La izquierda es maestra en inventar causas artificiales y reivindicaciones impostadas, por no hablar de polémicas trucadas. Ejemplo actual es la pretensión de que se utilicen las lenguas regionales en el Congreso, cuando todos los diputados hablan y entienden perfectamente la lengua común española, sin entrar en la mediocre oratoria de muchos, que es harina de otro costal. Pero oyendo sus justificaciones parece que los contrarios a la onerosa y absurda contratación de intérpretes innecesarios, y sobre todo los contrarios al escarnio de la segunda lengua más hablada en el mundo, son enemigos de las lenguas catalana, vasca y gallega, unos fanáticos jacobinos (aunque los llamarán franquistas, su nivel intelectual no da para más) que quisieran verlas erradicadas.
La inventiva de la izquierda viene de lejos. Hace veinte años, el presidente socialista del gobierno autónomo catalán, Pascual Maragall, se inventó el Estatut. Por supuesto que ya existía uno desde inicios de la Transición, que se había desarrollado hasta el mayor nivel de autogobierno de la historia de Cataluña (sea eso bueno o malo), probablemente desde tiempos de Fernando el Católico. Pero Maragall se inventó, hablando con precisión, el clamor por reformarlo, la insatisfacción general por el texto vigente, cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de catalanes ni nos acordábamos de él, ni nos importaba un pebrot. Como ocurre ahora con las lenguas regionales en el Congreso, también entonces se acusó a quienes ponían objeciones al nuevo estatuto de ser enemigos declarados de Cataluña. De esa frustración de laboratorio por un texto autonómico que apenas había pedido nadie cinco minutos antes, hasta que TV3 convenció a dos millones de espectadores de que no podían vivir sin él, nació el llamado procés, que culminaría en el golpe de Estado separatista.
Recordemos que a esta calamidad contribuyó decisivamente el presidente socialista Rodríguez Zapatero, animando al parlamento catalán a presentar un texto lo más inconstitucional posible, y así poder embarrarlo todo. Zapatero, no en vano, fue maestro de maestros en el arte inventiva. Se inventó nada menos que la Paz, cuando ETA estaba prácticamente derrotada, asfixiada policial, financiera, y sobre todo políticamente, gracias a la prohibición de su brazo político. Llegó Zapatero (el cómo llegó es el capítulo más negro de este siglo) y consiguió, al final de su segunda legislatura, devolver a los terroristas a la vida política. Presentó como su personal logro negociador, y no como incapacidad material de los criminales, que dejaran de matar y extorsionar. Y lo llamó paz, para que los críticos con semejante maniobra de reanimación de la ultraizquierda separatista pudieran ser acusados de nostálgicos de las bombas, de vivir mejor contra ETA que sin ETA.
No contento con la paz, Zapatero se inventó incluso el Amor. Hasta entonces este había sido sobre todo un precepto evangélico, y no casualmente el principal motivo de la literatura occidental. Tristán e Isolda se enamoran al beber ambos de una poción amorosa. No hay aquí elección, sino fatalidad (lo que románticamente sustituye a la convención), pero lo importante es que desde un determinado momento el centro se sitúa no en el yo, sino en el otro. Para la sofistería zapaterista, el amor sería ante todo amar a quien se quiera, como quien elige en el mercado entre los distintos productos de la oferta. La clave se pone ya no en el compromiso ni en la pasión, sino en la libertad de elección, que distingue al amor de pareja de otros tipos de amor, pero no lo explica, no barrunta ni lejanamente el abismo de autonegación y entrega absoluta al que se asoma un Wagner, por no decir el cristianismo, matriz última del Liebestod, como de toda nuestra alta cultura, por muy secularizada o paganizada que se muestre. Pero una vez más, quienes argumentaron, generalmente más con razonamientos antropológicos que religiosos, contra el matrimonio homosexual, fueron acusados de odio, de mentalidad retrógrada y cerrada, de estar en definitiva contra el amor, a pesar de que dos días antes, la inmensa mayoría de homosexuales no había pensado remotamente en casarse entre ellos. Luego sí, retrospectivamente resulta que habían vivido amargados por no poder oficializar sus relaciones de pareja hasta que Zapatero los liberó.
La derecha casi siempre queda desconcertada ante las invenciones de la izquierda. Lo suyo es más la conservación, más el mantenimiento que la innovación. Más la rutina que la aventura. La izquierda sabe extraer petróleo de esta aparente debilidad. Con sus invenciones no pretende sinceramente mejorar la vida de nadie: lo que desea es precisamente descolocar a la derecha, situarla a la defensiva, en posición incómoda, antipática, ridícula, odiosa. Esa es, bien mirado, la mayor invención de la izquierda, la que subyace a todas las demás: la invención de la derecha retrógrada, enemiga del progreso, de la pluralidad, de la paz, del amor. Sin la derecha que ella misma se ha inventado en gran medida, la izquierda no sería absolutamente nada.