Trollope, que le convenció de la existencia de Dios. Como cuenta Greene en su relato autobiográfico A sort of Life, superado ese obstáculo, “ya nada sería imposible”, es decir, ya no encontraría dificultad en creer los dogmas específicamente católicos sobre el pecado original, la Encarnación y la Resurrección. Quizás sea esta la diferencia entre los que se acercan al catolicismo desde un deísmo más o menos vago y los que hemos llegado o regresado a él desde un franco agnosticismo o ateísmo. Para los segundos, una vez nos convencemos de la existencia de Dios, creer en la divinidad de Cristo se nos antoja pan comido. Nos resulta mucho más fácil que a esos judíos de tiempos de Jesús, fervientes monoteístas, que prefirieron indultar a Barrabás. A veces pienso que quizás ese período de incredulidad sea el inevitable éxodo o travesía del desierto que algunos necesitamos para encontrar o reencontrarnos con Dios. Pero más difícil lo tienen, como digo, los que se hallan cómodamente instalados en un deísmo sin exigencias, todas esas multitudes que creen que “tiene que haber algo”, pero que consideran absurdos la resurrección de Jesús, la virginidad de María o los milagros relatados en los evangelios. ¿Y todo ello por qué? No han llegado (la inmensa mayoría) a esas conclusiones por un estudio crítico de las escrituras en sus lenguas originales, no tienen conocimientos especialmente notables de fisiología ni de física, química ni bioquímica. Creen en la ciencia con una fe apenas distinguible de la fe religiosa del carbonero que tanto desprecian. Por supuesto que numerosos neurólogos sostienen que no existe un espíritu separado de la materia, que el yo desaparece irreversiblemente tras la muerte cerebral. Pero me atrevo a afirmar que estos científicos, en la gran mayoría de casos, pensaban ya así desde la adolescencia, y que sus estudios e investigaciones no han hecho más que dotar a sus prejuicios de vistosos detalles y pormenores técnicos. Porque no creer en la resurrección o en la multiplicación de los panes no requiere de ningún doctorado; está al alcance de la mente más simple, que juzga de todo por su limitada experiencia. Normalmente, la gente no vuelve a la vida después de muerta, ni las barras de pan aumentan por sí solas en la bolsa colgada tras la puerta de la cocina. Claro que podemos imaginar excepciones singularísimas a estas leyes generales, pero ahí está la diferencia entre los creyentes y los no creyentes: los segundos creen que la imaginación es una debilidad, o en todo caso una especie de vacaciones de la mente, mientras que los primeros nos tomamos la imaginación mucho más en serio: ¿Y sí… después de todo? Cabe decir que los grandes científicos, Newton, Einstein, Hawking, eran también personas enormemente imaginativas, que se hicieron preguntas como “¿Y si la caída de los cuerpos y la órbita de la luna respondieran a la misma fuerza?” “¿Y si el espacio y el tiempo no fueran absolutos, sino que dependieran de la velocidad?” Una vez imaginada la posibilidad (la fuerza de la gravedad, la relatividad especial, etc.) el científico adquiere una comprensión más profunda de lo real, con inesperadas y fructíferas interconexiones entre fenómenos aparentemente independientes: exactamente lo que le sucede al creyente, en especial al neocreyente o converso, que de pronto siente como si su visión se aclarase, como si ahora todo encajara de manera mucho más lógica, como si por vez primera pudiera pensar, no dar vueltas interminables en torno a los mismos problemas. De hecho, sin el pecado original es imposible entender la aparente paradoja de un Dios omnipotente y bueno que permite el mal. Y por supuesto, sin el pecado original, la figura de Jesús queda reducida a la de uno de tantos sabios o maestros morales que registra la historia. A los conversos nos queda entonces un último obstáculo: no dejar que nos afecten las homilías de esos sacerdotes septuagenarios que ahora “descubren” que Jesús vino a hablarnos de la felicidad, no del pecado. (Basado en hechos reales, concretamente en la misa del pasado domingo en la catedral de Tarragona.) Luego pronunciarán el “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo” sin aparentemente ser conscientes de la incongruencia de sus anteriores palabras. ¿Para qué necesitamos escépticos religiosos, si tenemos ya a los sacerdotes que descubren hoy (quizás por una pérdida de memoria, debida a la edad) los tópicos irreligiosos que ya eran viejos cuando Graham Greene y el padre Trollope conversaban en la catedral del Nottingham, hace casi un siglo?