Los inventos de la izquierda

La izquierda es maestra en inventar causas artificiales y reivindicaciones impostadas, por no hablar de polémicas trucadas. Ejemplo actual es la pretensión de que se utilicen las lenguas regionales en el Congreso, cuando todos los diputados hablan y entienden perfectamente la lengua común española, sin entrar en la mediocre oratoria de muchos, que es harina de otro costal. Pero oyendo sus justificaciones parece que los contrarios a la onerosa y absurda contratación de intérpretes innecesarios, y sobre todo los contrarios al escarnio de la segunda lengua más hablada en el mundo, son enemigos de las lenguas catalana, vasca y gallega, unos fanáticos jacobinos (aunque los llamarán franquistas, su nivel intelectual no da para más) que quisieran verlas erradicadas.

La inventiva de la izquierda viene de lejos. Hace veinte años, el presidente socialista del gobierno autónomo catalán, Pascual Maragall, se inventó el Estatut. Por supuesto que ya existía uno desde inicios de la Transición, que se había desarrollado hasta el mayor nivel de autogobierno de la historia de Cataluña (sea eso bueno o malo), probablemente desde tiempos de Fernando el Católico. Pero Maragall se inventó, hablando con precisión, el clamor por reformarlo, la insatisfacción general por el texto vigente, cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de catalanes ni nos acordábamos de él, ni nos importaba un pebrot. Como ocurre ahora con las lenguas regionales en el Congreso, también entonces se acusó a quienes ponían objeciones al nuevo estatuto de ser enemigos declarados de Cataluña. De esa frustración de laboratorio por un texto autonómico que apenas había pedido nadie cinco minutos antes, hasta que TV3 convenció a dos millones de espectadores de que no podían vivir sin él, nació el llamado procés, que culminaría en el golpe de Estado separatista.

Recordemos que a esta calamidad contribuyó decisivamente el presidente socialista Rodríguez Zapatero, animando al parlamento catalán a presentar un texto lo más inconstitucional posible, y así poder embarrarlo todo. Zapatero, no en vano, fue maestro de maestros en el arte inventiva. Se inventó nada menos que la Paz, cuando ETA estaba prácticamente derrotada, asfixiada policial, financiera, y sobre todo políticamente, gracias a la prohibición de su brazo político. Llegó Zapatero (el cómo llegó es el capítulo más negro de este siglo) y consiguió, al final de su segunda legislatura, devolver a los terroristas a la vida política. Presentó como su personal logro negociador, y no como incapacidad material de los criminales, que dejaran de matar y extorsionar. Y lo llamó paz, para que los críticos con semejante maniobra de reanimación de la ultraizquierda separatista pudieran ser acusados de nostálgicos de las bombas, de vivir mejor contra ETA que sin ETA.

No contento con la paz, Zapatero se inventó incluso el Amor. Hasta entonces este había sido sobre todo un precepto evangélico, y no casualmente el principal motivo de la literatura occidental. Tristán e Isolda se enamoran al beber ambos de una poción amorosa. No hay aquí elección, sino fatalidad (lo que románticamente sustituye a la convención), pero lo importante es que desde un determinado momento el centro se sitúa no en el yo, sino en el otro. Para la sofistería zapaterista, el amor sería ante todo amar a quien se quiera, como quien elige en el mercado entre los distintos productos de la oferta. La clave se pone ya no en el compromiso ni en la pasión, sino en la libertad de elección, que distingue al amor de pareja de otros tipos de amor, pero no lo explica, no barrunta ni lejanamente el abismo de autonegación y entrega absoluta al que se asoma un Wagner, por no decir el cristianismo, matriz última del Liebestod, como de toda nuestra alta cultura, por muy secularizada o paganizada que se muestre. Pero una vez más, quienes argumentaron, generalmente más con razonamientos antropológicos que religiosos, contra el matrimonio homosexual, fueron acusados de odio, de mentalidad retrógrada y cerrada, de estar en definitiva contra el amor, a pesar de que dos días antes, la inmensa mayoría de homosexuales no había pensado remotamente en casarse entre ellos. Luego sí, retrospectivamente resulta que habían vivido amargados por no poder oficializar sus relaciones de pareja hasta que Zapatero los liberó.

La derecha casi siempre queda desconcertada ante las invenciones de la izquierda. Lo suyo es más la conservación, más el mantenimiento que la innovación. Más la rutina que la aventura. La izquierda sabe extraer petróleo de esta aparente debilidad. Con sus invenciones no pretende sinceramente mejorar la vida de nadie: lo que desea es precisamente descolocar a la derecha, situarla a la defensiva, en posición incómoda, antipática, ridícula, odiosa. Esa es, bien mirado, la mayor invención de la izquierda, la que subyace a todas las demás: la invención de la derecha retrógrada, enemiga del progreso, de la pluralidad, de la paz, del amor. Sin la derecha que ella misma se ha inventado en gran medida, la izquierda no sería absolutamente nada.

Nuevas tiranías

Lo que hoy pasa por progresismo se erige sobre la creencia de que el pasado en su conjunto, salvo excepcionales oasis o breves paréntesis, ha sido una larga noche de ignorancia, injusticia y opresión, de cuyo ominoso retorno tratan de protegernos, incansables, los progresistas. Sin duda la historia registra todas estas cosas hasta la náusea, pero también las contrarias, un legado imperecedero de sabiduría, de civilización, de libertades. Naturalmente, el progresista no niega esto, lo que sería manifiestamente absurdo. Pero con frecuencia, en especial con ciertos períodos de su especial inquina, trata de minusvalorar las excelencias y logros pretéritos. Les sonará el “páramo cultural” del franquismo, pero lo mismo puede decirse de épocas mucho más extensas, como la Edad Media, que la cultura popular, alimentada por los divulgadores más inescrupulosos, percibe prácticamente como una edad oscura ininterrumpida desde la caída del Imperio romano hasta el Renacimiento.

El pensamiento progresista no niega por completo los destellos de cultura y de libertad de otras épocas, sino que por el contrario se los apropia, interpretándolos con patente anacronismo como meros anticipos del presente, como ejemplos de personas “adelantadas a su tiempo”, recurso retórico muy empleado a modo de dudoso elogio de grandes mujeres, como si el mérito de Isabel la católica fuera haber prefigurado las cuotas de género o los puntos violeta. En clara contrapartida, si cualquier bondad del pasado es sólo un adelanto del hoy, los males actuales provienen de los intentos retrógrados por devolvernos al ayer, se explican como burdos retrocesos o recaídas en las iniquidades de períodos anteriores, que deberían estar ya superados, clausurados. La mayor amenaza es, en esencia, que la historia se repita.

La consecuencia del paradigma progresista es que nos desarma ante las tiranías de nuevo cuño, aquellas que saben adoptar las formas de la novedad y contraponerse astutamente con los viejos despotismos. El progresismo nos incapacita casi por completo para detectar y combatir las nuevas injusticias. Al retratar con todo lujo de detalles, sin renunciar a los de carácter apócrifo o manifiestamente falsos, las opresiones pasadas, tanto las mas recientes como las más antiguas, nos distrae eficazmente de las formas más novedosas de dictadura e injusticia. Edmund Burke, estudiando no por casualidad la Revolución francesa, fue de los primeros en advertirnos, hace ya doscientos años, sobre esta estrategia de quienes, “bajo la apariencia de estar aborreciendo los malos principios de los partidos anticuados, están de hecho autorizando y dando pábulo a esos mismos vicios en manifestaciones diferentes, y tal vez incluso peores.” No sólo eso, sino que el espantajo de las injusticias pretéritas, tanto reales como imaginarias, sirve para desacreditar a quienes denuncian o advierten contra las nuevas formas de opresión, con frecuencia mucho más reales que los relatos truculentos de edades oscuras. Así, “proceden argumentando como si todos los que están en desacuerdo con sus nuevos abusos han de ser necesariamente partidarios de los viejos.”1

La violencia e intolerancia de los autodenominados “antifascistas” contra toda manera de pensar distinta de la suya es una palpable demostración de las premonitorias palabras de Burke. Aquí entra todo el discurso mediático abrumadoramente predominante, que rutinariamente clasifica como ultraderecha, fascismo o negacionismo cualquier posición o movimiento político que no esté acorde con los dogmas de la teoría de género, la doctrina multiculturalista y el ecologismo apocalíptico, compendiados en el agendismo globalista.

Para combatir esta estrategia del progresismo izquierdista nada es más necesario que la reflexión sobre las nuevas formas de opresión, desprendiéndonos de plantillas teóricas desfasadas. A dicha reflexión contribuyen de manera mucho más notable de lo que pudiera parecer ficciones distópicas como las de Huxley, Orwell y otros, que nos ayudan a comprender las verdaderas amenazas a las que nos enfrentamos, las cuales no proceden de los fantasmas del pasado, sino de usos perversos de la ciencia y de mucha retórica que pasa por democrática  y racionalista. Estas obras suelen proporcionar también pistas útiles sobre cómo las tiranías presentes y futuras manipulan el conocimiento del pasado no sólo para justificarse, sino para borrar todo referente crítico de libertad, cuando no apropiárselo fraudulentamente.

A modo de conclusión y principio práctico, podemos retener el siguiente: Desconfiemos de quienes nos asustan con fantasmas del pasado. Probablemente son los que más desean subyugarnos.

  1. Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución en Francia, Alainza Ed. 2013, pp. 191 y 215 ↩︎

Los ídolos de hoy

Los ídolos, en la Biblia, son figuras de piedra, madera o metal que reciben adoración como falsos dioses. La idolatría es, sin exagerar, el pecado alrededor del cual gira todo el Antiguo Testamento, en cuyas páginas reaparece una y otra vez como si el hombre no se cansara nunca de recaer en él. En cierto modo puede definirse como la inversión diabólica del versículo del Génesis: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya…” (1:27). En lugar de reconocer en sí el reflejo divino, el hombre hace de los dioses un reflejo espurio de sí mismo y sus productos1.

El mundo moderno se puede caracterizar, como cualquier otra época, por una serie de ídolos que le son propios. Entre ellos tenemos la salud, el sexo, el planeta, la víctima. No agotan desde luego el catálogo, pues podemos añadir el dinero o el progreso, pero en el último medio siglo, al menos, estos se han subordinado a aquellos cuatro. La consolación popular para quien no ha ganado nada en la lotería se expresa en la socorrida frase de “lo importante es tener salud”, ante la cual yo siempre me pregunto cómo consolaremos a quienes no gozan de ella.

Hay toda una industria de la salud, que es en extremo dudoso que sirva para mejorarla, en contra de su interés por mantener activo el negocio. Masas ingentes centran toda su filosofía en el “cuidarse”, lo que muchas veces no pasa de eufemismo para no criar antiestéticas barrigas. A ello se asocia la práctica casi supersticiosa del deporte, a menudo realizada sin criterio médico alguno, con la sudoración copiosa o las dietas estrictas como meros remedos laicos de la penitencia.

Dentro de esa práctica deportiva y saludable no se duda en incluir el sexo, que se pondera sólo por el placer, desvinculado ya casi por completo de su única razón de ser biológica, como si la reproducción industrial del ser humano vaticinada por Aldous Huxley fuera ya la meta reconocida de la historia, y no una pesadilla distópica.

Pero el sexo es un ídolo por mérito propio, desde el momento que hemos legitimado toda variante de placer sexual, y cualquier obstáculo o prejuicio que se interponga frente a la lujuria  y la perversión es rechazado como represión o tabú. Términos del psicoanálisis que en una forma en extremo degradada obnubilan por completo a la cultura contemporánea, incapaz de salir de su círculo. Que la promiscuidad elevada a aspiración universal beneficie realmente a la salud, tanto física como mental, si consideramos desde las enfermedades venéreas hasta las hormonaciones y cirugías de cambio de sexo, pasando por los abortos provocados, es por cierto una de las mayores patrañas de nuestros días que pasan por verdades oficiales.

De algún modo, el culto a la salud se halla también en la genealogía de la religión ecologista, que podría entenderse como una externalización planetaria del cuerpo humano. No en vano se habla en términos análogos de “cuidar” el medio ambiente. Asimismo, salvar el planeta es un tópico que los negocios no han desaprovechado para colocarnos sus productos naturales y sostenibles, ni las grandes corporaciones para drenar dinero público destinado a las energías renovables y la descarbonización. Tampoco faltan aquí las prácticas supersticiosas, como sembrar los campos de placas fotovoltaicas, las cuales bajo la apariencia de favorecer a nuestro planeta, tienen efectos contraproducentes para el paisaje y el reciclaje que cada vez serán más escandalosos.

Pero cualquier crítica como las sugeridas es tachada de negacionista, en una poco sutil asociación con el crimen de lesa humanidad, y no se duda en comparar el cambio climático con el terrorismo y las guerras, por ejemplo mediante la figura del refugiado climático.

Lo que por último nos lleva al cuarto pero quizás más importante ídolo de nuestro tiempo: la víctima.  El inmigrante ahogado en el Mediterráneo, la mujer maltratada, el homosexual vejado, son hoy los protagonistas de todo debate público. Una vez más, quien discuta las causas de esas injusticias, quien pretenda compararlas con otras, o ponerlas en sus justos términos, se convierte en reo del delito de odio, y debe ser aislado en consecuencia. El sentimiento de la compasión se convierte así en un método para cortocircuitar cualquier argumentación racional.

Ni que decirse tiene que ello no contribuye lo más mínimo en ayudar a esas personas, que por el contrario son explotadas por una auténtica industria política y económica del victimismo, la cual obviamente vive de eternizar su fuente de poder y de ingresos, y de inflar su cuantificación con víctimas espurias, en obvio perjuicio de las reales.

Frente a estas formas de idolatría, es imperativo redescubrir y reivindicar la prudencia como la mejor amiga de la salud, la castidad matrimonial o célibe como forma más elevada de vivir la condición sexual del ser humano, el civismo como primera condición para preservar cualquier entorno, urbano o natural, la ecuanimidad y la racionalidad para prevenir y enfrentarse a las injusticias. Menos discursos sentimentales, menos gesticulaciones farisaicas, menos indignaciones hiperventiladas y más sentido común, más mesura, buen juicio y verdadero amor al prójimo, que no debe confundirse bajo ningún concepto con recrearse en una compasión autocomplaciente, con eso que Josep Pla llamaba la «pornografía sentimental», verdadera plaga de nuestro tiempo.

  1. La imagen que ilustra esta entrada es un fotograma de la película El exorcista (1973), que se inicia con un introito en el norte de Iraq, donde el padre Merrin (Max Von Sydow, de espaldas en la imagen) contempla una estatua demoníaca. ↩︎

Ateísmo cojo

Mi amigo el dibujante Miguel Villalba me expuso la otra tarde, mientras tomábamos unas cervezas en la Plaza de la Font de Tarragona, una reflexión nacida de su relectura de varias novelas distópicas célebres (Un mundo feliz, 1984, Fahrenheit 451…) que después ha compartido en redes sociales. Villalba se pregunta por los motivos últimos de esos siniestros dirigentes imaginados por Huxley, Orwell y Bradbury, tan semejantes a los actuales agendistas 2030 del mundo real. Lo que más le chirría es que, pese a partir de concepciones profundamente nihilistas del ser humano (basta leer y escuchar las cosas que profiere el profeta superventas del globalismo transhumanista, Yuval Noah Harari), no opten por promover su aniquilación final, sino que mantengan el mecanismo de una civilización cuyos individuos integrantes carecerían, según ellos, de cualquier dignidad trascendente.

La explicación engañosamente simple apela al ansia de poder sobre esas masas robotizadas, y es aquí donde Villalba detecta la inquietante paradoja. Esa ansia de poder, ese odio a la humanidad como imagen divina, y por tanto a su Creador, sería al fin y al cabo una prueba de que el hombre, de cuya condición participan lo quieran o no tales déspotas totalitarios (“diablos cojuelos”, como los retrata nuestro dibujante1), es algo más que materia, no es un mero mecanismo molecular que se autorreproduce sin sentido. La negación de Dios esconde, o más propiamente revela, una creencia imposible de erradicar en ese mismo Dios, en la exacta medida en que aspira a reemplazarlo.

De un tiempo a esta parte, vengo dándole vueltas a pensamientos que guardan a mi modo de ver un considerable paralelismo. Ya en otras ocasiones, en este mismo blog he expuesto mi idea, no sin cierto ánimo provocador, de que no existen verdaderos ateos, sino personas que sustituyen a Dios por otras entidades, ufanándose al hacerlo de científicas y racionales. Pensamiento nada original, por cierto, pues uno de los principales leitmotive de la Biblia es la condena de la idolatría.

Conviene precisar más la cuestión. Mi idea es que todos somos o bien teístas, o bien panteístas. Los sedicentes ateos pertenecerían en realidad al segundo grupo. Creen negar a Dios cuando en realidad están deificando a la naturaleza. Ello supone, como demostró el filósofo panteísta más consecuente que ha existido, Spinoza, renunciar por completo al concepto metafísico de libertad. Si el Todo es Dios, todo es como tiene que ser, nada podría ser ni haber sido de otro modo. Lo que por el contrario caracteriza al teísmo (cuya formulación con mayor bagaje filosófico se halla sin discusión en el catolicismo) es que Dios es absolutamente libre, hasta el extremo de que podría haber creado otro mundo diferente, o sencillamente no haber creado ninguno.

Por citar las palabras del prominente teólogo y cardenal Gerhard Ludwig Müller:

“Dios produce el mundo en libertad, sin necesidad interior ni coacción exterior. (…) La meta de la creación no consiste en que Dios dé la existencia a los hombres para liberarse de su soledad o para desplegarse desde su vacío a su plenitud. Dios no necesita a los hombres. Los crea para hacerlos partícipes de sus favores. El fundamento de la creación es, pues, el amor de Dios, que se derrama con libérrima voluntad, que no pretende ganar nada sino que quiere compartir su inagotable plenitud.2

Pese a la claridad y belleza de esta doctrina, el panteísmo ha sido y es una tentación siempre renacida del pensamiento occidental, popularizada a menudo en forma de una religiosidad de envoltorio orientalizante y new age. Hay una sutil línea de demarcación entre decir que Dios está en todo (lo cual es de una irreprochable ortodoxia teológica) y que Dios es el Todo. Los autoconsiderados ateos creen haber dejado muy atrás el panteísmo, pero si analizamos sus argumentos fundamentales, comprobaremos que no es en absoluto así. En esencia, no hay más que dos grandes argumentos contra la existencia de Dios, como ya señaló Tomás de Aquino. El primero, que basta la naturaleza para explicarse a sí misma. El segundo, que la existencia del mal se contradice con un Ser omnipotente y bonísimo.

Quien cree que el orden cósmico se explica por sí mismo no niega evidentemente la existencia de tal orden, lo da por sentado con una ingenuidad pasmosa. ¿Por qué debería haber ningún orden? ¿Por qué la naturaleza debería estar sometida a leyes y constantes eternas? Que tales leyes y principios existan se ha interpretado, siempre, hasta hace dos o tres siglos, como un indicio de la existencia de una Inteligencia legisladora primordial, no como lo contrario. Ya lo observó Chesterton: que el sol salga todos los días no es un indicio de un mecanismo ciego, sino por el contrario de una vitalidad desbordante, incansable, como la de los niños que no se cansan nunca del mismo juego repetitivo, dejando exhaustos a los adultos. “Es posible que Dios le diga todas las mañanas al Sol: «Hazlo otra vez»… Tal vez las margaritas se parecen entre sí, no por una necesidad automática, sino porque Dios las hace por separado y no se cansa nunca de hacerlas3.”

La acusación de antropomorfismo que habitualmente se hace aquí al teísmo, realmente debería volverse contra quienes conciben a Dios como una especie de gobernante muy poderoso, pero finito, que no puede ocuparse de cada una de las estrellas del universo, ni de cada una de las flores de la tierra, y que por ello habría construido un mecanismo capaz de funcionar autónomamente. El siguiente paso, naturalmente, es que el mecanismo existe también por sí solo. Lo que hallamos en las Escrituras es una comprensión mucho más audaz del infinito que la del cientifismo, cuando nos dicen que Dios tiene contados hasta el último de nuestros cabellos. (Mateo, 10:30). Lo cual no sólo no es incompatible con la búsqueda científica de causas y efectos, de leyes y principios, sino que gracias a que existe una racionalidad original absoluta tiene sentido dicha búsqueda.

El antropomorfismo es de hecho la definición misma de la idolatría: creer en un Dios a imagen del hombre, o de sus productos, y no al revés como enseña el Génesis (1:26-27) Al invertir esta sentencia bíblica, abismalmente profunda, lo único que se consigue es animalizar, cosificar al ser humano, que deja de ser un reflejo divino y se dedica por el contrario a una impotente proyección de su vacío sobre el resto del universo.

En el segundo argumento contra la existencia de Dios, el problema del mal, aún es más patente si cabe la falacia de petición del principio o razonamiento circular. Pues quien niega a Dios ¿de dónde obtiene la idea de que existen el bien y el mal, lo justo y lo injusto? Si la naturaleza no es más que el desenvolvimiento de leyes ciegas, carente de toda finalidad, los conceptos del bien y del mal se reducen a emociones humanas, a su vez explicables en términos de pura bioquímica. Si la moral no es algo que trasciende lo fáctico, ya no puede ser utilizada como argumento para negar esa misma trascendencia. Es como si yo pretendo hacer jaque mate no mediante una jugada válida, sino declarando que las reglas del ajedrez son convenciones arbitrarias. Tampoco tendrá validez mi jaque mate, en ese caso.

Nada de lo dicho demuestra en sí mismo que el teísta tenga razón. Pero sí arroja luz sobre la arrogancia de quienes creen que la fe religiosa pertenece a un estadio infantil de la humanidad, y dogmatizan en nombre de la “ciencia”, con frecuencia teniendo un conocimiento espantosamente superficial de ella. Nos los encontramos todos los días en artículos y columnas de prensa, en tertulias televisivas, ejerciendo como seudoclérigos de la religión progresista, pero sin ser conscientes, a diferencia de los clérigos cristianos, de que sus doctrinas no son menos dogmáticas que las que tanto desprecian, y sí con frecuencia una mera inversión o parodia diabólica de ellas.

  1. Miguel Villalba, elchicotriste, La logia de los Diablos Cojuelos, 2023 ↩︎
  2. Gerhard Ludwig Müller, Dogmática, Herder, 2018, pp. 163, 182-183 ↩︎
  3. G. K. Chesterton, Ortodoxia, Acantilado, 2013, p.78 ↩︎

Lo que seguirá importando

El batacazo de Vox en las últimas elecciones ha sido innegable, aunque a medida que pase el tiempo, creo que valoraremos más los tres millones de votantes conservados y los 33 diputados en el Congreso, que mantienen al partido presidido por Santiago Abascal como tercera fuerza parlamentaria.

Dicho esto, es ineludible tratar de entender las causas por las que casi 1 de cada 5 personas que votaron a Vox en 2019, el pasado 23 de julio se han decantado por el PP, la abstención o lo que sea. No son pocas las voces que reclaman autocrítica. Aunque nadie discute que la autocrítica es una actitud siempre necesaria, para no cometer errores o al menos no repetirlos, es difícil evitar la sensación de profetismo retrospectivo en dichas voces. Todos somos geniales advirtiendo sobre lo que ya ha ocurrido.

Por supuesto, seguro que Vox comete errores, como todo el mundo. Pero reconocer este hecho trivial, sin ir más allá, no sirve de gran cosa. ¿De qué errores estamos hablando? ¿De mensaje o de comunicación? Si es lo primero, dígase qué aspectos del ideario y del programa de Vox están equivocados. Y si es lo segundo, dígase qué ideas no se han sabido transmitir de forma correcta. En cualquier caso, centrarse ante todo en la necesidad de autocrítica da por sentado, implícitamente, dos cosas. La primera, que la transmisión del mensaje no se ve afectada por la patente parcialidad, por decirlo suavemente, de los medios a favor del PSOE y del PP. La segunda, que por principio el votante no se equivoca, lo que nos llevaría a la conclusión de que las ideas más acertadas, o más bien comunicadas, serían las del Partido Popular, seguidas del PSOE, pues ambos partidos han conseguido muchos más votos que Vox.

Permítaseme ahora ensayar mi propia hipótesis sobre las causas de que seiscientas mil personas, respecto a 2019, hayan dejado de votar a Vox. Por supuesto, muchas de ellas sencillamente habrán cambiado de opinión, pero otras muchas nos hemos visto aún más reforzadas en ella, a lo largo de la última legislatura. Creo que una razón decisiva puede ser la siguiente: cerca de un 20 % de los votos que recibió Vox en 2019 no eran de ciudadanos que compartieran gran parte de su ideario, o que siquiera lo conocieran bien, sino que lo hicieron por un motivo que en aquel momento centraba sus mayores inquietudes, y no es difícil adivinar cuál pudo ser este: los rescoldos del golpe separatista en Cataluña, tan mal gestionado por Mariano Rajoy.

Pasados cuatro años, los separatistas se muestran desunidos, y muchos votantes, más tranquilizados al respecto, han decidido volver al redil bipartidista, o a la abstención, sin duda ayudados en lo primero por la abrumadora propaganda mediática, esa que los guardianes periodísticos gustan de llamar “consenso”.

Los resultados del 23-J, por tanto, habrían sido clarificadores. De alguna manera han mostrado quiénes apoyan a Vox por razones de fondo, y quiénes lo hicieron por razones aparentemente coyunturales. Lo cual no significa que haya que conformarse con los primeros. El trabajo que tienen por delante Abascal y quienes lo seguimos no es sólo convencer a más gente de que el problema separatista en absoluto se ha resuelto1. Lo fundamental es hacer ver que todo está relacionado. La conocida frase atribuida a José Calvo Sotelo, asesinado por los socialistas en 1936, “antes una España roja que rota”, ya postulaba entonces un dilema cuya trágica falsedad el tiempo no ha hecho sino mostrar con mayor claridad. El separatismo territorial es sólo uno de los síntomas de una enfermedad consistente en el olvido de lo que une a una nación. Las ideologías izquierdistas que fomentan los conflictos por género y raza; que promueven el multiculturalismo, cuyos efectos entre nosotros comprobamos cada día, con pocos años de anticipación, en la vecina Francia; la Agenda 2030, que impone recortes de libertades, encarecimientos de productos esenciales y escaseces artificiales, despreciando la soberanía de las naciones: Todos son aspectos de un mismo mal, la negación del pasado y del patrimonio cultural que une a las naciones occidentales.

Lo explica muy bien Jorge Buxadé en su libro Soberanía, que ya he recomendado en otras ocasiones, y del que vale la pena extraer un par de sus párrafos:

“En esta estrategia de confrontación pretenden dividir internamente a las sociedades en opresores y oprimidos, señalando a unos y victimizando a los otros; y utilizando a las supuestas víctimas (ayer, el proletariado; hoy, las mujeres, los homosexuales, las minorías raciales, las minorías lingüísticas) para sus objetivos de demolición definitiva del orden jurídico y político…”

A lo que añade: “El objetivo es que las naciones se dividan y desangren en sus diferencias y luchas internas en vez de fortalecerse en el conocimiento de su pasado, la crítica de su presente y la esperanza de un futuro comunes; en vez de centrar sus esfuerzos en promover el bien común, la prosperidad económica, el efectivo disfrute de esa libertad profunda del hombre…”2

Los separatismos territoriales en España sólo suponen un agravamiento de un síndrome que afecta a todo el mundo occidental, sólo son una variante provinciana de los separatismos identitarios que impulsan los organismos internacionales (la ONU, la UE, el WEF, etc.) y el capitalismo woke de Google o Disney. Si yo me autopercibo como mujer con pene, o como catalán no español, tengo derecho a que los demás me reconozcan mi identidad: es decir, estoy en mi derecho de obligarles (vía coacción estatal) a acatar mi subjetividad, por contraria que sea a la realidad histórica o incluso a la biológica. Adiós a cualquier concepción de pertenencia a una comunidad, por encima de sexo, raza o lengua. Y adiós a dos mil quinientos años de pensamiento racional.

Frente a este suicidio programado de Occidente, sólo hay esperanza de salvación en la medida en que un número creciente de ciudadanos, en España, Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos o Canadá sean verdaderamente conscientes de lo que importa, por recordar el lema de la pasada campaña de Vox.


  1. Los votantes catalanes de Vox, por vivirlo de cerca, lo tienen más claro. De ahí que en Cataluña no hayan disminuido, sino que incluso han crecido, aunque no lo suficiente para aumentar su representación. ↩︎
  2. Jorge Buxadé, Soberanía, Homo Legens, 2021, p. 147. ↩︎

Vox o la Agenda 2030

La oficina del BBVA que hay al lado de mi casa muestra en su escaparate el logo de la Agenda 2030. El mismo que lucen en las solapas Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, como Santiago Abascal le señaló al primero en el debate televisado al que no acudió el segundo. Dijo Sánchez que el presidente de Vox estaba ahí representando al PP, cuando lo cierto es que el representante más genuino de Feijóo era él. Ambos están mucho más próximos ideológicamente que no el vasco y el gallego.

La Agenda 2030, más allá de la literalidad de su vacua retórica, simboliza la ideología y el hecho institucional globalprogresista. Hablamos de unas élites políticas y económicas que desde sus salones en Nueva York, Bruselas, Ginebra o Davos han decidido que las clases medias occidentales (no las asiáticas) deben ser castigadas para evitar un apocalipsis climático anunciado sin descanso. Estas clases medias tienen que pagar los costes de una delirante transición energética; deben cambiar su dieta por otra basada en carne de laboratorio, vegetales e insectos; deben abandonar sus cultivos y sus explotaciones ganaderas; deben olvidar los asequibles vehículos de combustión y repostado rápido; deben confinarse en radios de quince kilómetros… Eso sí, en compensación por estos sacrificios se les garantiza libertad absoluta para abortar, cambiarse de sexo y recibir la eutanasia. Un plan realmente ilusionante.

Al estar los bancos y las grandes corporaciones, en especial las tecnológicas, en el ajo, los que tiran al monte rojipardo tienen fácil achacar este proyecto totalitario a algo que llaman “neoliberalismo”. Este término tiene la virtud de identificar infaliblemente a quienes lo usan: antes del muro de Berlín, revelaba a los defensores más o menos declarados de la URSS. Después, al club de fans de Putin. Significativamente, no le he escuchado lo de neoliberalismo a Abascal ni a nadie con peso en Vox. Jorge Buxadé, que para los analistas más superficiales pasa por abanderar una supuesta ala antiliberal de Vox, no emplea esa palabra ni una sola vez en las 350 páginas de su imprescindible libro Soberanía (Homo Legens, 2021), el manual más completo hasta ahora de las concepciones teóricas en las que se fundamenta el ideario del partido.

Abascal, contrariamente a este rojipardismo que hace tanto ruido en redes sociales, pero poco más allá, no se cansa de denunciar al socialismo y al comunismo, que en el gobierno de Sánchez manifiestan su idilio en todo su esplendor. En el debate aludido caracterizó al comunismo, en la cara de Yolanda Díaz, como la ideología más criminal conocida, junto al nazismo. Un hito mediático en una España donde el recuerdo de las atrocidades de los rojos en la Guerra Civil va desapareciendo por razones biológicas, mientras que la historia negra del marxismo sigue sin aparecer en los planes educativos.

Si necesitara algún recordatorio de a quién voy a votar, aparte de los carteles electorales de Vox, me bastaría el rosco multicolor del que tanto se enorgullece el banco que tengo al lado de casa. Que se lo metan donde les quepa.

Toma diversidad

Emmanuel Macron dijo en 2017, poco antes de ser elegido presidente de Francia: “No hay una cultura francesa, hay una cultura en Francia y es diversa.” Esta frase insuperablemente frívola resume a la perfección el error de fondo que ha llevado a Francia al caos. La doctrina de la diversidad no consiste en sostener algo tan trivial como que hay diversas culturas o modos de vida, sino que ninguna es mejor que otra, ninguna es propiamente francesa (o española, o italiana, etc.), ninguna es normativa. La diversidad, así entendida, es lo opuesto a la unidad, al bien común. Y por tanto a cualquier igualdad y libertad reales. Si sólo existen identidades (de género o étnicas) no hay una patria común, más allá del mero sentido administrativo, ni por tanto una república con una legitimidad por encima de la ley islámica o de la pura anomia bárbara que está asolando nuestro país vecino.

Si niegas que exista una cultura francesa, no debería sorprenderte que quienes no se sienten franceses te tomen la palabra y nieguen a Francia, en el sentido más materialmente destructivo. No se trata, obviamente, de que los incendiarios y saqueadores tengan presentes las palabras de Macron, sino que todo el sistema educativo y el establishment mediático les vienen diciendo en esencia lo mismo desde hace décadas. Que Descartes y Pascal eran a fin de cuentas unos racistas, machistas y homófobos, y que por tanto no hay nada que aprender de ellos. La diversidad, al negar cualquier canon y jerarquía de valores, al renegar de una tradición cultural, de un patrimonio compartido, nos devuelve a un estado de primitivismo donde sólo impera el que más grita, el que se golpea el pecho con más fuerza. “Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután”, escribió Ortega.

Quienes destruyen todo a su paso no protestan por el racismo o la marginación. Ese es el hipócrita pretexto que utilizan contra la sociedad que se lo ha regalado, o más exactamente los maestros, periodistas y políticos que para sentirse moralmente superiores e inmunes a la crítica se han entregado al peligroso juego de desautorizar y descreditar a la entera cultura occidental. Los que sostienen que Francia (o España) es racista o machista, para situarse fuera de toda sospecha, estos acusadores virtuosos, estos puritanos progresistas, llevan años emponzoñándolo todo, haciendo un daño incalculable. Son los mismos que temen más los votos de la “ultraderecha” que los incendios y saqueos, mientras no les afecten a ellos. Pues ahora van a saber lo que es la “ultraderecha” realmente existente hoy, la que señaló Oriana Fallaci en sus últimos escritos; que en Europa no es otra que el islamismo -y en Estados Unidos el racismo antiblanco.

La diversidad es una máscara de la destrucción de la razón universalista, de la fragmentación del espacio cívico en identidades organizadas, que compiten por obtener privilegios utilizando (y siendo utilizadas por) el poder coactivo del Estado. Acabemos de una vez por todas con esta farsa, antes de que quienes se amparan en ella acaben con nosotros.

La banalidad de la mentira

El grado superior de la mentira es aquel en el que mentir se convierte en una segunda naturaleza, algo que se realiza de forma mecánica, rutinaria, sin apenas esfuerzo de elaboración para que la mentira resulte mínimamente creíble. Esto sucede cuando se dirige a un público que también tiende a creer en esa mentira, y por tanto tiene la guardia baja, en cuanto a sentido crítico se refiere.

Un ejemplo casi perfecto nos lo ofrece un editorial del Diari de Tarragona titulado “El cambio climático mata”. El punto de partida es un informe del INE sobre la mortalidad de 2022. Según la nota de prensa del instituto estadístico, de mayo a agosto de 2022 se registraron 157.580 defunciones, 26.849 más que en el mismo periodo anterior a la pandemia (2019). Sigue el instituto indicando que de “las causas de muerte relacionadas directamente con el calor” (no indica cuántas son), 122 fueron por golpe de calor (frente a 47 en 2019) y 233 por deshidratación (109 en 2019).

No me cabe duda que esta referencia a las muertes por golpe de calor y por deshidratación (cifras insignificantes comparadas con las de muertes por enfermedades respiratorias y tumores) obedece a una clara intención alarmista de la que ya no se libra ningún organismo público en el mundo desarrollado. Aunque el INE evita caer en una franca manipulación, sí se presta a que otros (es decir, la prensa) hagan el trabajo sucio. Y aquí el Diari acude entre los más entusiastas. El primer párrafo del editorial es de antología:

“La Estadística Defunciones por Causa de Muerte publicada ayer por el INE pone cifras a lo que diversas fuentes ya llevaban tiempo anunciando: el calor mata. De hecho, en el verano del año pasado España registró una sobremortalidad de más de 20.000 muertes.”

El redactado da a entender (“de hecho”) que estas veinte mil muertes son debidas al cambio climático, sin recatarse lo más mínimo. Si una causa les parece virtuosa (¿qué puede serlo más que salvar el planeta?), cualquier vulgar manipulación, por tosca que sea, les parece asumible en términos morales.

El resto del artículo sigue la plantilla acostumbrada. Al consabido tirón de orejas contra los que siguen dudando de la teoría del cambio climático antropogénico (“por si aún quedaba alguien que pudiera albergar alguna duda”), sigue la enumeración de supuestas catástrofes que se atribuyen al clima y por último animar a los políticos a que sigan interfiriendo en nuestras vidas: “avanzar hacia un modelo productivo y de vida más sostenible”, lo llaman.

Claro que lo peor no es que se siga alimentando el alarmismo sino que no se investigue la verdadera causa de esa sobremortalidad, que algunos creen relacionada con una crisis del sistema sanitario y otros con efectos secundarios de las vacunas contra el covid. Sea lo que sea, si algo es evidente no es que el cambio climático esté provocado por el hombre, sino que se está utilizando para tapar todo lo que ciertos poderes e intereses no quieren que se investigue o se sepa, y que tal vez permitiría salvar muchas vidas. Pero no caeré al mismo nivel del Diari de Tarragona, yo no diré que el periodismo mata.

Una película de miedo

El escritor Rafael Narbona Monteagudo ha publicado en Twitter un mensaje de un centenar de palabras que el lector puede leer en la captura de pantalla que inserto. Por su carácter representativo, y por ser de un autor conocido, vale la pena replicar por enésima vez tan sonrojantes tópicos.

Se pregunta Narbona: “¿Por qué triunfa la ultraderecha entre los que deberían temerla?” El texto se acompaña con la foto de una mujer en una manifestación, con la cara semioculta por un pañuelo negro, que sostiene una bandera de España con escudo franquista. Detrás de ella, el único otro rostro que aparece en la fotografía es de un señor con gafas oscuras, de esas que típicamente se asocian a militantes ultraderechistas.

Es obvio, a una semana de las pasadas elecciones, que Narbona se refiere por ultraderecha a Vox, partido que ha doblado sus votos locales. Sin embargo, opta por ilustrarlo con una foto de una manifestación de otro partido, que no sé identificar, aunque no tiene mayor importancia. En España la ultraderecha propiamente dicha, es decir, los partidos que van desde la ideología falangista hasta posiciones inequívocamente neonazis, jamás ha obtenido representación parlamentaria después de Blas Piñar, que fue diputado entre 1979 y 1982. Englobar a Vox (un partido defensor del parlamentarismo, contrario al dirigismo económico y frecuentemente acusado de “sionista” por los filonazis) es partir de una premisa sin fundamento que imposibilita comprender nada, como ya he tratado de mostrar en mi entrada anterior. La primera prueba se halla en la perplejidad que expresa la pregunta. ¿No será que no la temen “quienes más deberían” porque en realidad no es ultraderecha?

La respuesta de Narbona en esencia se resume en la sobada explicación del “voto del miedo”, que desarrolla con una serie de ejemplos. Dice en primer lugar que “los hombres se siente[n] amenazados por la emancipación de la mujer.” Sinceramente, no puedo entender que un intelectual pueda creerse semejante simpleza. ¿Cuántas décadas llevan ya las mujeres plenamente emancipadas, tanto en el plano legal como en las costumbres? ¿Cuánto tiempo hace que las mujeres acceden masivamente a los estudios superiores, que ocupan masivamente plazas de jueces, de policías, de médicos, de profesoras, y otros puestos de mayor o menor autoridad? ¿Cómo puede realmente nadie creer que haya un número significativo de españoles que se inquieten por eso? Y por cierto, ¿sólo votan hombres a Vox? ¿Sólo se presentan hombres en sus listas? Esto es ridículo, aunque no inocente. Estamos ante el mismo discurso de quienes tratan de proscribir cualquier debate sobre la teoría de género, uno de los mayores fraudes intelectuales de la historia, después del marxismo y del psicoanálisis, por el procedimiento de caricaturizar a los discrepantes como machistas con aliento a brandy nacional.

Sigue Narbona con su explicación del voto de lo que él llama ultraderecha, generalizando su reparto de culpas de un modo pasmoso, aunque vamos a dejarlo pasar como descuido estilístico: tras “los hombres”, vienen “los trabajadores”, “los heterosexuales”, “el mundo rural” y por último “las escuelas”. Todos al parecer tienen la culpa de que Vox haya crecido espectacularmente en votos. Así, los trabajadores “piensan que los inmigrantes constituyen una competencia desleal”. Que la llegada de inmigrantes de países más pobres tira de los salarios hacia abajo es algo difícilmente cuestionable, desde el puro análisis económico. La respuesta típica de que aquéllos optan por empleos que rechazan los nativos sólo es otra forma de decir que éstos los perciben como mal pagados. Que haya quienes los acepten, por ser superiores a los sueldos de sus países de origen, no ayuda a que los empresarios españoles se decidan a subirlos, claro está. Pese a ello, dudo que radique ahí la principal preocupación de la gente, sino más bien en la inseguridad. También nuestros exquisitos moralistas progres descartan que haya relación estadística entre ésta y la inmigración, pero negar la realidad no nos hace mejores personas. Afirmar que la mayoría de inmigrantes son personas decentes es una obviedad que no contradice el hecho de que también están sobrerrepresentados entre quienes cometen delitos, por no hablar del yihadismo. Junto con la inseguridad, lo que también indigna a muchos españoles es el volumen de ayudas públicas que perciben muchos extranjeros sin haber cotizado en nuestro país. También aquí los exquisitos tachan esta crítica como un bulo que sólo pretende sembrar rencor, pero la realidad es la que es, y la gente de los barrios humildes que convive estrechamente con personas originarias del norte de África conoce mucho mejor el tema de la asistencia social y sus beneficiarios, por experiencia cotidiana y a menudo directa, que los tertulianos moralistas, residentes por lo común en distritos donde el principal multiculturalismo que les es dado experimentar son los restaurantes japoneses y thailandeses, y donde casi nadie vive de ayudas, fuera de los jubilados. ¿Tiro de caricatura yo también? Pues estamos empatados, señor Narbona.

Le toca el turno a “los heterosexuales”, que “no soportan la idea de que su forma de amar no represente la única alternativa legítima”. El truco es aquí del mismo carácter zafio que el utilizado aludiendo al machismo. Se trata de hacer ver la crítica al movimiento LGTB, cuyos postulados, en especial sobre el transexualismo, pueden ser criticados como los de cualquier otra ideología o religión (¿o la libertad de pensamiento debe suspenderse aquí?), como una intolerancia fanática hacia las personas homosexuales. Reivindicar la familia tradicional frente a orgullosas bacanales en un contexto de invierno demográfico (la verdadera emergencia de nuestro tiempo, a diferencia del cambio climático, que siempre ha existido) es una mera cuestión de sentido común, que solo quienes viven profesionalmente de la política identitaria pueden interpretar como un ataque contra la afectividad de las minorías sexuales.

Sigue a continuación Narbona con una imprudente puya contra el “mundo rural”, al que acusa de reaccionar contra el animalismo, que el autor viene a definir, sin nombrarlo, como “una actitud más ética con otras especies”. Hablar de ética en relación con los animales supone ni más ni menos que subordinar derechos de las personas a supuestos derechos de otros seres vivos. O dicho más claramente, supone cargarse de raíz la misma idea de los derechos humanos. Y estos son los que claman “¡que viene el fascismo!”.

Por último, cuesta abajo y sin frenos, Narbona, en cuyo currículum consta haber sido profesor, vuelve a generalizar esta vez contra “las escuelas”, acusándolas de algo tan indeterminado como de defender el “individualismo”. Sea lo que sea lo que signifique esta palabra, que lo mismo la puede utilizar un tradicionalista que un marxista, la ceguera del escritor alcanza aquí niveles proverbiales. Todo indica que si algo están transmitiendo nuestras escuelas es precisamente un mensaje muy similar al suyo, por no decir idéntico. Por resumirlo con su propia conclusión final: “La democracia se desmorona sin una ciudadanía ilustrada.”

La verdad está más cerca de todo lo contrario. Es la Ilustración dieciochesca la que llevó al concepto de razón a una crisis sin precedentes en la historia del pensamiento. Fue el ilustrado David Hume quien dijo que “la razón es la esclava de las pasiones”. Fue el ilustrado Kant quien, tratando de neutralizar las consecuencias del pensamiento de Hume para la religión y la moral, impuso a la razón unos límites que han tenido el efecto contrario al deseado, poniendo las bases del relativismo y el subjetivismo contemporáneos, como tan bien documenta Iñaki Domínguez (que no es precisamente un conservador) en su fascinante ensayo Homo Relativus.

Que hoy la política, y en especial el discurso progresista dominante, se basa en las emociones, en lugar de los argumentos racionales, se evidencia en gran medida en los sedicentes herederos de esa Ilustración que creyó oponer la razón al cristianismo, y con ello sólo consiguió destruir el fundamento del propio racionalismo, que no es otro que la idea de un orden de inteligibilidad primigenia, tal como lo sostienen, por encima de sus grandes diferencias, el pensamiento clásico de Platón, de Aristóteles y la doctrina judeocristiana del logos creador. Narbona, pese a su formación teológica, y aunque se siga considerando cristiano, pertenece a esa categoría de cristianos acomplejados frente a la falsa sabiduría mundana, empeñados en el error de dar por buenas ideologías cuya vocación última es convertirse en sucedáneos del cristianismo. Por eso la amenaza de la “ultraderecha” les preocupa “siempre”, como asegura Bergoglio en un reportaje divulgado recientemente. Deberían leer las Escrituras, así como tratar de comprender la realidad, desprendiéndose de esos marcos interpretativos con los que se les antoja estar poniendo al día el Evangelio, cuando no hacen más que oscurecer y deformar sus verdades eternas, ajenas a las modas. Pero tienen más miedo (ese sentimiento “peligroso y regresivo”) al mundo, al qué dirán, que a Dios.

Crónicas ultraderechianas

Son muchos los análisis periodísticos que han tratado de comprender los buenos resultados electorales de Vox, el cual ha duplicado el 28 de mayo los votos recibidos en las municipales de 2019. No todos caen en la mera descalificación acostumbrada. Pero el prejuicio establecido de que Vox es ultraderechista no les permite ir mucho más allá de los consabidos tópicos.

Que nadie se engañe. El término ultraderecha no es inocentemente descriptivo, como si sólo se quisiera situar ideológicamente a Vox a la derecha del Partido Popular. Rara vez, si alguna, se tilda de ultraizquierdista a Podemos u otros partidos a la izquierda del PSOE. Pero todo el mundo sabe que ultraderecha funciona como sinónimo de fascismo, aunque sea harto discutible que esta ideología nacida hace un siglo encaje dentro del espectro político convencional. Las doctrinas de Mussolini y de Hitler son conceptualmente una hibridación monstruosa entre izquierda y derecha, muy diferente de una mera radicalización de la última. Pese a ello, la sinonimia mentada es un hecho lingüístico de difícil reversión, del que son perfectamente conscientes quienes se sirven de él.

En otra ocasión ya comenté en este blog un cuento de Ray Bradbury, incluido en su memorable clásico Crónicas marcianas, titulado “Los hombres de la Tierra”, donde unos astronautas llegados a Marte son tomados por locos por los marcianos. El psicólogo marciano que se ocupa del caso, pese a las convincentes pruebas que los terrestres le ofrecen de su relato, termina creyendo trágicamente que él mismo ha sido contagiado por esa locura alucinógena, completamente incapaz de poner en duda su diagnóstico inicial. Nuestro periodismo, antes que cuestionar el diagnóstico de “ultraderecha”, como máximo está dispuesto a admitir que no todos los ultraderechistas son pobres o ignorantes.

Un buen ejemplo de ello lo proporciona el artículo del Diari de TarragonaLa ultraderecha se dispara en los barrios más ricos de Tarragona”, firmado por Raúl Cosano, quien recaba las opiniones de varios politólogos. Empieza el autor constatando que los resultados de la formación de Santiago Abascal se han triplicado en los barrios más pobres de Tarragona, para reconocer acto seguido que también se ha producido un incremento de votos espectacular en las zonas de renta alta de la capital de provincia. Uno de los profesores entrevistados incluso observa esta aparente incongruencia en relación con los niveles educativos: “Vox cala con discursos simplistas, que pueden penetrar muy bien en personas menos formadas, pero también penetra en aquellas con un nivel educativo elevadísimo.”

Algunas explicaciones de tales disparidades no son desdeñables. Es verosímil que la alarma que generan la okupación y la seguridad esté creciendo en las clases más pudientes, por ejemplo. Pero el discurso dominante trata ante todo de apuntalar o matizar su tesis previa básica, según la cual Vox es una patología política, se llame ultraderecha, populismo o como se quiera. Que los datos, y en especial unos perfiles de votantes tan distintos, clamen al cielo otra cosa, ni se contempla.

Tampoco faltan las especulaciones completamente gratuitas, que directamente parten del prejuicio sin el menor intento de sustentarse en ninguna observación comprobable. El profesor de Ciencia Política de la UOC, Ernesto Pascual, se despacha a gusto con la siguiente ocurrencia: “Hay gente que vive muy bien y quiere votar por una política conservadora. Es posfranquismo. Son tradicionales en el rol de la mujer, en las costumbres, en lo social.” Dejando de lado la falta de justificación empírica, son varias las inconsistencias que se acumulan en tan pocas palabras. Seguir recurriendo al comodín de Franco casi medio siglo después de la muerte del dictador, revela una preocupante esclerosis intelectual. No menos alarmante es la incongruencia lógica: si cierta gente vive tan bien, ¿por qué votaría a un partido que cuestiona en gran medida el sistema actual? Hablar de los privilegiados de hoy como si fueran una clase homogénea y generacionalmente heredera de los privilegiados de hace medio siglo o más puede servir para un mitin, pero no es lo que uno espera de un estudioso. Por no hablar de la insistencia en atribuir a Vox una postura regresiva respecto a la igualdad entre sexos, cuando no solo no hay ni rastro de ello en los discursos de este partido (dirigidos contra la ideología de género, no contra la igualdad consagrada por la constitución y las costumbres) sino que es realmente el único que muestra preocupación por la única regresión verdadera que amenaza a esta igualdad: la derivada de la creciente islamización de cada vez más barriadas españolas.

Los votantes de un partido no tienen todos los mismos motivos. Vox no es en esto una excepción. Pero puede que entre los votantes de Vox más pudientes y los de rentas más bajas haya al menos un elemento en común. Sospecho que ambos son poco receptivos a la ideología predominante de los medios de comunicación. Los más pobres, porque experimentan en sus propias carnes el hiriente contraste entre el buenismo multiculturalista, que tanto gusta hablar de “enriquecimiento”, y la realidad de sus barrios degradados. Los más acomodados, porque ya hace tiempo que han desconectado de las impotables televisiones en abierto, tanto la pública como un duopolio dopado hasta las trancas con publicidad institucional.

Me temo que si mañana los marcianos aterrizaran en este planeta y se pusieran a debatir con nosotros sobre política o sobre climatología, la consternada conclusión de los periodistas sería casi unánime: la ultraderecha ha llegado también a Marte.