Los ateos no existen

Afirmar que Dios no existe posiblemente sea la paradoja de las paradojas. Porque realmente lo que no existen son (auténticos) ateos. No se me enfaden los escépticos religiosos, no cuestiono su sinceridad. Lo que pongo en duda es que haya personas que no sólo declaren su increencia en un Ser trascendente, sino que la lleven hasta las últimas consecuencias, siquiera sea en el plano teórico.

Tampoco sugiero que el ateo sea inconsecuente por falta de valor, más que nada porque se necesita poco para rebelarse contra alguien en quien no se cree. El problema del ateo es que no reconoce las verdaderas consecuencias que tendría la inexistencia de Dios. O para ser más exactos: las tiene absolutamente presentes, pero ¡ha llegado a la conclusión de que son pruebas en contra de Su existencia! Veamos cómo sucede esto.

El ateo común cree en el Bien y el Mal. Según él, no se requiere de ningún Cielo ni ningún Infierno para conducirse moralmente. De hecho, tiene a honra prescindir de tales estancias ultraterrenas para ser una buena persona. En esto, incluso los propios creyentes contemporáneos suelen estar dispuestos, algo precipitadamente, a darle la razón. Si Dios no existiera, tiende a pensar casi todo el mundo, las normas morales seguirían siendo las mismas. Más aún: la realidad del mal es para muchos la principal razón para no creer en un Dios bondadoso y omnipotente al mismo tiempo.

Ahora bien, tratemos de definir el Bien y el Mal. Creo que se nos concederá fácilmente que el segundo es inseparable del sufrimiento, ya sea propio o ajeno. Pero si la realidad primordial no es de naturaleza personal (como sería el caso en un universo creado por Dios), el dolor no es más que un estado neuroquímico, un accidente molecular, en definitiva. Salvo que neguemos la existencia de Dios pero admitamos la del alma inmaterial, extravagancia a la que no son dados nuestros queridos ateos, que en esto sí suelen ser coherentes.

Cabe entonces preguntarse lo siguiente: ¿Por qué deberíamos evitar unos estados neuroquímicos en lugar de otros? ¿Por qué debería preocuparnos el sufrimiento de millones de seres humanos si la conciencia fuera una mera superstición (“el fantasma en la máquina” de Ryle), si no hubiera más que determinados accidentes moleculares en nuestros cerebros?

La respuesta se impone por sí sola: el sufrimiento no puede entenderse sin la conciencia, es decir, prescindiendo de la existencia de un ser personal. El dolor puede tener una causa material, pero él mismo es irreductible a la materia, como todas las demás sensaciones subjetivas. Por tanto, quienes afirman que el Mal prueba que el universo no ha sido creado por un Ser espiritual, sino que tiene un fundamento exclusivamente material, se basan en la existencia de una realidad irreductible a los principios físicos conocidos, como es la conciencia sufriente. Niegan que exista una Mente trascendente partiendo de su propia experiencia del dolor, un fenómeno mental que trasciende lo físico.

La otra gran incongruencia de los ateos es su fe en la inteligibilidad del universo, es decir, su creencia inquebrantable en la existencia de las Leyes de la Naturaleza. Y de nuevo, no se detienen aquí, sino que afirman triunfantes que la existencia de tales leyes, felizmente descubiertas por la ciencia, hacen de Dios una figura completamente superflua, sencillamente innecesaria.

Ahora bien, el concepto de ley nos lleva con naturalidad a pensar en un legislador. ¿Por qué la naturaleza, por sí misma, debería obedecer determinadas normas? ¿Por qué deberían simplemente existir regularidades, y no un caos fenoménico completamente aleatorio e impredecible? La respuesta de la mentalidad irreligiosa es que las leyes naturales son simplemente un hecho, y que carece de sentido preguntarse por su razón de ser, o más exactamente, no hay necesidad de que tenga que existir tal razón.

No deja de ser curioso que quienes tanto valoran la curiosidad intelectual por encima de todo, criticando a la religión por supuestamente ser enemiga de ella, se muestren tan reacios a interrogarse sobre el fundamento de las leyes naturales. Vienen a decirnos: esto es lo que hay, no indaguéis más. Prohibido hacer más preguntas.

Sin embargo, del mismo modo que la existencia de la conciencia nos señala que la entraña de lo real es de carácter personal, las leyes naturales proclaman que algo análogo a la mente humana, capaz de establecer normas, estaría en el origen del carácter legaliforme de la naturaleza. No hay motivos para pensar que, en un mundo sin Dios, la naturaleza tendría que permanecer indefinidamente fiel a sí misma, que su aparente regularidad no podría verse truncada en cualquier momento, inopinadamente.

“Yo veo esa naturaleza, yo la veo… Sé que su sumisión es pereza, sé que no tiene leyes: lo que ellos toman por constancia… Sólo tiene hábitos y puede cambiarlos mañana.” (Sartre, La náusea.)

Por el contrario, en nada cree más fervientemente el ateo ilustrado o cientificista (que sigue siendo el más común) que en las “sacrosantas leyes de la naturaleza”, como ingenuamente las denominaba el barón d’Holbach.

Llegados a este punto, no se me escapa que a mis argumentos se les podría replicar con la misma moneda. Si no hay verdaderos ateos, tampoco habría verdaderos creyentes. Como decía Borges: “Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo.” ¿Cuántas personas conocemos, empezando por cada uno de nosotros, cuya fe pasaría la prueba mejor que San Pedro, en el relato evangélico de Jesús caminando sobre las aguas, donde el santo no sale muy airoso?

Preciso es reconocer que los creyentes manifestamos con demasiada frecuencia una fe débil e insuficiente. Pero los ateos caen en algo quizás peor: una fe degradada, que no se reconoce a sí misma, que es ajena a la autocrítica. Creen fervientemente en las Leyes de la Naturaleza, generalmente también en algún tipo de moral, sin ser conscientes de dónde han obtenido tales creencias; ni siquiera de que son creencias. Las conciben como puramente evidentes, porque siguen viviendo, mal que les pese, en un marco mental cristiano.

Nadie puede escapar de creer en algo. Quizás el ateo dirá que con creer en las leyes físicas, y acaso en algunos principios éticos, tiene más que suficiente. El problema es cuánto puede durar esa fe que se detiene deliberadamente en el punto justo donde empiezan las preguntas decisivas. Una fe, por tanto, mucho más cerrada e irracional que la fundada en la existencia de un Ser racional infinito, el cual encaja admirablemente tanto con nuestra experiencia interna de lo mental como con la externa del orden cósmico.

4 comentarios sobre “Los ateos no existen

  1. Hola. Creo que hay aquí una confusión entre ateísmo y materialismo. Una es una posición sobre la tesis acerca de la existencia de Dios (la niega). Otra es una posición acerca de qué tipos de entidades existen (afirma que sólo las susceptibles de ser estudiadas por las ciencias naturales y sociales). Sin embargo, es posible ser ateo y no materialista. Por ejemplo, creer que existen verdades irreduciblemente normativas, como las razones epistémicas, el valor o las las razones morales. No existe incoherencia en ello.

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    1. Totalmente de acuerdo. Popper suscribía una teoría de «los tres mundos» (físico, mental e ideal) que no era teísta. Pero es una posición poco común. Yo hablo de los ateos del montón, de los cientificistas. Aparte creo que la teoría de Popper sigue siendo en el fondo materialista, pues cree que lo ideal emerge de lo mental, y éste de lo físico.

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  2. Se han escrito verdaderas enciclopedias sobre este debate. Su artículo tendrá ciento cincuenta líneas y los comentarios no pueden ser ni una décima parte de eso. Difícil rebatirle en tan poco espacio. Sólo tenga en cuenta una cosa: dice que el problema del creyente es tener poca fe. El problema del ateo es ser insuficientemente escéptico. El ateo no niega a Dios, no lo necesita. Simplemente no cree en él. Y no está cien por cien seguro, nadie lo está de nada, pero le parece la hipótesis más probable. Sólo por eso merece tanto respeto como el creyente. O más, porque carece del consuelo de creer en una vida eterna, y aún así acepta su propia existencia tal como es. Finita y condenada al olvido. Reconozca, al menos, que hay un punto de valentía en esa actitud vital.

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