El progresismo es el problema

Las ideas no son un mero reflejo de las condiciones materiales, como pretende el marxismo, sino que tienen un poder causal inmenso. Y las ideas equivocadas, por ello mismo, albergan una capacidad de destrucción pavorosa. Más en concreto, los efectos nocivos del progresismo son resumibles en tres epígrafes.

1) El genocidio de la humanidad intrauterina. En 1973 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos pronunció su célebre sentencia del caso Roe vs. Wade. En él, la demandante Roe, cuyo verdadero nombre es Norma McCorvey, había reclamado el derecho a abortar como consecuencia de una violación, aunque no terminó ejerciéndolo, y dio el bebé en adopción. (Años después, Norma confesó que no había existido tal violación, se convirtió al cristianismo y hoy es una importante activista provida católica.) La sentencia, favorable a Roe, fue un tremendo éxito del activismo judicial progresista, y marcó el inicio de un espantoso genocidio de millones de seres humanos en edad fetal y embrionaria, en numerosos países. Por supuesto, el aborto, al igual que el infanticidio, ha existido en todos los tiempos. Pero el hecho incuestionable es que, de no triunfar en el último tercio del siglo XX la posición progresista sobre el asunto, hubieran podido salvarse millones de vidas, como mínimo en el Occidente próspero y médicamente avanzado.


La idea de que los abortos se producirían de todos modos, de forma clandestina y con mayor peligro para la salud de la mujer, es un mendaz estribillo con el cual el progresismo trata de rehuir su responsabilidad,


y de paso asociar la cuestión con el resentimiento igualitarista (las mujeres ricas abortarían en caras clínicas privadas). Y es tan ridículo como lo sería defender la despenalización del asesinato o el robo, con el peregrino argumento de que, de todos modos, el número de delitos no aumentaría por saberse que iban a quedar impunes. (Para refutarlo, basta imaginar lo que sucedería si se suspendiera el código penal un solo día.)

2) El encallanamiento de millones de vidas en el hedonismo autodestructivo y la dependencia del Estado. El progresismo promueve alegremente el acceso “gratuito” (costeado por impuestos) a servicios sociales y a subsidios, así como la práctica sin “prejuicios” de la actividad sexual. Lo primero multiplica injustificadamente el número de personas que viven una existencia mediocre y degradante, adormecidas en la trampa de una pobreza soportable a cambio de no trabajar o trabajar menos. Aunque los individuos sean los primeros responsables de su situación, no cabe duda de que el progresismo socialdemócrata favorece la existencia masiva de semejante tipo humano. Por su parte, el hedonismo sexual, en el formato que promueven de manera sistemática inmundos programas de televisión de gran influencia, aparentemente apolíticos, contribuye al vapuleo de la familia clásica, ridiculizándola insistentemente, junto con los conceptos de pudor y decencia. El resultado es la debilitación de la clase media, cuya fuerza fundamental ha estribado tradicionalmente en la solidez familiar, para desplazarla por una mucho más manipulable masa amorfa, basada en el individuo-mónada, “libre de ataduras”, y por ello mismo aislado en


una egoísta búsqueda del placer, que a la larga genera sólo insatisfacción, frustración y soledad. A esto y no a otra cosa es a lo que el progresismo llama “liberación sexual”.


3) La amenaza contra la democracia liberal. El progresista se llena la boca con las palabras “libertad” e incluso “Estado de derecho”. Pero la esencia de su ideología cuestiona profundamente el último, sin el cual hablar de libertades es meramente una burla. Para el progresismo, cuya máxima elaboración teórica fue el marxismo, el derecho, las leyes, no son más que una superestructura encaminada a justificar la dominación de una clase sobre otra. Por tanto, las garantías formales que ofrecen las constituciones no son más que “candados” que impiden la subversión del orden establecido; o dicho con más franqueza, obstáculos para un ejercicio totalitario del poder político. La “dictadura del proletariado” no fue una ocurrencia de Marx, sino una consecuencia absolutamente lógica de la aceptación de sus premisas teóricas. No cambia la esencia de la idea que se la llame “poder popular” o con cualquier otro eufemismo embaucador.

Si las consideraciones expresadas en el tercer punto pudieran parecer exageradas o poco verosímiles, la reciente evolución política española nos ofrece su más dramática confirmación. El surgimiento de un partido político curtido en los métodos de la dictadura populista venezolana (de la que sus dirigentes han sido –y son– conspicuos colaboradores), con serias posibilidades de alcanzar el poder del Estado, tal vez sea la amenaza más grande que se cierne sobre un país democrático occidental desde la Segunda Guerra Mundial.

Aunque Pablo Iglesias y los suyos han acometido en los últimos meses una inteligente obra de maquillaje de su ideario leninista, disfrazándolo con expresiones evanescentes, basta con tener en cuenta sus trayectorias, y no ser un completo analfabeto político, para entender lo que se oculta en sus propuestas. Nacionalizaciones, intervencionismo salvaje, sometimiento de los medios privados de comunicación, son medidas que tampoco se molestan en enmascarar demasiado, y cuyos efectos devastadores para los derechos individuales básicos –la libertad de expresión, la propiedad privada, las garantías judiciales– resultan evidentes. Y un mantra que en su propaganda se cuidan siempre de no omitir, y que aún así pasa habitualmente desapercibido: “proceso constituyente popular”. Es decir, la abolición golpista de la Constitución de 1978 (sin seguir el procedimiento establecido por ella misma) para sustituirla, como hizo Hugo Chávez en Venezuela, por un texto a la medida de un régimen totalitario, en el que la oposición sea casi imposible y las cortapisas al poder [“popular”], inexistentes. Incluso antes de las elecciones generales, es altamente probable que, en cuestión de días, en el parlamento catalán obtenga mayoría absoluta la suma de los diputados de las tres listas de separatistas y neocomunistas (Junts pel sí, Catalunya sí que es pot y la CUP): las tres coincidentes en su odio a la vigente Constitución democrática.

Ahora bien,


el fenómeno del populismo de izquierdas surge en un clima de opinión trabajado por el progresismo durante décadas.


En su último y muy meritorio libro, Días de ira, Hermann Tertsch ha señalado la filiación existente entre Podemos y el zapaterismo, que pretendió una irresponsable ruptura con la transición democrática española, pactando con ETA y el separatismo catalán, a fin de excluir a la derecha del régimen político y refundar nuestra democracia no en la reconciliación, sino en la victoria de un bando de la guerra civil (el “rojo”, con el que explícitamente se identificó Zapatero) sobre el otro. Victoria también enmascarada con palabras hipócritas como democracia y paz, pero que aviesamente desentierra el resentimiento guerracivilista e institucionaliza el sometimiento de una parte de España a la otra.

Sin embargo, Zapatero no surgió de la nada. Tertsch señala certeramente el papel fundamental que ha desempeñado la mentira antifranquista en nuestra vida democrática, esa historieta de buenos y malos en la que sólo habría habido, desde 1931, demócratas de un lado y fascistas del otro. Pues bien, este embuste sectario, que debería ofender la inteligencia de cualquier persona no adoctrinada; que ha envenenado nuestra autoestima como sociedad, y ha minado nuestro más elemental instinto de conservación frente a los cantos de sirena del populismo, identificando valores como la familia, la propiedad privada, el respeto a la ley o el patriotismo con el franquismo; este embuste es indisociable del progresismo que infecta la cultura occidental desde hace décadas. En España simplemente tenemos nuestras defensas más bajas, por razones históricas y sociológicas, analizadas también por Tertsch en su libro.

Mientras escribo esto, me entero de que el cineasta Fernando Trueba, en la recepción del Premio Nacional (repito, Nacional) de Cinematografía, ha confesado no haberse sentido español en su vida. Que es algo tan congruente, dadas las circunstancias, como si hubiera dicho que nunca le ha importado el cine una mierda. No es el primero que lo afirma (lo de no sentirse español), ni me temo será el último. Podría pensarse que los sentimientos son libres, y que el oficio artístico conlleva siempre una cierta postura de enfant terrible. Pero con ello eludiríamos lo esencial, y es que las palabras de Trueba serán difundidas con respeto digno de mayor causa en horario de máxima audiencia, y hasta saludadas con alborozo indisimulado por muchos, que las verán como manifestación entrañable de uno de los suyos: un buen progresista, contrario al patriarcado, al capitalismo, a España y a la Iglesia. Pero lo más significativo es que sea un gobierno del PP quien premie a Trueba con el Premio Nacional del cine. Esta derecha cobarde, ignorante y corrupta, antes de desaparecer tragada por la vorágine del populismo que ella misma ha alimentado con su estulticia infinita, ya es indistinguible en medio del paisaje progresista.

Hermann Tertsch escribe el término “progresista” así, entrecomillado, como si aún hubiera posibilidades de rescatarlo, y asociarlo al respeto a la dignidad humana y la defensa de la sociedad abierta, en lugar de al abortismo, el clientelismo estatal, el desprecio a la nación española y las vejaciones contra los católicos. Modestamente, creo que llega un momento en que resulta una pérdida de tiempo luchar contra los usos del lenguaje, como lo sería pretender seguir escribiendo obscuro o pneumático, por muy justificado que esté en la etimología. Enunciémoslo alto y claro, sin precavidas comillas: el progresismo es el problema.

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