Cómo destruir el amor romántico desde dentro

Una de las principales habilidades del progresismo consiste en su capacidad de infiltración, o para ser más exactos, de metamorfosearse en aquello que secretamente quiere destruir. Hay ejemplos muy variados de esta estrategia. Permítanme que hoy les hable del amor romántico.

El romanticismo, al igual que la Ilustración, contra la que en cierto modo reaccionó, es un movimiento cultural al que debemos muchas cosas buenas, sobre todo en el terreno del arte, y especialmente la música, desde Beethoven a Tom Jobim. Pero tanto los ilustrados como los románticos parten de un grave malentendido acerca de las relaciones entre la razón y lo que Pascal llamó el corazón. Simplificando mucho, tienden a considerarlas –erróneamente– como bandos enemigos, situándose los unos a favor de la primera y los otros a favor del segundo.

El amor romántico, por centrar el tema, puede caracterizarse con tres ingredientes: primero, la atracción intensa y exclusiva entre un hombre y una mujer. Segundo, la vocación de eternidad, de amor para toda la vida. Tercero: su naturaleza de fatalidad, de fuerza que los seres humanos no podemos controlar.

De estos tres ingredientes, el más problemático es sin duda el último, porque en germen entraña la destrucción de los otros dos. En efecto, si el amor es una fuerza ciega fuera de control, tampoco dependerá de los amantes que se extinga, por la intervención de una tercera persona o por otras causas. Sin el anclaje en el concepto cristiano del amor, la pasión acaba habitualmente naufragando.

Históricamente, que los matrimonios fueran por amor, y no concertados entre familias, ha tendido a considerarse un progreso, y en parte lo es, por lo que comporta de reconocimiento de la libertad individual. Aunque sería harto ingenuo pensar que el amor es incompatible con un matrimonio concertado: lo era a veces, pero no siempre, en absoluto. No más, al menos, que la decisión a menudo poco meditada de dos jóvenes enamorados. A veces el corazón irreflexivo acierta; también a veces acertaban los padres al elegir por sus hijos. En no reconocer estas paradojas y sutilezas del amor encontramos el origen de muchos males.

La visión progresista del amor, siguiendo su propia lógica simplista, evolucionó hacia el cuestionamiento del matrimonio y la defensa del “amor libre” o revolución sexual, cuya última edición se conoce como ideología de género. Pues bien, esta es la antítesis del amor romántico. El feminismo radical lo proclama abiertamente: considera al romanticismo como un clima cultural en el que se acaba justificando el dominio del hombre sobre la mujer, incluso la antesala del maltrato físico y del feminicidio.

Por lo demás, partiendo de las premisas progresistas, no hay duda: si la libertad sexual es un valor supremo, el amor monógamo heterosexual y para toda la vida deja de tener sentido como modelo; más bien es visto como una limitación, una restricción de la libertad individual basada en desfasados prejuicios judeocristianos.

Ahora bien, por razones tanto culturales como biológicas, el amor romántico (monógamo y vitalicio) sigue siendo profundamente popular. Y he aquí donde el progresismo ha demostrado su astucia. No se ha enfrentado radicalmente, desde el principio, al romanticismo, sino que lo ha ido minando desde dentro, o para ser más exactos: desde las pantallas de cine.

Estamos tan aculturizados por el progresismo que ya no lo percibimos. Pero lo tenemos delante de nuestras narices. En una gran parte de películas consideradas románticas, los protagonistas se acuestan juntos el primer día que se conocen. Esto es deletéreo para el romanticismo, porque si algo desincentiva una relación para toda la vida es la banalidad de las relaciones sexuales sin compromiso. Y esto no tiene nada que ver con no sé qué mojigaterías, sino con los hechos estadísticos brutos. Desde el avance de la libertad sexual en los años sesenta del siglo pasado, las tasas de nupcialidad se han derrumbado, al tiempo que se han disparado las de divorcio.

Sin atacar de frente a la cultura romántica, el progresismo ha sabido llevar a efecto una auténtica inversión de los valores. Basta comparar películas separadas por algunas décadas para ilustrar este cambio radical.

En la celebérrima Casablanca (1942) se nos presenta un triángulo amoroso, con un guión que fuerza la verosimilitud para salvar una concepción romántica e incluso, hasta cierto punto, casta. Ilsa (interpretada por una bellísima Ingrid Bergman), creyendo que su marido ha muerto, vive una historia de amor con Rick (H. Bogart) en el París ocupado por los nazis. Cuando descubre que su marido está vivo, abandona a Rick sin darle ninguna explicación. Tiempo después, la pareja se reencuentra en Casablanca, donde Rick recibe a Ilsa con despecho, hasta que descubre la verdad. Noblemente, termina ayudándola a huir de los nazis junto a su marido, pese a que sigue amándola y con ello la pierde para siempre.

Detengámonos ahora en una película medio siglo posterior. Por ejemplo, la comedia romántica Cuatro bodas y un funeral (1994). Aquí, la pareja protagonista, Charles y Carrie (Hugh Grant y Andie MacDowell), se conoce en una boda. Se acuestan justos la primera noche y cuando vuelven a verse, en otra boda, ella está prometida con otro. Pese a lo cual vuelven a hacer el amor, y luego todavía en un tercer encuentro, estando ya ella casada. Finalmente, ella se separa de su marido, y tras rechazar Charles a otra mujer con la que iba a contraer matrimonio, en el mismo altar, acaba casándose con Carrie.

Aparentemente, en el desenlace de las dos películas hay una reivindicación del matrimonio, pero el contraste entre ambas no puede ser mayor. Se aprecia con toda crudeza en la escena (que hubiera sido impensable en los años cuarenta) en la cual Carrie le resume a su amante su pasado amoroso, enumerando los treinta y tres amantes que ha tenido en su vida. Charles encaja la información entre azorado y divertido, y termina confesando que él “sólo” ha tenido nueve parejas. Resulta difícil no acordarse de la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley, que describe una sociedad situada en el siglo XXVI, donde la promiscuidad es lo convencional, y la monogamia es vista como algo enfermizamente posesivo e incluso obsceno.

Charles y Carrie terminan casándose, después de algunas peripecias, lo que se considera como la quintaesencia de lo romántico. Pero lo cierto es que amparándose en la popularidad del género romántico se nos sirven implícita o explícitamente valores que son demoledores para el romanticismo, tal como toda la vida se había entendido. Y tal como, se pongan como se pongan los obsesos de la emancipación sexual, la mayoría de hombres y mujeres siguen soñando secretamente.

6 comentarios sobre “Cómo destruir el amor romántico desde dentro

  1. Supongo que en realidad, no hay contradicción entre promiscuidad y compromiso, sino que suelen ser etapas consecutivas en la vida. La gente joven (entre 20 y 30 más o menos) tiene un deseo sexual muy intenso, y aún no tiene sentido del compromiso, por lo que a esas edades es normal la promiscuidad. A partir de determinada edad (a partir de los 30), el deseo sexual va disminuyendo, y el sentido del compromiso aumenta, lo que hace que la gente se comprometa y funde una familia. Ciertamente hay gente que se asienta muy joven, pero, por regla general, se puede decir que lo normal es que se pase por una etapa de promiscuidad durante la juventud, para luego «sentar la cabeza» y fundar una familia.

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