El espectro falaz

Escasos medios hay que no tachen a Vox, mecánicamente, de partido ultraderechista, a pesar de que el partido de Santiago Abascal no defiende para nada el autoritarismo, ni pretende limitar o abolir ningún derecho individual. Exactamente es lo contrario, Vox aboga por reducir el peso del Estado, por blindar la separación de poderes y por proteger los derechos humanos más básicos frente a las violaciones y despropósitos que en nuestro tiempo se enmascaran y pretenden justificar con ayuda de la Newspeak progresista global.

Pero, qué duda cabe, el sambenito ultraderechista hace daño, porque un gran número de ciudadanos, al asumirlo acríticamente, ni siquiera se molesta en averiguar cuál es el verdadero mensaje de la tercera fuerza política del Congreso de los Diputados. ¿Cómo podría Vox contrarrestar esta estigmatización mediática? Para responder a ello, hay que comprender primero por qué el término ultraderecha y su familia semántica son tan efectivos.

La culpa la tiene una metáfora que todos hemos interiorizado, hasta el punto de que, como suele ocurrir con muchas otras imágenes enquistadas en el habla cotidiana, ni siquiera somos conscientes de que se trata de eso, de una simple metáfora. Del mismo modo que existe un espectro electromagnético que por gradaciones recorre las diferentes longitudes de onda, desde los rayos gamma y rayos X hasta las ondas de radio, pasando por la radiación ultravioleta, los diferentes colores de la luz visible y los rayos infrarrojos, en política tendríamos un espectro político (EP), que iría desde la extrema izquierda (Stalin, para entendernos) hasta la extrema derecha (Hitler), pasando por la socialdemocracia, el liberalismo, el conservadurismo, etc.

Ahora bien, la metáfora del EP es enormemente desafortunada, precisamente porque sitúa al socialismo marxista y al nacionalsocialismo como las posiciones políticas más alejadas entre sí, cuando en realidad están mucho más próximas una de otra que no del liberalismo y el conservadurismo. Hay mucho más en común entre un comunista y un nazi que entre cualquiera de estos y un liberal, o un conservador. Si esto sigue chocando a gran parte de la opinión pública, es debido a una extendida ignorancia sobre la naturaleza precisa del nazismo y el comunismo. Gracias a esta ignorancia el EP ha podido arraigar con tanta fuerza en la conciencia popular.

La metáfora del EP no es más que una representación gráfica de la idea directriz de la modernidad, que consiste en explicar la historia entera de la humanidad mediante un esquema maniqueo de lucha entre las eternas fuerzas del oscurantismo reaccionario (donde entran desde la religión establecida hasta el fascismo) y el luminoso progreso, encarnado por las izquierdas, y cuyos “errores” o “excesos” siempre acaban disculpados, relativizados o incluso justificados como un inevitable precio a pagar para la consecución del paraíso terrenal futuro.

Se trata de un esquema seudorreligioso que viene a parasitar la hermosa imagen agustiniana de las dos ciudades (la ciudad de Dios y la ciudad terrena), pero suplantando a la divinidad por el hombre, y contraponiendo a éste a los diferentes enemigos o chivos expiatorios en los que el progresismo hace su mayor o menor énfasis, según las circunstancias o la época: La religión, el capitalismo, el patriarcado, etc.

La última deriva (o penúltima, quién sabe) de este maniqueísmo moderno es el ecologismo más radical, que sustituye a Dios por la biosfera, y señala como su máximo enemigo… al propio ser humano. Quien piense que exageramos, infórmese sobre el Ahuman Manifesto de Patricia MacCormack.

Curiosamente, aunque el nazismo sea la bestia negra más paradigmática del progresismo, la ideología nacionalsocialista se basa en el mismo esquema dualista de una lucha secular entre dos fuerzas irreconciliables, en su caso los arios y las demás razas infrahumanas, esquema que incluso recurre a argumentos o retóricas seudocientíficas, de inspiración darwinista, igual que  hacía el marxismo.

Es habitual presentar al nazismo como una ideología irracionalista, hasta con sus conocidos delirios esotéricos, frente a un marxismo que supuestamente sería un digno heredero, acaso algo desmadrado, de la Ilustración y el racionalismo. Pero el carácter igualmente seudorreligioso y más concretamente gnóstico del comunismo ha sido señalado por numerosos autores. Ignacio Gómez de Liaño lo explica lúcidamente en su ensayo Democracia, Islam, Nacionalismo (Deliberar, 2018):

Al igual que las antiguas escuelas gnósticas, el marxismo ve la sociedad y la Historia como manifestaciones de la maldad, y también enseña (…) que hay espíritus dotados de especiales conocimientos –los propios gnósticos (o sea, los iluminados por el pensamiento de Marx) –, que saben cómo superar ese estadio y traer a la tierra el Logos o Razón de la sociedad sin clases y con ella una comunidad perfecta.”

Este parecido de familia entre los dos grandes totalitarismos del siglo XX fue mucho más allá del aspecto intelectual o psicológico. En ambos condujo con la misma lógica demencial al exterminio de millones de seres humanos que eran vistos como obstáculos para alcanzar sus objetivos supremos. Y los argumentos de unos y otros para justificar el genocidio eran mucho más próximos de lo que se suele creer, como pone de manifiesto con profusión de testimonios Luciano Pellicani en su libro Lenin y Hitler. Los dos rostros del totalitarismo (Unión Editorial, 2011), del cual extraigo las citas subsiguientes.

Hitler, contra el mito propagado por los comunistas de que era un agente del capital, había declarado que su lucha no era

para salvar la burguesía moribunda, sino más bien para deshacerse de ella, y que en todo caso acabaría con ella mucho antes que con los marxistas.”

Y su ministro de Propaganda, Goebbels, afirmaba:

Nosotros somos socialistas (…), enemigos mortales del actual sistema económico capitalista con su explotación de quien es económicamente débil, con su injusticia en la redistribución. (…) Nosotros estamos decididos a destruir este sistema a toda costa.”

Al mismo tiempo, los comunistas identificaron a sus enemigos “objetivos” con términos deshumanizadores de una crueldad y salvajismo que no tenían nada que envidiar al racismo de los nazis. Los kulaks eran, en palabras de Vasily Grossman,

animales, cerdos, seres desagradables, repugnantes (…); eran enemigos del pueblo y explotaban el trabajo de los demás. (…) Para masacrarlos era necesario proclamar que los kulaks no eran humanos. Precisamente como los alemanes proclamaban que los judíos no eran seres humanos.”

Más valor documental tiene, si cabe, la confesión de parte de Gorki en 1932:

El odio de clase debe cultivarse mediante rechazo orgánico del enemigo, en cuanto inferior. Mi convicción íntima es que el enemigo es cabalmente un ser inferior, un degenerado en el plano físico, pero también moral.”

De hecho, el comunismo en la Unión Soviética, China y muchos otros países exterminó a más personas que los propios nazis, como cualquiera que desee informarse puede hacerlo en las obras de Robert Conquest, Alexandr Solzhenitsyn, Stéphane Courtois, Anne Applebaum, Frank Dikötter y otros muchos.

Pero lo cierto es que no existe una conciencia popular de los crímenes comunistas comparable con la del Holocausto. Y la izquierda lleva desde 1945 explotando y cultivando esta ignorancia de las masas, que le permite aparecer como la pura encarnación del Bien, al posicionarse en la parte del espectro político más alejada de la ultraderecha. Santiago Abascal, cuando recuerda en sede parlamentaria la historia criminal del socialismo, no hace otra cosa que atacar en su mismo origen, que es el desconocimiento de la Historia, la gran falacia de la política moderna. Hay que insistir en esta línea sin descanso.

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