Peor que el miedo es la ceguera

Europa occidental sufre una oleada de terrorismo islamista desde hace algo más de dos años y medio. Son más de trescientas las personas asesinadas desde la matanza de París, en enero de 2015, contra la revista Charlie Hebdo. Los países más golpeados: Francia, seguida a considerable distancia de Bélgica, Reino Unido, Alemania… y ahora España. Hay serios indicios de que el atentado que planeaban los yihadistas en Barcelona podía haber sido indeciblemente peor. Igualmente, el atentado semifrustrado en la localidad tarraconense de Cambrils habría causado muchos más muertos y heridos, si no hubiera sido por la inmediata y contundente intervención de la policía, que abatió a cinco terroristas.

Quien escribe vive en Tarragona, a veinte kilómetros de Cambrils. Gracias a Dios, nadie de mi entorno se vio afectado, aunque por poco. Una sobrina mía se hallaba en un bar, en la misma zona del tiroteo, cuando sucedió todo, y entró la policía ordenando a los presentes que abandonaran el local a toda prisa. Un amigo acababa de pasar por allí media hora antes. Mi mujer, mis hijos y yo podíamos perfectamente haber estado paseando por las inmediaciones, a esa hora, después de haber cenado en alguno de los numerosos restaurantes de ese encantador pueblo turístico, como hemos hecho muchas veces. En suma, he visto el terror más cerca que nunca.

La reacción cívica al atentado se ha expresado con el lema “no tengo miedo”. Es una forma de decirles a los terroristas que no han conseguido su objetivo, el cual sería, como la misma palabra que los define indica, aterrorizarnos. Sin embargo, sentir miedo es algo natural y, dentro de ciertos límites, perfectamente racional. El miedo es un mecanismo de defensa, en el sentido de que nos conduce a tomar precauciones adecuadas y a no correr riesgos innecesarios. Es bueno que intentemos recuperar la normalidad, pero sin caer en la inconsciencia o el autengaño, como si aquí, en Cataluña, en España, en Europa y en el mundo no pasara nada. Está pasando y es muy grave. Nos han declarado hace tiempo la guerra.

Sobre todo, recelo del “no tinc por” porque se queda en el aspecto más superficial de las motivaciones de los yihadistas. Evidentemente que quieren causar terror, y además lo consiguen, digamos lo que digamos, al menos durante unas horas. Pero para ellos el miedo sólo es un medio, valga el juego de palabras. Uno de sus medios. Su objetivo último es imponer el islam en Europa, como repiten incansablemente a quien quiera escucharles. No pretenden alterar nuestras rutinas diarias sólo por fastidiar; no es verdad que si modificamos en algo nuestra vida cotidiana, ellos habrán conseguido lo que buscan. Son por supuesto mucho más ambiciosos que eso. Por el contrario, la idea de que si continuamos haciendo y diciendo lo mismo de siempre como si nada hubiera sucedido, ya hemos vencido, puede ser una de las más estúpidas desde que Chamberlain y Daladier regresaron de Munich anunciando poco menos que la paz perpetua.

Para empezar, una de las cosas que deberíamos dejar de hacer, es repetir todos esos mantras y eslóganes hipnóticos de que el islam es amor, de que los yihadistas no tienen nada que ver con el “auténtico” islam, que la gran mayoría de musulmanes están en contra de la violencia sólo por el hecho de que no son cómplices directos de los actos terroristas, que el problema no es el islam sino la islamofobia… Pues lamentablemente, esto no es cierto.

La islamofobia hoy por hoy no es un problema ni lejanamente comparable al balance de miles de asesinatos del islamismo en todo el mundo. En Tarragona alguien arrojó pintura roja al consulado de Marruecos. Y en Montblanc, un pueblo del interior de la provincia con una bien conservada muralla medieval, han aparecido pintadas amenazantes en la persiana de una mezquita. Sin duda, se trata de gamberradas propias de gente de escasas luces, pero equipararlas al asesinato de catorce personas resulta un despropósito.

Los medios se esfuerzan en hacernos creer que los musulmanes moderados, que condenan la violencia, son la gran mayoría. Pero lo cierto es que las pocas veces que los vemos manifestarse, en escaso número, sus eslóganes se centran más en exculparse, en proclamar que el islam no es terrorismo, que en rechazar el yihadismo con rotundidad y claridad, y dejando para ocasión más oportuna protestas victimistas.

Hay que decir las cosas como son. El islam sí es el problema. La mayoría de musulmanes podrán no compartir los métodos terroristas, aunque sólo sea porque los consideren contraproducentes, pero la mayoría simpatiza con sus objetivos, a tenor de las encuestas. La mayoría está a favor de implantar la ley islámica incluso en aquellos territorios en que su religión es minoritaria. Por lo demás, como señala la periodista Brigitte Gabriel, que casi todos los musulmanes sean pacíficos es tan irrelevante como que también lo fueran los alemanes en la época nazi, o los rusos y los chinos bajo el comunismo. El carácter pasivo de las masas no hace mejor al totalitarismo, y probablemente sea una condición de su fuerza.

Los millones de musulmanes que residen en Europa occidental suponen un problema de seguridad difícil de exagerar, porque son el caldo de cultivo del terrorismo, y además un entorno en el que este se camufla con facilidad.

Pero la población musulmana es sobre todo un problema político, porque constituye el sujeto que los terroristas pretenden redimir. Es el motivo principal por el cual actúan, el que desde su punto de vista justifica su existencia. Donde no hay musulmanes no sólo es materialmente difícil exportar hoy la guerra santa, sino que carece de sentido. El islam no puede hoy conquistar tierras de “infieles” por métodos militares convencionales, porque está en franca inferioridad con Occidente, en el plano tecnológico y económico. Necesita, en primer lugar, invadir territorios mediante migración pacífica.

Afirmar que la solución está en la integración es una tautología estupenda, del tamaño de decir que la solución del asesinato es que haya más respeto por la vida humana. Los perfiles de los terroristas demuestran que su radicalización no procede de haber sido excluidos por la sociedad. Muchos de ellos recibían subsidios, participaban en actividades culturales y deportivas, han estudiado en nuestras escuelas e incluso universidades. Otros han pasado por la delincuencia común, al igual que tantos europeos nativos, a los que sin embargo no les da por la guerra santa tras un redescubrimiento de sus raíces culturales. Quien redescubre el cristianismo huyendo de las drogas y el delito suele rehacer su vida, incluso dedicarla a causas solidarias, exactamente al contrario que esos jóvenes que redescubren el islam de sus mayores a través de internet y deciden morir matando al mayor número de infieles.

Por supuesto, por si alguien pensaba que estoy sugiriendo algo así, no podemos deportar a veinte millones de musulmanes de Europa. Además de materialmente descabellado, sería ante todo un crimen que va contra nuestros valores religiosos, morales y políticos. Pero sí podemos hacer algunas cosas moralmente irreprochables, aunque no queden muy bien como discurso de una candidata a un premio de belleza. Primero, expulsar a todos los que no trabajen, cometan pequeños delitos o prediquen la guerra santa. Segundo, limitar físicamente la entrada de musulmanes a través de nuestras fronteras y tercero, dejar de atraer a la inmigración con la promesa irresistible de este El Dorado del bienestar, a cargo del contribuyente, en que se ha convertido Europa. Muchos huyen de la miseria y las guerras, sí, pero posiblemente podrían dirigirse a otros países musulmanes, donde experimentarían muchos menos problemas de integración. O mejor aún, podrían quedarse en los suyos y luchar para levantarlos, cosa menos seductora aunque probablemente mucho más beneficiosa para todos, a la larga. Y posiblemente se evitarían más muertes por naufragio en el Mediterráneo que todas las ONG que colaboran con los traficantes de personas.

En cuarto lugar, tenemos la tarea más complicada, pero más fundamental de todas. Debemos recuperar nuestras raíces cristianas y humanistas. Si consideramos las leyendas negras antiimperialistas y anticristianas que hemos creado y difundido alegremente en contra de nosotros mismos, no puede sorprendernos que los musulmanes nos desprecien y se refugien en una identidad que consideran (erróneamente) la única alternativa seria a la corrección política y al relativismo.

Ya que hablamos tanto, en respuesta al yihadismo, de que no debemos renunciar a nuestros valores, es hora de que los rescatemos en su pureza original, y nos desprendamos de las capas de suciedad ideológica que los han desfigurado hasta volverlos casi irreconocibles. Es cierto que el judeocristianismo y el humanismo clásico chocan también con el islam, quizás casi tanto como las necedades de la ideología de género o el animalismo. Pero si el conflicto es inevitable, al menos que valga la pena lo que defendemos.

2 comentarios sobre “Peor que el miedo es la ceguera

Deja un comentario